Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de junio de 2014

Il cavallino rampante

No sé si hago bien en contar todo. Quizá deba guardar silencio, como hasta ahora. Dejar que los hechos continúen, que la vida transcurra para cada uno de los que protagonizamos aquel conocido incidente. Pero interiormente, la única salida, la mía, es hablar. A pesar de las consecuencias, la verdad debe salir a luz.
Me carcome el remordimiento. El haberle fallado a Luis. Porque si estuve metido en esa, fue por Luis. Claro que a los demás eso le importa poco. Para ellos era uno más. En el atraco, cada uno tenía su función. La mía era la de cubrir la retaguardia.
Parado en la vereda, con una tabla de madera y un par de caballetes, simulaba ser un vendedor ambulante. Había conseguido encendedores y llaveros con marcas de automóviles. Para que no se detuviera mucha gente a comprar (y así no distraerme) había colocado precios algo elevados en carteles blancos.
Salvo una señora, de esas que nunca faltan, que preguntan por cada cosa sabiendo que no van a llevarse nada, no hubo sorpresas. Al menos, durante la hora y media previa al robo, tiempo que estuve apostado tranquilamente hasta que los vi llegar.
Como estaba previsto, estacionaron el utilitario a media cuadra, sobre la mano del banco. Bajaron con sus atuendos azules, simulando ser de la empresa de mantenimiento del lugar. Cargaban pesadas cajas de herramientas, donde, yo lo sabía, no llevaban precisamente herramientas.
Evitaron mirarme porque así estaba previsto. No debíamos despertar sospechas. No estaba para mirarlos ni para vender chucherías. Estaba para vigilar que no llegaran efectivos policiales antes de tiempo. Y si era necesario, para armar una distracción en la vereda, para que nadie atinara entrar en el banco en el momento del robo.
Cuando el último en entrar cerró la puerta, sincronicé mi reloj. Serían los tres minutos más largos de mi vida. Pero no tuve tiempo de pensar en nada, porque entonces apareció ella. Rubia despampanante, con un escote bien cavado que dejaba a la vista más de lo que mi corazón podía resistir. Me quedé mirando hacia donde la tela convergía de un lado y del otro de esa osada remera rosa. Levanté la mirada de a poco, pasando de sus bucles a su rostro angelical, de labios finos e inocentes, sus mejillas ruborizadas y los ojos verdes, casi imposibles, destellando como dos faroles que iluminaban los míos a plena luz del día. Me detuve allí, en su sonrisa, en esos dientes blancos casi perfectos.
Y con voz armoniosa, suave, sensual y sugerente, me preguntó por un llavero con el logo de Ferrari. ¿Cómo podía mentirle con un precio a un ángel? No pude. Me doblegué ante su belleza y rebajé diez pesos el precio que figuraba en el cartel, que quité de inmediato como si su presencia molestara.
Sonrió y se le hicieron pocitos en las mejillas. A mi se me nubló la vista. ¿Podía una mujer ser tan bella? El corazón galopaba, era como il cavallino rampante de Ferrari. Me dijo que lo llevaba, sacó de su escote una billetera muy pequeña y revisó su interior. Hizo una mueca maravillosa, frunciendo los labios. Y con esa misma voz que había escuchado segundos antes, me confesó que no le alcanzaba.
Si hubiese sido un vendedor de verdad, quizá no habría cedido. Pero aquello era una fachada. Entonces, volví a rendirme ante la Venus que me visitaba, casi como en un sueño. Y casi temblando, de manera atolondrada, le dije: "Es tuyo, llevalo".
Y si algo puedo decir a mi favor, es que a pesar de haberme concentrado por completo en esa diosa cósmica, jamás vi un policía acercándose al banco. En contra, tengo todo lo demás. La camioneta que estacionó delante de la puerta, los cinco tipos encapuchados que entraron corriendo y portando armas de todos los calibres, el momento en que salieron, se subieron a la misma camioneta y partieron.
Eso, todo eso que tengo en contra, no lo vi. Porque eso, que habrán sido unos sesenta segundos, fue lo que duró el encuentro con la mujer de mis sueños. Ella, en ese encantamiento irreal, guiñándome el ojo me tomó la mano, sacó una lapicera de su escote y escribió un número telefónico, para luego girar e irse, bamboleando de un lado a otro esas caderas anchas y perfectas, repleta de curvas y riesgos. Recién entonces, al verla doblar la esquina, volví la vista hacia el banco, sin tener noción del tiempo. Allí los vi, los muchachos con su atuendo azul, mirando hacia un lado y otro, como si hubiesen perdido algo. Observé sus miradas furiosas hacia donde estaba, casi atravesándome como si fueran dagas cristalinas.
Y casi de inmediato, las sirenas, los patrulleros y a empezar a correr. No sé tampoco por qué salí también corriendo. Podría haberme quedado fingiendo que era un vendedor, como hasta entonces. Quizá al correr pensé en poder alcanzarla, decirle que jamás antes me había enamorado a primera vista, o bien, correr para buscar el teléfono más próximo y llamarla.
Pero no, salí corriendo y a las pocas cuadras nos habían atrapados a todos. Ellos trataron de explicar que técnicamente si, eran los que habían robado el banco, pero que cuando estaban por salir, los robaron a ellos, pero no hubo caso. Para la justicia eran culpables de igual manera. Éramos, mejor dicho, porque también fui preso.
No confieso para justificar mi error, sino por arrepentimiento. Estaba seguro que era el amor de mi vida el que se había cruzado en el camino. Pero no. Hace un par de días, después de mucho pensarlo, marqué ese número, aún grabado en la memoria a pesar de los meses. Pensé que nadie contestaría, pero aquella voz que recordaba dijo "hola" del otro lado. Traté de ordenar las ideas, juntar las palabras y lo hice. Imaginé que no recordaría, pero tras un silencio, llegó la carcajada. Larga y angustiosa carcajada. Y luego el "click" y la línea muerta.
Entonces comprendí. Tristemente el engaño envenenó mi corazón. Pude haberme callado y mentir, pero confieso. Me equivoqué. El amor de mi vida aún no ha llegado.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Los ladrones fueron robados por otros. Y sin duda la rubia era parte del plan. Permitiendose ser cruel.
Que buena historia.

SIL dijo...

Cuando arrasa el amor, se terminan las prudencias, los raciocinios, los amparos.

Abrazo.