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9 de julio de 2014

Círculo de hielo, círculo de fuego

Primero fue un reflejo en el horizonte, una especie de luz mágica que se acrecentaba, proveniente quizá de los cielos. Para ellos, que danzaban en la costa, era la señal de algo divino, porque otra explicación no encontraban. De todas formas, entre la arena debajo de sus pies y aquel indicio de algo diferente, había un abismo de aguas para nada calmas, que se agolpaban en olas, sacudiendo la paz.
Un sonido potente y rítmico se desprendía desde las colinas, donde los jóvenes que aún no podían bajar a la playa, golpeaban enormes tambores como les habían enseñado desde que tenían memoria. El fuego, con una hoguera aquí, otra allá, se alzaba majestuoso hacia las estrellas, en un baile ritual cambiante, con vida propia.
La noche era perfecta. El círculo blanco de hielo brillaba imponente en lo alto. La brisa atraía olores propios de la selva, que ajena a todo le daba la espalda al delirio general.
Aquello siguió creciendo. Fue una mancha, una silueta y luego, una estructura extraña, enorme, repleta de misterio. Se fue acercando sin miedo sobre la bravia figura del mar, tan irritado que parecía devorarse la costa con feroces zarpazos de agua salada.
De un momento a otro, se convirtió en un imponente monstruo de fisonomía perfecta. La danza, que pretendía atraer a un dios, se transformó en una inquietante tensión. Los bombos dejaron de sonar. Los más sabios abandonaron las plegarias: aquel gigante estaba casi sobre la costa.
Pero no solo estaba allí, detenía su andar. Sino que abría sus fauces delanteras y de su interior, merced a una parte que se apoyó sobre la arena, surgió un rugido de otro mundo, un grito ronco, una especie de tos demoníaca. Y tras el ruido, que erizó la piel de quienes formaban parte del ritual bajo el mando oscuro de la noche, aparecieron veloces unos artefactos que rodaron sobre la playa, en dirección a ellos. Esas cosas, que jamás habían visto, iban montadas por seres de piel negra y cabeza protegida por una esfera sobre la que la luna reflejaba su luz.
El rugido provenía de esas extrañas maquinarias, que de pronto los rodearon haciendo círculos alrededor de ellos. Los que estaban en las colinas, dudaron entre correr hacia el boscoso paisaje a sus espaldas o descender hasta la playa, para ayudar a los suyos.
Entonces, comenzó todo. Si eran dioses, no venían a traer nada bueno. Se arrojaron al ataque, impiadosos, con unas especies de estacas que disparaban un objeto sólido que a una velocidad imposible de distinguir, surcaban el aire en busca de algo en que impactar.
Dispararon cientos de esas armas, que además de encender un fuego fugaz en su extremo, emitían repetidos sonidos que laceraban los oídos. Lo hicieron durante un breve lapso, el suficiente para acallar las estacas y permitir que el silencio se adueñara del lugar.
Con seguridad esperaban haber arrasado con todo. Pero ellos seguían allí. Ninguno había caído. Eso que salía de ese armamento desconocido no les había hecho daño. Se miraron entre si, apretaron los dientes y sacaron a relucir los colmillos. La danza ahora sería otra.
Esos foráneos no sabían que habían despertado. Hasta los jóvenes que estaban en las colinas, al sentir el llamado de la sangre, corrieron cuesta abajo. Primero fueron los hombres de piel negra, que en realidad, al clavar los colmillos buscando la carne, descubrieron que tan solo era una cobertura. Debajo, había piel blanda y mucho líquido. Luego fueron por el monstruo gigante y devoraron todo a su paso en su interior.
El amanecer los encontró con la panza llena, tirados en la arena, observando el majestuoso círculo de fuego subir al cielo. El monstruo estaba muerto. Era solo un objeto más en el paisaje.
Un tambor empezó a sonar a lo lejos. De a uno comenzaron a ponerse de pie. La playa era un cementerio de huesos y extrañas máquinas. Llevaría un tiempo arrojar todo al mar, como agradecimiento a los dioses. De vez en cuando regalaban festines como el de la noche anterior. Otros tambores se fueron sumando. Pronto el sonido rítmico se apoderó de sus cuerpos y comenzaron a danzar.
La vida bajo los dos círculos era un continuo momento sin fin.

2 comentarios:

el oso dijo...

A veces lo monstruoso está dentro de nosotros. Los que se animaron, pudieron!
Abrazo

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que historia.
Bien escrito.