Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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23 de noviembre de 2012

La historia de las bananas

Día por medio nos reuníamos con un grupo de amigos en el bar de Diego, a media cuadra de la cortada. Elegíamos un horario después de la cena, una breve excusa para poder charlar un rato mientras nuestras mujeres miraban alguna novela de la noche o uno de esos programas con bailarines y puteríos.
No siempre podían ir todos, pero podría decirse que era una barra estable. Cuatro o cinco fijos y algunos que se sumaban. Toda gente piola, salvo un par de casos, que por suerte no iban mucho. Como Fermonato, el dueño de la lavandería frente a casa. Bastante me costaba soportarlo en el día a día, cuando se cruzaba a comentarme sobre sus problemas con el negocio, como para tener que compartir una mesa en el bar del barrio. De todas las maneras, si debía hacerlo, lo hacía.
¿Qué me molestaba de Fermonato? Sucede que Enrique, así es su nombre, tendía a macanear. No solamente a exagerar, sino a inventar puerilmente.
La noche anterior cayó cuando ya habíamos pedido una ronda de café.
- ¿Café? Diego, tráeme un whisky, que para tomar café me quedo en casa.
No faltó quién en tono jocoso no lo invitara a volver a su casa, pero Fermonato lo tomó como una broma, ignorando el doble sentido. Acomodó una silla entre Felipe y Néstor, quedando justo frente a mi. Mientras revolvíamos el café y algunos lo saturaban de azúcar, él se puso a jugar con su vaso, meciéndolo de un lado a otro, haciendo que el whisky resbalara por las paredes internas del mismo.
- ¿Lo querés marear? - le dijo riéndose el pelado Alvarez.
Sonrió, como hacía siempre, con un dejo de superioridad que poco entendíamos. Se llevó el vaso a la boca y tras inclinarlo levemente, lo volvió a la mesa, sin siquiera beber un sorbo.
- ¿Les conté lo que me pasó con las bananas? - preguntó repentinamente.
Paseó su mirada por cada uno de nosotros, al tiempo que empezaba a jugar otra vez con el vaso. Ninguno quería decirle que no, porque temía que se lanzara a una de sus mentiras atroces, que tanta bronca nos daban. Y tampoco nadie se animaba a asegurarle que si, que la había contado, porque en el momento que él retrucara con el ¿y que les conté? no sabría que decirle. Estábamos condenados. Podía verlo en los rostros que rodeaban la mesa. Y en el de Fermonato, lo único que veía, era el semblante feliz de un mentiroso a punto de comenzar a hablar.
- Les voy a contar, entonces - disparó, acribillando nuestra esperanza de una noche amena, de diálogo fluido y honesto, como para llegar a casa descansado y de buen ánimo. En cambio, teníamos por delante un café humeante y tentador, pero también a un versero insoportable
- El fin de semana me fui al centro, a la verdulería. A una en serio, no como la que tenemos acá a la vuelta. Y perdoná que lo diga así Guillermo, ya sé que es de tu primo, pero seamos sinceros, no tiene nunca lo que uno busca. Y a mi se me había antojado comer arándanos. Son muy ricos y sanos, sobre todo si andás con problema de infección urinaria. En el centro de los venden en unas bandejitas de plástico. Ojo, no son baratos. Pero puedo darme el gusto, claro que si, carajo. El tema es que estando ahí, me acordé que en casa no había bananas. Vieron que son muy buenas por el potasio que tienen. Y son ricas, vamos, debe ser de las frutas más sabrosas. Sobre todo si le metés encima dulce de leche. Mi viejo las comía con miel. Una delicia, pero a mi un poco me empalaga de esa manera. La cosa es que lo que estaban baratas, compré dos kilos. Unas bananas hermosas. En total habré gastado unos cien pesos. Me traje de todo, eso si. El baúl del auto lleno. No traje más porque había ido solo, y cargar todo en el coche lleva tiempo y esfuerzo. Me quedé con ganas de traerme una sandía que tenía una pinta bárbara, pero ya era mucho. Pero vuelvo a las bananas. A la noche me separé dos para después de la comida. ¡Un aspecto tenían! No veía la hora de terminar el guiso de polenta que había cocinado mi mujer. Así que se imaginarán, ni bien le pasé el pan al plato, agarré una banana, la pelé y...
