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21 de julio de 2014

El pistolero

La pistola más rápida del oeste. No del mentado far west, sino del oeste de su pueblo, en el barrio La Cacerola. Lugar pobre si los hay, donde comida es una palabra fuerte, que hace ruido en el estómago de solo nombrarla. Pero, a pesar de ello, refugio de trabajadores.
Y él, el Pirigundín, de tan solo siete años, solía pasearse en patas y vestido solo con un pantaloncito corto que le quedaba grande, por las arterias de tierra y barrio de aquel paraje olvidado, y por qué no, evitado. Con sus manos sucias, de uñas negras, sujetaba firmemente una gomera, al tiempo que de reojo miraba las ramas de los árboles, esperando que se posara el desprevenido pájaro que caería fulminado por obra y gracia de su puntería.
Caminaba lentamente, con la mano izquierda haciéndose visera, como si supiera que en otras partes del planeta, cazadores experimentados respiraban la misma tensión aguardando por presas más grandes y peligrosas. Aunque, de haberlo sabido, poca importancia le hubiera dado. No era el prestigio ni las ansias de aventura lo que estaba en juego en su mundo, sino el equilibrio natural de la vida. Es decir, comer para vivir.
Adela, su mamá, salía cada mañana a limpiar casas a la ciudad. Volvía tarde, maltrecha y con apenas unos pesos. Hasta el transporte se le hacía cada día más difícil de pagar. Pero allá iba Adela, en busca del pan para su hijo. El único vivo, porque a los otros, a los que el Pirigundín no llegó a conocer, se los llevó el río, en aquella crecida de la década anterior, donde su madre casi se vuelve loca.
Muchas noches llegaba llorando, porque no le habían pagado o algún vivo de otro barrio - cosa que sucedía cuando se reservaba la plata del transporte  y volvía a pie - le sacaba el dinero a cambio de dejarla seguir su camino. Esas noches las tripas rugían ferozmente, casi salvajes.
Desde que tenía uso de la razón, la gomera era parte de sus manos. Fue el Alberto, el vecino que durante un tiempo frecuentaba a su mamá, hasta que le salió un trabajo en el norte y ya no volvió más, el que le enseñó a usarla.
Lo había hecho practicar con latas vacías y botellas. No tardó demasiado en tomarle el tiempo a la pequeña "y griega", como le decía Alberto a aquel instrumento. Pirigundín no sabía a que se refería cuando la llamaba así, pero poco cambiaba el hecho de ser ahora un "pistolero", otro término de su vecino, pero que en este caso si tenía una mayor dimensión en su cabeza.
A los cuatro años, el niño era un eximio tirador. Podía darle a cualquier cosa que estuviera a menos de cincuenta metros. Pero lo que más llamaba la atención, era la velocidad con la que podía armar la gomera con la piedra y soltarla en la dirección correcta.
Alberto ni siquiera era en el presente un recuerdo, su imagen había quedado atrás por otras premisas, como la de comer. Y esa mañana, en la que caminaba en patas vestido tan solo con un pantalón corto, no era diferente a cualquier otra. Pirigundín avanzaba lentamente hacia un sauce, donde había visto la sombra de un hornero moverse entre las ramas. Podía distinguir las sombras de las hojas, las hojas de las ramas y desentramar aquella maraña visual en tan solo un segundo.
Intentaba pisar con cuidado, evitando hasta el mínimo sonido, sabiendo que esos bichos alados podían escuchar lo que incluso, uno no escuchaba. Iba con sigilo, cuando los gritos lo alertaron a su espalda y vio, apesadumbrado, como el hornero escapaba a puro vuelo por encima del árbol.
- ¡Piri! ¡Piri!
Giró sobre sus talones, con el rostro ensombrecido por la bronca. Vio a Jacinto, el almacenero, corriendo a su encuentro. El mismo que no le fía ni los caramelos, porque sabe que nunca va a tener una moneda en el bolsillo. Y venía a los santos pedos, espantándole el pájaro del árbol.
- Tú mamá Piri... es terrible, mijo, justo una redrada, en la villa vecina, ella iba caminando y parece que la policía creyó que... y... ¿Piri? ¿Estás bien? ¿Dónde vas? ¿Entendés que tú mamá...?
Pirigundín sujetó con fuerza la gomera y se alejó lentamente. Jacinto le hablaba, pero era tiempo pasado. El estómago gruñía. Volvió a preguntarle si entendía. ¿Acaso era tonto? Hambriento si, pero estúpido no.
Apenas volvió su rostro sobre el hombro, lo justo para observar al almacenero, de cuya angustia desconfiaba.
- Claro que entiendo - le dijo - Si el pistolero no hace bien su trabajo de aquí en más, se muere de hambre.
Y allá salió la pistola más rápida del oeste, de ese confín llamado La Cacerola, en busca de su salvación, gomera en mano, la vista al frente y el dolor bien escondido, para que no lo muerda, para que no lo espante, para que nadie pueda aprovecharse. Sobre un cable del tendido eléctrico le pareció ver algunas palomas. Eran sabrosas a las brasas. Se relamió y tensó su arma.

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