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9 de mayo de 2011

Himalaya

Las extrañas botas repiquetearon sobre las baldosas de la catedral. El padre Ismael levantó la vista, al escuchar el sonido y sentir como la luz que ingresaba por el ventanal, se había replegado a la oscuridad.
Delante de la puerta principal se erigía un gigante de al menos dos metros. No podía decirse que solo era un hombre alto, al menos el sacerdote no pudo hacerlo. La persona que estaba delante de sus ojos, si acaso era una, era alto y también ancho, parecía una mole, de brazos gruesos, pecho robusto y rostro pétreo. Sus piernas parecían a punto de explotar bajo la tela de los pantalones.
Fue entonces, que al ir bajando la vista, reparó en el calzado. Botas rojas, casi carmesí. Parecían estar cubiertas de una sustancia viscosa. Si los ojos no lo engañaban, creyó ver incluso que el color tenía movimiento, como si pequeños gusanos se arrastraran ondulando la superficie.
El gigante dio un paso hacia delante. El cura trastabilló con sus propios pies y cayó de espalda. Estaba asustado. Había caído mirando hacia el altar. La imagen de Cristo en la cruz parecía poderosa desde aquella posición, pero sabía que no sería suficiente para espantar a ese ser, si es que decidía atacarlo.
Más pasos, más golpes en el suelo. Cada pisada hacía temblar el suelo y su corazón se estremecía, llevándolo al borde de un infarto. Cerró los ojos, como un reflejo defensivo. El grandote aún estaba lejos, pero el pánico se había apoderado de su cuerpo y su mente. No sabía la razón, no se había visto amenazado, pero estaba seguro que aquello iba a atacarlo.
El repiqueteo fue elevando el volumen, la fuerza de cada paso se hizo mayor. Sintió su presencia sin necesidad de abrir los ojos. Estaba a sus pies, sabía que estaba allí. Temía abrirlos y encontrarse con ese hijo del Himalaya a punto de devorarlo. Empezó a gemir, angustiado. Primero fueron unos balbuceos, luego palabras sueltas articuladas. Finalmente, un llanto pidiendo perdón.
- ¡Lo siento! ¡Por Dios! ¡Oh Dios mío! ¿Has enviado por mi, para redimir mis pecados? Por favor, señor que estás en los cielos, ten piedad de mi. ¡He pecado! ¡Lo se! ¡He pecado por la lujuria! ¡He pecado por la avaricia! Esas niñas... ¡Oh Dios, que esta montaña no se desplome sobre mi!
- Padre Ismael. ¿Qué es todo eso que dice? Cómo que ha pecado por la lujuria... - la voz de la señora Parker, devota cristiana y presidenta de la asociación cooperadora de la iglesia lo sorprendió incluso más que un pisotón del gigante.
Abrió los ojos desmesurados, con el temor aún latente de aquella presencia. Pero al mirar a su alrededor, se vio en el piso, con la única compañía de Liliana Parker. El rostro inquisidor de la anciana eran suficiente para saber lo que sucedería. Había confesado más de la cuenta. No le dio tiempo a la mujer de girar y volver por el pasillo. Se puso de pie ágilmente y corrió tras ella. No intentó explicarle nada. Con el rosario de plata que la propia cooperadora le había regalado para su último cumpleaños, rodeó su cuello, hasta hacerla caer.
Cerró la puerta de calle y llevó el cuerpo al cementerio privado, detrás de la catedral. Estuvo a punto de olvidar el rosario enredado en la mujer, que yacía ahora en el fondo del pozo recién cavado. Transpirado, el sacerdote, se lo quitó y guardó en el bolsillo. Cubrió la fosa y se dirigió a bañarse. Solo cuando sacó el rosario para limpiarlo, se percató que estaba cubierto de una sustancia viscosa, color carmesí y que efectivamente, se ondulaba a causa de los gusanos.
Esta vez el corazón no resistió.

3 comentarios:

SIL dijo...

Las conciencias sucias suelen tomar formas monstruosas.
Y el miedo hace hablar a los tontos.

Buenísimo, Neto.
No sabía para qué lado iba disparar ésto.

Abrazo- grande- :)

SIL

Cal Viva dijo...

La justicia premonitoria. Me gustó este cuento.

Mariela Torres dijo...

Muy bueno tu relato. No me imaginaba qué desenlace tendría.

Saludos.