Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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21 de febrero de 2012

Ciudad del odio

La gran ciudad es un laberinto existencial, con mil caminos posibles y muy pocas salidas. Demencialmente se internaba cada día en sus fauces hambrientas, dejándose devorar por el caos y el vértigo, la urgencia y el tiempo.
Vivir para sobrevivir y sobrevivir para vivir, un juego de palabras angustiante que se convierte en rutina y sofoca en silencio, casi en la ignorancia del que lo sufre. Y lo sufre la mayoría en aquella gran ciudad. Rostros anónimos que se cruzan sin mirarse, que si sostienen las miradas lo hacen solo para ver el semblante aturdido del otro, como si ese acto justificase la sensación interior de resignación.
Inés era parte de ese andar sin sentido. Un sin sentido que sin embargo, si lo tenía. No para ella, sino para la sociedad en si. Porque la sociedad funcionaba con el trajinar de cada uno de sus engranajes, aunque poco le importaba a la sociedad el estado de los mismos.
Ella se convertía en una sombra más desde temprano, cuando dejaba atrás el silencio de su departamento y ponía un pie sobre el asfalto árido de la mole de cemento. Se mezclaba de pronto en el oceáno humano, sin costa alguna, sin salvación posible. Y se ahogaba sin remedio entre subtes y colectivos, entre trámites y oficinas, órdenes y tareas.
El reloj en su muñeca la instaba a apurar el paso, su mente no se detenía en el apetito ni en los semáforos. Comía cuando se acordaba y cruzaba la calle cuando todos lo hacían. Y la vista puesta en el reloj, mientras los segundos pasaban y los tiempos se acortaban. Tarde para esto, tarde para aquello. Apuraba el tranco, se empujaba con la gente, corría hasta el subte, se apretujaba en el colectivo.
Y llegaba, cansada, agitada, sabiéndose impuntual, como si alguien no lo fuese en la gran ciudad, como si el ser humano tuviese real ingerencia en el tiempo, creyéndose estar en falta con la sociedad, cuando es la sociedad la que está en falta con uno por obligar rutinas despiadas y pocos carentes de humanidad.
Pero ella no lo piensa así, no tiene ni siquiera un instante para hacerlo. Mira su reloj y sabe que está atrasada para el otro ítem de su agenda. El celular la llama y se preocupa, es algún reproche, un reclamo, un reto por la demora. Lo atiende mientras camina a paso redoblado. Escucha y contesta, sumisa.
Baja al subte casi volando por las escalinatas. La envuelve el aire quemado que lo sobrevuela y aguarda al gusano salir de la cueva, con su grito estrindente chirriando en los rieles. Y mientras lo hace, cruza miradas vacías con otros seres parecidos que no pueden evitar mirar de reojo el reloj y maldecir por lo bajo que otra vez están llegando tarde a alguna parte de aquella ciudad.

6 comentarios:

Tuky dijo...

me dio la sensación de estar leyendo el inicio de una novela...

Sebastián Elesgaray dijo...

Apremiante, oscuro y cargado de desesperanza.
Muy bueno Neto.
Abrazo.

SIL dijo...

Es la anécdota nuestra de cada día, de los habitantes de este vertiginoso presente.


Abrazo grande.


SIL

mariarosa dijo...

Una descripción del ir y venir de cada día con su carga de apuros y presiones.
La ciudad y sus loqueros cotidianos.
mariarosa

Netomancia dijo...

Doña Tuky, quién le dice que no pueda serlo. Déjeme analizarlo. Gracias! Saludos!

Don Sebastián, los ingredientes justos! Ja. Gracias! Saludos!

Doña Sil, si, pero en ciudades pequeñas, el caos existe pero en escala. Gracias! Saludos!

Doña Mariarosa, sus loqueros, sus lugares comunes. Gracias! Saludos!

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Perfecta semblanza de las grandes ciudades. Como vos las has descripto, es como yo me siento respecto a ellas. Excelente, Netomancia.