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5 de noviembre de 2011

El hombre que calificaba edificios

Viajar en tren no era una de sus debilidades, al contrario, lo detestaba. Pero aquello era su culpa y de nadie más. Tendría que haber reservado el pasaje de avión con anticipación y no acordarse el día previo. Era el tren o nada.
El bamboleo en el asiento le daba naúseas. Y si eso le parecía poco, no podía evitar advertir que el hombre que estaba sentado a su lado lo miraba de reojo con bastante frecuencia.
¿O me conoce o quiere iniciar un diálogo? pensaba escápandose con la mirada por la ventana, viendo desfilar el horizonte a gran velocidad, como una imagen repleta de manchas que viajaban en dirección contraria. Era lo segundo. No tardó en comprobarlo.
- ¿Sabe a qué me dedico? - preguntó el desconocido, mostrando una amplia sonrisa y ningún indicio de estar sintiéndose una molestia para el casual compañero de viaje.
Más por respeto que por otra cosa, meneó la cabeza, dándole el pie que el otro necesitaba para iniciar ese antojo de hablar que sin dudas lo perturbaba.
- Califico edificios.
- Ajá - contestó mirándolo sin muchas ganas, aún absorbido por el difuminado paisaje exterior.
El hombre de la amplia sonrisa se quedó mirándolo, como esperando la pregunta que le permitiera develar el misterio tras esas dos primeras palabras. Pero no la iba a encontrar. Aunque difícilmente se diera cuenta de ello. Tan solo, como toda persona que ya ha decidido que seguirá hablando de lo que a otros no les importa, abrió la boca una vez más.
- Si señor, califico edificios. Usted se preguntará, como todo el mundo ¿cómo es eso? Y como soy una persona que gusta de compartir conocimientos, pasaré a explicarle.
Incrédulo, dejó de mirar por la ventana. ¿Tan grande podía ser el castigo por no haber reservado el pasaje de avión con antelación? No podía creerlo.
- Mire - prosiguió el hombre, mostrando dos hileras de dientes grandes y blancos - hay varias formas de calificar edificios. Las más comunes son por zonas, según el valor de los terrenos y el estatus con el que se proyecta cada uno. Otros prefieren determinar la calificación por los servicios, tamaño y cantidad de las habitaciones, entre otros chiches. Mi método, sin embargo, es totalmente diferente. Y, podrá comprobar, novedoso.
Su único escucha se limitó a observarlo, sin demasiadas pretensiones. Su rostro parecía resignado a tener que tragarse toda la perorata del desconocido.
- Yo los califico - prosiguió sin dejar de mostrar la sonrisa ensanchada - por la cantidad de suicidios.
¿Había dicho suicidios? Si, lo había dicho. ¿Calificaba los edificios por...? No podía ser cierto. Vaya fortuna la suya, tremendo loco se le había sentado al lado.
- Seguramente piensa que es extraño, pero por el contrario, es el mejor parámetro para tasar un edificio. Claro, me preguntará si es bueno que haya suicidios o es malo. Le digo un secreto - le dijo acercándose y bajando el tono de la voz - Es bueno que se suicide gente en un edificio.
El hombre hizo un silencio, como dándole el tiempo necesario a las palabras para surtir efecto en el otro. Y si, el efecto se producía, pero no tanto de sorpresa, sino de fastidio. Loco era poco, ese tipo estaba demente. Y tendría que aguantarlo sin poder descansar hasta llegar a destino.
- ¿Dónde está el eje de esta teoría? En que un edificio sin suicidios carece de personalidad. En cambio, en uno donde se hayan producido uno o más, la idea que se hace del mismo es otra. Imagínese la situación, una pareja caminando por la calle y el hombre que le dice a su mujer: "Mirá Raquel, aquel tiene pisos en venta, pero sé que ahí no se suicidó nadie". Entonces Raquel le quita importancia al asunto y se esfuma cualquier posibilidad de venta. ¿Me capta? ¿Me sigue con la idea?
¿Lo seguía? No, claro que no. ¿Pero iba a decirle que no a un demente? Movió la cabeza, afirmativamente, casi por instinto de supervivencia.
- Ahora bien, usted pensará que un hecho trágico puede afectar el valor de un inmueble. ¡No! Se equivoca. Más personas querrán experimentar el vínculo existente entre el lugar de la tragedia y los sentimientos que hayan quedado allí pendientes de resolución. Es por eso que en ciertos edificios los suicidios se suceden uno tras otros. Porque es el mismo sentimiento que se repite. Claro, con distintas personas. Eso es obvio. Pero la tragedia atrae ¿me entiende?. Si yo le digo, tengo este departamento a cincuenta mil dólares, pero es virgen en materia de tragedias, ningún suicidio y a la par le pongo este, que sale cien mil más, pero tiene tres suicidios en su haber ¿con cuál se va a quedar? Obvio que con el de ciento cincuenta mil. ¡Imagínese! Sentirse envuelto por la muerte y hasta tener la posibilidad de mirarla a los ojos. No tiene precio. Vale cada centavo. ¿O me va a decir que no?
Le tenía miedo. Si, mucho miedo. Ya no era la sonrisa cínica, su loca idea de los suicidios. Sino el terror surgía por cómo pronunciaba la palabra "muerte". Parecía articular cada músculo de su boca, como saboreando el sonido de esas seis letras. Aquello ya lo apartaba de la idea de un hombre demente y lo acercaba al de un psicópata. Ya se imaginaba la mano de su interlocutor viajando hacia el interior del saco y extrayendo un cuchillo de carnicero o más lejos aún, una pistola con silenciador, como en las películas.
- Así que mi trabajo consiste en constatar los suicidios y si la tragedia es real, incrementar el valor de los inmuebles. No es tarea fácil, le digo. Fíjese que muchos propietarios intentan engañarme, matando a uno que otro y queriéndolo hacer pasar por suicidio, pero diga que uno es ducho en el tema y rápido se da cuenta. ¡No por nada gano lo que gano haciendo esto! - aseveró.
Se rió con ganas, golpéandose las rodillas con las palmas de la mano. Luego emitió un suspiro largo y sereno.
- No hay nada como este trabajo. Ahora voy para el interior, tengo que calificar dos edificios. Parece que en uno se suicidó un joven por amor y en el otro, dos ancianos, cansados de los achaques de salud, dejaron adrede abierta una llave de gas. Son dos casos distintos. Se va a cotizar más el edificio del joven, porque es una tragedia más impactante. Imagínese, un joven en la flor de la vida, le parten el corazón y paf, un sopapo de la vida. ¿Qué hace? ¿Enfrenta la vida o se mata?. Se mata y punto, para qué sufrir. Los dueños del lugar, chochos de la vida. No faltará quién especule que la piba con la que salía estaba arreglada con el dueño y esas cosas. Pero bueno, aquí entro en juego. Primero evalúo, hago mis pericias y constato que haya sido un suicidio real. Si lo es, ponemos precio. El de los viejitos, seguro el valor crecerá, pero no tanto. Son viejitos, usted sabe. Ya la han vivido, es una tragedia aceptable. En cambio el pendejo no, ese si que cotiza.
Le guiñó el ojo, como haciéndolo cómplice de ese secreto del negocio. No podía sentirse más incómodo. Deseaba poder asentar otra vez su atención en la ventana, pero desviar la mirada en ese momento tan crucial podía significar perder la vida. Si, porque ese tipo otra cosa que psicópata no podía ser.
- ¿Y usted? - preguntó el hombre - ¿No pensó nunca en incrementar el valor de su departamento? Porque supongo que vive en un departamento, digo, por la manera en la que mira el paisaje se ve que no está acostumbrado a eso. Mire que si tiene familia, les va a dejar una linda herencia. Lo mejor es aprovechar antes de los cuarenta. A usted le calculo unos treinta y algo. ¿No me equivoco, verdad? Bueno, no le estoy diciendo que vaya y se pegue un tiro ya mismo - rió con ganas y prosiguió - pero téngalo en cuenta. Antes de bajar le voy a dejar mi tarjeta. Y cualquier cosa me llama. Así ya voy preparando los papeles. Sabe, cuando lo vi acá dije "este tipo debe darse cuenta cuando hay una buena oportunidad dando vueltas". Por eso es que le cuento todo esto. Pero no lo importuno más. Hablar tanto me ha despertado el sueño, así que voy a intentar dormir un poco. Le sugiero que haga lo mismo, mire que el viaje es largo. Yo que usted hubiese viajado en avión, tiene pinta de habérselo podido costear. La próxima no sea tacaño y viaje en avión.
El hombre se acomodó en su asiento y cerró los ojos. Al minuto roncaba plácidamente. Él, sin embargo, no pudo ni siquiera cerrar los párpados. La sensación de estar mirándose ante el espejo del baño de su departamento, con la hoja de afeitar acariciándole con frialdad las venas y arterias de su muñeca, se le hacía a cada segundo más real.

