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4 de octubre de 2013

Un gran día (2da parte)

La ambulancia ganaba paso entre los coches que marchaban más lento, mientras sus sirenas destrozaban los tímpanos y sus luces encandilaban a quienes la observaban pasar. Más atrás, a una calle o calle y media, venía otra.
Podía ver los rostros asustados detrás de los parabrisas de los vehículos que les daban paso. Ignoraban que sucedía más adelante, pero sospechaban de algo grave. Había mucho movimiento, gente escapando por las veredas. Yo también iba en dirección contraria a los hechos, pero no corría. No debía hacerlo. La voz de aquella mujer me obligaba a manejarme con cuidado.
Y mientras avanzaba, sin saber hacia donde, rezaba para que la llamada no tuviera ningún nuevo inconveniente.
- Siga caminando Martín, nosotros le diremos cuando detenerse.
La mujer seguía allí. Por momentos hacía silencio, se escuchaba el sonido de papeles, de una lapicera tomando notas, y luego, otra vez hacía vibrar las cuerdas vocales, desplegando alguna oración que me tenía como destinatario.
- Recuerde Martín, que si la llamada se corta, alguien muere.
Asentí. Lo sabía, lo había visto, no me quedaba la menor duda que sería así. Me embargaba una impotencia enorme. Por cada vez que se cortaba, alguien moría. Entonces fue que se me ocurrió la idea. Exigía un sacrificio, pero le pondría fin. Cortaría la llamada, alguien moriría, pero ya no volvería a atender. Dejaría que suene, o aún mejor, arrojaría el aparato lejos.
Tenía que encontrar el momento o bien, esperar a que la señal se perdiera una vez más. Rogaba que sucediera lo segundo. Sería como en el juego de la silla, cuando la música se acaba, encontrando por sorpresa a uno cerca o distante de la silla.
Sin embargo, me decidí a terminar la llamada cuando pisé la vereda de la plaza. Había mucha gente, si querían matar a alguien, podrían hacerlo entre la muchedumbre. En medio de la dispersión arrojaría el teléfono y huiría para siempre de aquella pesadilla.
Apreté el botón rojo del teclado pero sin alejar en ningún momento el celular de la oreja. No quería que vieran que lo había apagado. Fue instantáneo. El disparo pareció pasar delante de mis ojos, como una ráfaga. Una chica que andaba en patines quedó desparramada en el suelo, con un gran manchón rojo entre sus cabellos castaños.
Ese era mi momento. Tiré el celular dentro de un recipiente para la basura y salí corriendo, mezclándome entre la gente que corría escapando del lugar, agachando infantilmente la cabeza como si con ese simple gesto quedaran protegidos de un posible balazo.
Entonces, escuché otra detonación y una señora que apenas podía apurarse, porque empujaba un carrito de las compras, cayó a un metro de donde estaba.
De inmediato, otra estampida de gente. Y un nuevo disparo. Un niño con delantal de la escuela, quedó tendido a mis pies. Me paralicé. Miré para todos lados. Nadie sabía hacia donde correr. Un coche policial se detuvo al borde de la vereda. Me acerqué a ellos, con el deseo de contarles lo que estab ocurriendo y de pronto, el uniformado que salía del vehículo estalló (su cabeza) en un millar de diminutas gotas de sangre.
Aquello estaba sucediendo porque había abandonado el celular. No había otra respuesta. Quería gritar, pedir auxilio, pero estaba solo, en el sentido que si quería detener lo que estaba pasando, debía correr a buscar el teléfono.
Mis piernas doblegaron el esfuerzo, a pesar que los pulmones clamaban por piedad, a punto casi de explotar, sobreexigidos. En el apuro, me equivoqué de cesto de basura y un hombre mayor, que se había apoyado en un árbol buscando refugio, pagó las consecuencias con un tiro entre los ojos.
Divisé el lugar donde lo había tirado y corrí con mis últimas fuerzas. A medida que me acercaba, podía escuchar que estaba sonando. Me abalancé sobre la basura, metí medio cuerpo dentro del tacho y agarré el celular. Contesté en una fracción de segundos.
- ¡Basta! ¡Basta por favor! - grité con un hilo de voz, dejándome caer sobre el césped húmedo. Vi entonces que tenía sangre en mis pantalones, manchado con la sangre de alguna de las víctimas.
- Ahora sabe, Martín Balbastro, lo que sucede si usted abandona el celular. Hasta que no lo conteste, seguiremos matando gente a razón de una cada treinta segundos. ¿Entendió?
Cerré los ojos, había dejado de ser una pesadilla, era el infierno mismo.
- Repito ¿Entendió?
Querían una respuesta y yo solo quería dejar de existir.
- Si - contesté, y a pesar de querer insultarlos, demostrarles mi ira, guardé silencio.
- Se corta la llamada, alguien muere. Si no contesta, alguien muere. Todo depende de usted, Martín. Téngalo en cuenta.
A duras penas, de la peor manera, acababa de comprenderlo.

(continuará...)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Está muy bien escrito. ¿Corregís mucho tus trabajos? Un saludo y felicitaciones-

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Parece que el personaje está dominado, pero tal vez dé una sorpresa. El detalle es cada vez le importan menos las consecuencias. ¿Quien será la mujer misteriosa?

mariarosa dijo...

Dios mío, que terror...

mariarosa