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8 de enero de 2014

La maldición del Macu

Enero no es una buena época para reunirse. Demasiado calor, vacaciones que se deben programar con la familia, las rutas repletas de turistas. Pero no reunirse en enero es, para nosotros, una cuestión de vida o muerte.
No importa lo que tengamos que hacer, la situación en la que nos encontremos, o bien, dónde estemos. El segundo sábado de enero es una obligación juntarnos. Puede parecer obsesivo y hasta exagerado, pero créanme que se trata de una necesidad de supervivencia.
La primera vez que nos juntamos fue para celebrar el término de nuestra vida en la escuela secundaria. Éramos muy pibes. La juntada la íbamos a hacer en diciembre, pero estaban los finales de los que se llevaron materias. Después llegaron las fiestas y los primeros días de enero fue difícil organizar porque algunos estaban lejos con sus familias. Pero el segundo sábado de enero, estábamos todos, los veintitrés varones del curso.
Le pedimos prestada la casa quinta a los padres del Juanchi bajo promesa de no destruirla. Compramos varios cajones de cerveza, chorizos, pan y carbón. Mediodía comiendo y tomando, tarde con pileta y chupi y noche con otra ronda de cajones de cerveza que los más enteros, salieron a comprar.
Entrada la noche, chupados todos, empezamos con la estupideces. Algunos quería jugar a la ouija, pero por suerte otros señalaron oportunamente que no teniendo la tabla, no se podía hacer nada. Hubo quien propuso el juego de la copa, pero el Juanchi, temiendo que le destrozaran la cristalería a sus padres, se opuso terminantemente.
Entonces, discusión va, discusión viene, el Macu se puso de pie y se instaló en el centro de la habitación. El Macu era el más divertido de todo, pero provenía de una familia bastante rara, o al menos, eso era el comentario en la ciudad. Su padre estaba preso en el extranjero, por razones que ignorábamos por completo, en tanto su madre se ganaba la vida tirando cartas, haciendo lectura de manos y según decían las malas lenguas, haciendo magia negra por las noches.
Pero el Macu, distante de los dichos populares del chusmerío barato, siempre nos había parecido un chico normal, salvo días en que llegaba al colegio con ojeras gigantes, sobre las que ninguno hacía comentario alguno.
Parado delante de todos, aunque a duras penas de pie, por todo lo que había bebido, elevó las manos en alto. Percibimos entonces que en su mano derecha tenía un cuchillo. No nos dio tiempo a pensar nada, porque actuó rápido. Se hizo un tajo en la palma de la mano izquierda y con la sangre que comenzó a salir de la herida, se hizo una raya en la frente y otras en las mejillas. Cerró los ojos y se dejó caer en cuclillas, de manera sorprendente y podría decirse, sobrenatural.
Cuando abrió los ojos, los tenía en blanco. Dimos todos un respingo haca atrás. Luego, con tono de voz grave, comenzó a recitar frases que nos eran desconocidas, provenientes quizá de algún viejo libro de hechizos. Palabras terminadas con sílabas impronunciables, largas, envueltas con un hao oscuro, que daban miedo.
Finalmente habló en castellano, pronunciando los nombres de cada uno en voz alta, siguiendo el orden en que estábamos sentados. Sus ojos se tornaron familiares nuevamente, pero no así su semblante, totalmente ajeno a lo que conocíamos. Las oraciones siguientes, las más espeluznantes que he escuchado en mi vida, sonaron lejanas, como provenientes de una cueva, o una tumba.
- Los aquí nombrados ante las divinidades de los recónditos rincones de la oscuridad, se redimen ante ti, oh gran  profeta y juran lealtad eterna, so pena de muerte en caso de quebrantar los votos presentados. Ellos volverán a ti cada año, el segundo sábado de enero y si así no fuera, el que falte, o uno de los que falte si son varios, deberá morir. Y cada cuatro años, si alguien faltara, la muerte podrá tomar a cualquiera. Con mi sangre, sello ahora mismo el pacto.
