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19 de abril de 2013

Cómplices de por vida

Nunca creímos las historias que surgían en torno al fuego, en esas rondas nocturnas en campos de amigos. Nos sentíamos grandes como para tragarnos ciertos cuentos. Sin embargo, las que narraba el viejo Lucas nos dejaban con un  nudo en la garganta. Es que Lucas pocas veces hablaba y lo que era peor, cuando lo hacía para relatarnos algo, jamás sonreía. Terminaba la última oración con un tono lúgubre, apagando de a poco su voz, que al mismo tiempo era una daga que nos clavaba en la razón.
Cierta vez le pedimos a Paula, su sobrina, que no lo invitara, pero se ofendió con nosotros. Lucas era un tipo solitario, que jamás se había casado y vivía recluido en una casa muy modesta, a metros del río Paraná. Accedía a ir a nuestros fogones por la simple razón que la comida (para él, por ser invitado) era gratis.
Las últimas veces lo habíamos visto con la salud bastante deteriorada. Tosía mucho y se quejaba de dolores en todo el cuerpo. Su sobrina quiso llevarlo al médico, pero se opuso a la idea y no hubo forma de convencerlo.
Aquella noche en que murió, delante de nuestros ojos, había estado peor que nunca. Su tos era constante y apenas si había probado el asado que habíamos hecho. En el momento del fogón, oíamos su tos por encima de las voces. Alguien, no recuerdo quien, se ofreció a llevarlo a la guardia médica del hospital, pero no quiso saber nada.
Lucas, a pesar de su malestar, pidió la palabra.
- Quiero contarles un relato, el último que van a escucharme. Porque cuando termine de contar esta historia, lo único que me quedará, será irremediablemente morir.
Algunos rieron, otros vitorearon con sonidos guturales. Será que siempre le tuve miedo a sus relatos, pero la única sensación que tuve fue la de una tragedia. Le tomé la mano a mi novia y me di cuenta que ella sentía el mismo pánico en su interior.
Superando los accesos de tos, fue abriéndose paso en una historia que lo tenía como protagonista. Pero el viejo Lucas se había convertido en un joven de veinte años.
- Entonces tenía un grupo de amigos muy grande y estaba de novia con María Laura, una chica muy hermosa de Fighiera que venía a Villa Constitución casi todos los fines de semana. La excusa para la familia era que venía a misa, pero en realidad venía a verme a mí. Mi oficio era la carpintería, como mi abuelo. Pero ese verano, hace cuarenta años, cambió mi vida.
Tenía algo que nos hipnotizaba en cada relato. Estábamos seguros que inventaba la mayoría o magnificaba otros que pueden haber sido ciertos. Pero las maneras de contarlos, las pausas, las entonaciones o esos silencios macabros que realizaba, hacían de la experiencia de escucharlo, uno de los momentos más recordados de cada fogón. Esa razón era suficiente para que la mayoría quisiera que siguiera yendo. Otros, sentíamos un terror reptante, que parecía adueñarse de nuestra razón. Y sin embargo, nos decíamos sin convencimiento, que ya éramos grandes para tener miedo.
 - Por las noches, iba al río a pescar. – prosiguió contando, luego de hacer un alto para toser durante un minuto completo – Era una vieja costumbre, que empezó cuando apenas tenía cinco años y mi papá me llevaba. Pero la bebida lo mató joven y esa rutina en lugar de morir, se transformó en la mejor forma de recordarlo. A los veinte años, era un pescador experimentado. Solía subirme a una canoa e internamente Paraná adentro, con la única compañía de la luna en lo alto.
“No existe el silencio en el Paraná. Hay sonidos de todo tipo. Si uno cierra los ojos, puede imaginar el mundo que lo rodea. Incluso el agua pareciera decir algo. Y uno, con el tiempo, interpreta los mensajes, los asimila. Con los años, uno sabe si el tiempo va a cambiar, si conviene volver a tierra, si habrá pique, si existen peligros. Tantas horas uno pasa en el lugar, que se transforma en parte de él.
Aquel sábado tuvimos un entredicho con María Laura. Estaba por llevarla en la canoa y entonces empezamos a discutir. No recuerdo la causa. Ella se enojó y se marchó, sola. La observé alejarse por la orilla del río. Me la imaginé subiendo por algún camino de la barranca, probablemente llorando. En lugar de ir tras ella, empujé la embarcación al agua y comencé remar.
Volví recién a media mañana. Dos oficiales de policía estaban preguntando por mí en las inmediaciones. Mientras aseguraba la canoa dieron conmigo. Tenían rostros de muerte. Fueron directos.