9 comentarios:

Sebastián Elesgaray dijo...

¡Wow! ¡Que relato excelente! Como el clasificador de edificios envuelve en su telaraña a su acompañante... Impactante...
¡Abrazo Neto!

Camilo dijo...

Palabras venenosas, discurso envolvente tiene este vendedor. Increíble su capacidad de juego psicológico para transformar. Muy buen relato.
http://idasueltas.blogspot.com/

Con tinta violeta dijo...

Se me quitaron las ganas de viajar en tren, ja!
El relato es estupendo Neto...y el calificador de edificios...uf, todo un personaje...
En previsión...mejor llevar mp3 o netbook y ponerse los auriculares y escuchar música...por si acaso nuestro compañero de asiento es un sicópata como este.
Sr Neto, cuide al lado de quién se sienta en el colectivo!
Besos!!!

Nuria P. Y. dijo...

grandes relatos.
por ese motivo se explica que lleve toda la tarde curiosando tus entradas... hoy es mi primera vez en tu blog, pero te aseguro que no será la última.

SIL dijo...

Capacidad de persuasión, que le dicen.

Buenísimo, Neto.
Me pareció estar escuchando al tipo.

Abrazo inmenso


SIL

el oso dijo...

A la altura de ciertos vendedores telefónicos.
Impecable, Neto, me gustó mucho.
Abrazo

Mannelig dijo...

Yo disfruto cada historia como un enano; siempre me froto las manos con anticipación. A ver si desaparece el aviso de la cabecera, que ya va durando un tiempo, y todo vuelve a ser perfecto.

Netomancia dijo...

Don Flagg, don Camilo, doña Tinta, doña Nuria (bienvenida), doña Sil, don Oso, don Mannelig, muchísimas gracias! Sus comentarios hacen que uno se sienta estupendo. Abrazos.

Armin dijo...

Que buen relato!