Sus ojos se apagaron un instante y luego, se desplomó con fuerza hacia atrás. A pesar del sonido estruendoso de la cabeza dando en la baldosa, ninguno se adelantó hacia el Macu para ver como estaba. En pedo y todo, aquello no nos gustó nada.
Cuando volvió en si, cinco minutos más tarde, la mayoría seguía aún en la habitación, esperando algún tipo de explicación. Los que habían salido al patio, habían ido a fumar, claramente nerviosos.
El Macu se reía como loco cuando le contamos lo que había hecho. Le echaba la culpa a la cerveza y nos tranquilizaba diciendo que era una estupidez, un juego estúpido aprendido de su madre (jamás hablaba de ella, pero con seguridad sabía que nosotros estábamos al tanto de lo que se decía) y que no debíamos darle la menor importancia.
Si bien la joda continuó, el humor había cambiado. Aquellas palabras nos parecían una pelotudez. Si el Macu las hubiera dicho jugando, cagándose de risa como lo hacía siempre, no nos hubiéramos asustados. Pero la figura que estaba delante de nosotros no estaba borracha ni era el Macu.
Finalmente lo convencimos para que, si aquello era un hechizo o algo por el estilo, lo deshiciera. Se fue al amanecer prometiendo que le preguntaría a su madre y se lo haría cancelar a ella, que era la experta.
Estaba tan molido que dormí catorce horas seguidas. Supongo que la mayoría terminó de la misma manera. Me despertó el teléfono del pasillo y mi padre llamándome desde la puerta de la habitación.
- Facundo, levantate. Es el Negro, dice que tiene una mala noticia.
Era mala. Muy mala. El Macu había muerto. A la tarde se había perdido el conocimiento. Se lo llevaron al hospital y allí descubrieron que tenía un derrame cerebral, producto de algún fuerte golpe. A partir de allí fue un infierno. Tuvimos que testificar, porque creían que alguien lo había golpeado en la casa quinta del Juanchi. Afortunadamente todos dijimos lo que vimos, que el Macu se había golpeado la cabeza, porque estaba borracho. Fueron días difíciles, un verano que esperábamos terminara de una buena vez, para olvidarlo para siempre.
La madre del Macu se enojó con el grupo. No recuerdo quién tomó coraje para decirles en nombre de todo lo apenados que estábamos, pero sin perder oportunidad de consultarle si Macu le había mencionado algo de un hechizo. La madre no respondió, solo miró con ojos fulminantes.
Estoy seguro que sabía a lo que nos referíamos y en esa mirada, dio su veredicto: Qué se caguen.
Ese año fue para muchos, el primero lejos de nuestras familias. El estudio en una universidad, instituto, fue la excusa para alquilar solos o con amigos. Otros comenzaron a laburar y los que no habían ni una cosa ni la otra, se la tiraron de vagos, con la promesa de hacer algo el año entrante.
Fuimos perdiendo el contacto como grupo, algo que jamás pensamos que sucedería. Las nuevas experiencias y amistades nos iban acortando los tiempos para seguir conviviendo con el pasado. De todas maneras, tratábamos de vernos. Jamás todos juntos, pero si en pequeños grupos. Llegando a fin de año, Juanchi, que era uno de los que no hacía nada, me llamó por teléfono al departamento.
- Facundo ¿le voy pidiendo este año la quinta a mis viejos?
Y si bien su pregunta llevaba implícita otra detrás, jamás tuvo necesidad de hacerla.
- ¿Vos decís que es necesario? - respondí, consciente de lo que le urgía en la cabeza,
- No sé, me parece. En todo caso, un homenaje al Macu. Mirá, yo la pido y les aviso a los chicos. Vos, que ves más a los que están fuera de la ciudad, avisales a ellos.
Ese diálogo fue en noviembre. El siguiente llamado del Juanchi fue el jueves previo al segundo sábado de enero.
- ¿Les avisaste, no?
- A los que pude - confesé, porque mucho no me había preocupado.
El silencio en la línea fue quizá el deseo de insultarme, por no tomarme a pecho la situación.