- Conoce a María Laura García.
- Si, es mi novia.
- ¿Cuándo la vio por última vez?
- ¿No llegó a su casa?
- Responda la pregunta, señor.
- Aquí mismo, anoche… ¿no saben donde está?
- Si lo sabemos, por eso estamos acá.
- ¿Dónde está?
- En la morgue del hospital.
Me detuvieron y me llevaron a la comisaría. Me interrogaron durante tres horas. Querían saber cuándo la había visto, si habíamos discutido, las razones y por qué la había matado. Pude responder todas las preguntas, menos la última. Me mostraron sus ropas ensangrentadas, las sandalias que llevaba puestas y la piedra que se había utilizado para asesinarla. Un golpe certero en la nuca, que no le había dado oportunidad de defenderse.
Pregunté cuál era la razón por la que sospechaban de mi persona y la respuesta fue tan sencilla como contundente: no le habían robado nada.
Mi coartada también era simple, había estado pescando en el río toda la noche. Tenía como prueba los pescados atrapados, pero no había testigos ni forma de demostrar la hora en la que había partido.
Aquel fue un año horrible. Sus familiares me perseguían, mis amigos se alejaron, los vecinos comenzaron a mirarme feo. Cada tanto tenía que ir al juzgado a declarar, mientras seguían buscando pruebas que me incriminaran. Finalmente la causa quedó inconclusa y jamás se supo la identidad del asesino de María Laura. Pero sobre mi nombre se extendió una mancha indisoluble. Tuve que dejar la carpintería e incluso alejarme de mi casa. De a poco me fui construyendo el rancho donde vivo hoy en día, donde muero hoy en día, poco a poco. E hice del río, ese cómplice nocturno, mi refugio, mi fuente de alimento, mi forma de ganarme la vida.
Pero ustedes son testigos de mi empeoramiento. Mi salud se resquebraja como la piel de un dorado, al abrirla con un cuchillo. Mis horas se acaban, se hunden en la oscuridad, como hace cuarenta años se hundieron los sueños de María Laura en un pozo sin regreso.
Todos se olvidaron de aquel crimen, incluso, supongo, con los años su familia. Se resignaron a su ausencia. Pero yo no puedo. Me acompañan los ojos de María Laura donde vaya. Es mi maldición. Mi justa maldición. Por no haber ido tras ella, por dejarla partir. O por creer, en realidad, que no lo hice. Por tratar, todo este tiempo, de engañarme con esa historia. Por eso hoy, les cuento el espanto de la verdad. Les confieso que hace cuarenta años mentí. Que fui detrás de ella, y luego que me dijera mirándome a los ojos, que había miles de hombres mejores que yo en la vida, le robé la suya con una piedra que alcé del suelo, ni bien me dio la espalda.
Huí al río y hasta pensé en no volver. Pero regresé. Creí que podría enfrentar la culpa, pero me rehusé con tesón. Arrojé una capa de mentiras para sobrevivir y aquí estoy, viejo, solo, moribundo y culpable. Hay una sola razón para contar esta historia: no quiero morir con esto dentro”.
El viejo Lucas silenció su voz, apagándola de a poco, como era su costumbre, pero en lugar de permanecer en silencio, sentado en su lugar, se puso de pie y avanzó hacia el fuego. Pero apenas hizo dos pasos, se desplomó en el suelo. Lo supimos de inmediato, había muerto.
Como nunca, el horror nos tocó a todos, nos traspasó como jamás nos había sucedido. Porque esta vez no éramos unos pocos los que nos sentimos mal, sino el grupo. Aquella verdad, adherida a una mentira tanto tiempo, nos había salpicado a todos. El nudo no era ahora en la garganta, sino en el corazón.
Y esta vez, podía estar seguro que lo que había escuchado había sido cierto.
Permanecimos en silencio unos minutos, el cuerpo tirado al lado del fuego. Irónicamente, la noche había terminado. No recuerdo quién llamó luego una ambulancia. Sin embargo, lo que me aterra aún más que el relato en sí, es que nadie tuvo la valentía para llamar también a la policía.
Cómo el río, también nos convertimos en sus cómplices. Y viviremos con esa verdad, el resto de nuestras vidas.

2 comentarios:

SIL dijo...

Buenísimo Netito, digno de un relato de Poe.


Abrazo grande.


SIL

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Buen relato. Manipulador era ese personaje, haciendo creer que era inocente, cuando era culpable. Incluso intentó engañarse a si mismo. Algo que no logró. Como salir indemne. La ley no pudo castigarlo, pero de eso se ocupó él. Aunque los amigos no piensen lo mismo.