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6 de marzo de 2014

Aceptación de la condena

Arremoliné las nostalgias y las escondí en un rincón, esperanzado de quedar a solas con mi tristeza. Pero me equivoqué. Aparecieron las sombras del ocaso, trayendo consigo las risas de los cobardes. Las escuché a mis espaldas durante horas y horas. Los barrotes, firmes, vigilantes, cortaban con su filo ausente la luz de la luna, que a duras penas llegaba a mis pies, lacerada por la noche.
Escuché los quejidos ajenos, distantes a pesar de la cercanía. También los pasos de ellos, los de botas largas y miradas vacías. Solo sus pasos, nunca sus rostros. Y voces. Algunas audibles, otras profanas. Palabras sueltas, algunas plegarias. La cornisa infame de la locura.
Acurrucado, bajo la única sábana, traté en vano de conciliar el sueño luchando inerte ante la vil traición de los párpados. El aire errante me trajo aromas lejanos, provocadores. De otros mundos, de otra vida.
Solo la imagen cabal y sensata de mi condena me guiaba en la oscuridad, sin temor a perderme. Solo la conciencia de ser culpable, mantenía erguida mi cordura. En aquella celda había encontrado el hogar jamás soñado. Sin excusas, sin pretextos. Con una mueca triste y resignada. Apartando los recuerdos, despejando la mierda. Solo el presente, minuto a minuto.
Diluyendo la vida, como en una pendiente. Dejándola ir, pero sin desesperarme. La eternidad por delante, detrás de estos barrotes, de este traje, de esta sábana. Justamente. Sin disculpas.

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