- Está bien, veremos que pasa. Te espero. Compro las cervezas, después repartimos los gastos.
No había felicidad en su voz, aquello no era un simple encuentro de amigos. Era una prueba.
Estuve a punto de irme a pescar con mi viejo, pero a último momento lo llamé al Negro y le dije de ir. De aquel grupo de veintitrés del año último, éramos solo diez. El Juanchi mostró su enojo, primero conmigo, porque estaba seguro que no había invitado a los que pude haber llamado y después con algunos más, a los que según se veía, les había hecho un encargo parecido.
Intentamos tranquilizarnos y abrir algunas de las botellas. Luego aparecieron las cartas y largamos con el truco. Para la tardecita el clima era otro. Y en cierto sentido, estaba agradecido de haber ido. Después de todo, había sido un año en los que a algunos, ni había vuelto a ver. Tomamos y hablamos aún más. A la noche, nos despedimos con la promesa de volver al año siguiente, aunque seguros que eran solo palabras sin respaldo alguno.
Al mediodía siguiente, mientras compartíamos los tallarines caseros que había traído mi abuela, tocaron la puerta. Me levanté con velocidad, entendiendo que era al único que podían estar buscando. Por algún motivo, estaba esperando que alguien llamara o golpeara a la puerta.
El rostro del Juanchi era un manto blanco, apenas se le veían los ojos y la boca, apretada, casi arrancándose un labio con el otro.
Lo miré fijo, haciendo una pregunta sin abrir la boca. No soportaba verlo así.
- El flaco Pereyra - me dijo - Lo tenías a cinco cuadras en Rosario, hijo de puta. Lo tenías a cinco cuadras y no le avisaste.
Me enojé. Por un lado, porque él bien podría haberlo llamado. Por otro, porque era cierto, le pude haber dicho. Pero sobre todo, porque la puta maldición era cierta.
- ¿Cómo? - fue lo único que atiné a decir.
- Iba en bicicleta y una moto no pudo frenar en un semáforo. Se lo llevó puesto. Dio la cabeza contra el pavimento.
Guardamos silencio mirando hacia ninguna parte.
- ¿Te das cuenta, no? - continuó, casi en un hilo de voz - Es verdad Facundo, el Macu nos condenó a todos. Así que no seas pelotudo, el año que viene tenemos que estar todos. Y el siguiente, y el otro. Siempre.
- Pero eso es...
- Eso es mantenernos vivos.
Y eso hacemos, desde hace treinta años. Ahora solo somos trece. Solo dos murieron por razones ajenas a la maldición del Macu. El resto, por haber faltado alguien. Desde hace diez años, no falta ninguno. El último en irse fue el propio Juanchi. Había ido, pero le tocó la muerte por azar, ya que dos no asistieron. Por suerte había dejado hecho un testamento y nos cedió la casa quinta para juntarnos cada año.
Ahora mismo estoy en viaje, recorriendo los últimos doscientos kilómetros hasta la ciudad que me vio crecer. Parece mentira, pero la distancia no hace que uno se permita olvidar por más que quiera. La oscuridad nos atrapa cada año, obligándonos a volver. Si uno olvida, está condenando a otro o quizá, a uno mismo.
No es fácil la amistad en estos términos. Parece una ruleta rusa. Un ritual criminal. Vernos las caras no nos agrada, pero al menos, nos relaja. Si el número es el correcto, tenemos un año más de respiro. Si un rostro falta, sabemos que el tambor del revólver ha echado a rodar: la suerte puede jugar para cualquier lado.
Suerte y muerte se diferencian tan solo de una letra. La M de Macu.

4 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

El relato deja un misterio sin develar, que le da cierta inquietud, es el motivo de Macu para lanzar el hechizo.

el oso dijo...

Buenísimo, Neto, no será el ritual del Noshe en cada joda, pero...
Abrazo

SIL dijo...

Dice Sabina que la muerte es sólo la suerte con una letra cambiada.


Hay una metáfora en la historia, que a veces la vida tiene trampas mortales que no nos dejan salida, y nos condenan para todo el viaje.



Abrazo.

Anónimo dijo...

Sil te amo!