Fermonato se quedó en silencio, manteniendo en su cara una sonrisa misteriosa, totalmente estudiada, que tenía la única intencionalidad de encontrar la voz interrogante que rompiera el silencio entre los escuchas y dijera: "¿Y qué pasó?.
Pero la verdad era que pocos le habían seguido el hilo a sus palabras y aquel abrupto silencio más que llamar la atención, había sacado del letargo a más de uno. Un par disimularon llevándose el pocillo a la boca. El bache en la conversación comenzó a tornarse incómoda, así que no pude con mi genio y pregunté de mal modo.
- ¿Vas a terminar de contar o podemos seguir hablando de otra cosa?
Pero era resistente a todo. Fermonato, no yo. Ni se inmutó por la indirecta. Tomó mis palabras como el pie para continuar.
- Y entonces - prosiguió - ví lo que vi. La banana era de color rojo. La misma textura, el mismo aroma, pero completamente roja. La primera reacción fue de susto. ¿Qué era aquello? ¿Una banana en mal estado? Jamás había visto que cuando se pasara, se pusiera de ese color. Marrón, negra a lo sumo. ¿Pero roja? Tuve un pálpito. No podía ser la única. Agarré la otra banana, la segunda que había apartado para comer como postre. La pelé de inmediato. Y vaya sorpresa, ésta era azul. Si, azul. Un azul como el de la camiseta de Boca. ¡Esto no puede ser! grité en voz alta y mi mujer, que había ido a la cocina a llevar los platos, apareció con el repasador en la mano, asustada por escucharme hablar tan alto.
- Enrique, frená, porque no te creo ni medio - le dije, ya al borde de sentirme ofendido, porque si pensaba que íbamos a creerle, era porque nos trataba de tontos.
- ¿Qué hice entonces? - continuó como si mis palabras no hubiesen existido - Fui a buscar las otras, que estaban en el frutero. En realidad ahí había cuatro, porque debían compartir el espacio con manzanas, naranjas y peras. Las otras aún estaban en la bolsa. Las busqué todas. Mi mujer me decía "¿qué hacés?" y también me preguntaba "¿por qué pintaste las bananas?". Les juro que me hizo reír. ¡Pintar las bananas! Entonces, delante de ella, tomé otra banana y le dije "gorda, mirá bien esto, te vas a caer de culo". Agarré el cabito y le di un tirón hacia abajo, quitándole parte de la cáscara. Quedó al descubierto una banana verde. ¡No se imaginan la cara de la Elsa! Estaba como loco, busqué otra banana. ¡Amarilla fluor! Saqué las que estaban en la bolsa. Una rosa, otra violeta, una color naranja, dos celestes y una dorada. ¡Increíble, no creen!
No hubo comentarios, solo miradas lacónicas. Aproveché para tomarme lo que quedaba de café. Enrique había dejado el vaso otra vez en la mesa. Alguno carraspeó. Diego detrás de la barra puso en marcha el freezer. Un coche pasó por la calle, llevándose el sonido a un punto distante.
- Increíble, vamos. ¿O me van a decir que habían escuchado un caso igual?
- Enrique, no vamos a creernos ese cuento, dejate de joder - le dije - ¿Sacaste fotos, las guardaste, que hiciste? Demostranos que alguna vez decís la verdad, viejo.
- ¿Decís que estoy mintiendo? - la voz se le puso pastosa. Se levantó, ofendido y dio un paso atrás. Luego volvió por su vaso, se lo llevó a la boca y lo vació de un trago.
