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22 de noviembre de 2014

Tragedia en la esquina de Pampa y Perdigones

Cuesta creer que al viejo Pereyra le haya ocurrido tremenda tragedia. Más teniendo en cuenta lo meticuloso que era, siempre cuidando dónde pisaba, de mirar de un lado y del otro de la calle antes de cruzar, de prestar atención a los aleros donde se posaban palomas para no terminar cagado, de observarse de reojo en las vidrieras para notar si estaba despeinado, de evitar las veredas con perros que pudieran tirarle tarascones o ensuciarle las pilchas...
Cuesta, pero es cierto. Todos lo hemos visto esta mañana. En el barrio la noticia corrió como si viajara sobre una bala y no faltó nadie a la esquina de Pampa y Perdigones. Para nuestro asombro, era real. Allí estaba tendido sobre el mejorado de la calle, el viejo Pereyra.
Una pierna extendida, la otra formando una extraña L. Los brazos, apuntando hacia los lados, como si hubiese tratando de abrazar una gigantesca mariposa. La cara ladeada, la boca semi abierta y los ojos (gracias a Dios) entornados, como si el último suspiro lo hubiese sorprendido en pleno sueño.
Era el cuadro típico de la muerte, cuando en un arrebato estruja el corazón de su víctima, achicharrando el cuerpo y llevándose el alma, dejando para la contemplación de los vivos el caparazón de lo que somos. Un ataque fulminante, letal, definitivo.
Pero no era el deceso lo que estaba fuera de lugar allí. El viejo Pereyra no tenía ese adjetivo en boca de todos por una mera cuestión estética; también era informativa. Tenía sus años, que se notaban a leguas en el rostro arrugado, el andar lento, la voz pastosa que se arrastraba con paciencia en cada frase. Pero Pereyra, siempre coqueto, lo disimulaba con su elegancia, con el caballeresco andar diurno, pavoneándose en el barrio como si fuera una gema preciosa escapada del museo.
Y sin embargo, en esa última caminata donde lo asaltó la muerte, el destino jugó la peor broma para Pereyra. El pobre viejo, siempre meticuloso, detallista, pulcro, había omitido (quizá por primera vez en años) cerrar la bragueta y esa imagen, de piernas y brazos despatarrados, rostro caído a un lado, chocante y repugnante a la vez, por tratarse de la firma de la parca, se tornaba aún más punzante para los curiosos al quedar a la vista no solo el descuido, sino la puntilla blanca sobre la bombacha rosa que descansaba con escarnio entre los dientes de la cremallera.
Es difícil decir que el viejo Pereyra descansa en paz. Al menos, no en el imaginario popular del barrio, donde detrás de "viejo" se invoca desde esta mañana un nuevo adjetivo.

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