- Tranquilizate Enrique - le dijo Felipe - Sucede que es algo inverosímil lo que decís.
- ¡Vos tampoco me creés! Y si, miren dónde están, no le puedo pedir peras al olmo.
- Claro, porque vos sos un ejecutivo y vivís en París - infantilmente me estaba enojando.
- Calmate - me pidió Néstor.
- La verdad, cada noche dudo entre venir o no. Son unos perdedores. Eso son - Fermonato amagaba a irse.
- Está bien, no te calentés, contanos que hiciste con las bananas, dale, ahora no nos dejés con la intriga - Felipe lo conocía bien, sabía que endulzándolo, las aguas iban a calmarse.
- ¿Qué hice? Las había pelado a todas, no podía guardarlas así, entonces las junté a todas en un plato y las pisé. Después le metí cuatro cucharadas grandes de dulce de leche y flor de postre que me preparé. ¡Un colorido! Y el sabor, no se dan una idea.
- ¿Tenían el mismo sabor que una banana común? - quiso saber era Néstor.
- ¡No! ¡Qué va! Mil veces más ricas.
- ¿Y no volviste a la verdulería, aunque sea para comentarle al dueño?
- ¡Mirá si voy a avivar giles! ¿Vos te creés que si alguno tiene al misma suerte que yo, le iría con el cuento al verdulero? No, si se entera las saca de circulación. Deben ser bananas especiales, de vaya a saber dónde, que se las guarda él. 
- ¿Y si no le sacaste fotos, no guardaste ninguna... de qué te sirve esta anécdota? Más allá de nosotros, quién te va a creer - volví a insistir con el tema del macaneo, cuando los demás me pedían un poco de ubicación, más teniendo en cuenta que se trataba de Fermonato.
- ¿Cómo de qué me sirve? ¡Bananas de colores, Pascualito! ¿Te das cuenta lo que es eso? ¡En la puta vida te va a pasar, ponele la firma!
- Y con eso qué, ¿cagaste soretes de colores después?
Si, ahí me fui al carajo. Fermonato dejó el vaso sobre la mesa con violencia y me retó a pararme. Permanecí sentado, mientras los demás le pedían calma ahora a él. Diego pidió orden desde la barra y al cabo de unos minutos, entre ademanes y palabras amenazantes que al otro día todo olvidaríamos, Fermonato se fue del bar.
- Si ya sabés como es, para que lo prepoteás, dejá que hable, tome algo y se vaya a su casa. Seguro que la mujer lo tiene cagando y nos usa a nosotros como descarga - me dijo Felipe.
- No tengo la culpa de eso y tampoco estoy como para aguantarme los disparates que dice - argumenté.
- Tampoco es para tanto - acotó Guillermo - Hay que reconocer que tiene imaginación. Cómo la vez que contó de los patos que tarareaban rock.
- ¿Te acordás? Fue mortal esa - dijo Néstor - Esta se fue un poco de mambo, la de los patos fue mejor.
- No le den manija, por favor - pedí, algo ofuscado.
- Cortala Pascual - me dijo Felipe - Imaginate por un instante que sos escritor y no tenés que contar, sabés lo que darías por una imaginación como la de este infeliz. Hay que valorarle la inventiva.
- Si fuera escritor no perdería el tiempo escribiendo sobre bananas de colores. Eso te lo aseguro.
- Pero no sos escritor.
- No, no lo soy. Pero si lo fuera, lo último que escribiría sería sobre un tipo que macanea y le hace perder el tiempo a sus conocidos en la mesa de un bar. Sería a su vez una forma de hacerle perder el tiempo a la persona que está leyendo.
- Menos mal que no sos escritor entonces.
- Si, menos mal.
- ¿Gente, otro café, o mejor pedimos la cuenta?

2 comentarios:

SIL dijo...

Jajaja


ja



=D



:P

A PAPÁ MONO CON BANANAS VERDESSS!!!!


=)


Un abrazo, Netito.

el oso dijo...

En vistas de que la amiga Sil me primereó con el comentario, diré que Enrique solía rodearse de una manga de insensatos como él...
Abrazo