Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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23 de diciembre de 2010

El vendedor de sahumerios

Las grandes ciudades ocultan a los turistas o a los extraños sus partes más horribles, dejando a la vista solo aquello que puede provocar el deseo de volver. A veces, para quienes miran muy atentamente, se filtran como por un tragaluz, algunos indicios de esos maliciosos detalles que obligarían a salir huyendo sin mirar atrás.
La gente que desde siempre las habita, conoce esas facetas oscuras pero no siempre quiere hablar de ello. Incluso, en la mayoría de los casos, aparta la mirada de lo que no le incumbe y deja al libre albedrío los designios misteriosos de la urbe en la que vive.
A veces corren rumores que a la larga se convierten en mitos y en otras oportunidades son mitos que se transforman en rumores. Lo cierto es que toda ciudad grande tiene una piel oculta, más arrugada, más pálida, más lúgubre que la que deja ver y tras los enormes edificios, imponentes monumentos y gigantescas avenidas, se esconden realidades que algunos preferirían no conocer y que otros habrían deseado, jamás descubrir.
Sebastián, que estudiaba el último año de medicina, y que durante los primeros cuatro años de la carrera había viajado a diario desde su cercano pueblo natal, ignoraba todo esto. Ese último año quiso hacerlo radicado en la ciudad donde estaba la universidad. No por comodidad, si tenemos que decir algo a favor de Sebastián, sino porque debía comenzar la residencia y el tiempo destinado a volver a su hogar iba a estar relegado por actividades vitales para recibirse.
Los horarios apretados, las pocas horas de sueño, el trato indiferente del personal del hospital donde hacía la residencia y la gran cantidad de apuntes que debía aprender para los primeros parciales, lo estaban volviendo loco. No literalmente, por fortuna.
Pero sin dudas que las jaquecas reiteradas, el cansancio muscular y los trastornos estomacales que tenía eran producto de la agitada vida a la que estaba sometido, en pos de su sueño y el de su familia.
Vida que, por otro lado, no le permitía placeres que sus amigos disfrutaban seguido. El encuentro semanal para comer un asado, un partido de fútbol en el club del pueblo, la salida con la novia, la charla con los padres. Pero, se decía, eran sacrificios válidos. Al menos, si no se creía del todo esa idea, insistía en hacerlo y así, se convencía para volver a levantarse con ánimo al día siguiente.
Pero ese despertar sobresaltado, en ese día gris de mayo, fue demasiado para su saturada existencia. Había soñado con callejones eternos de largo, algunos colmados de murciélagos, otros de ex novias que le reclamaban mayor atención. En su momento, no había sabido por cuáles optar. Se había perdido, en su sueño, y no encontraba salida alguna, aumentando a cada instante la tensión hasta que agitado, casi faltándole el aire y sudado, despertó.
Atemorizado sin sentido, logró ponerse de pie. Tenía el cuerpo bañador en sudor y el cabello se le pegaba en el rostro. El dolor de cabeza era mayor aún y sentía nauseas. Fue al baño, pero todo quedó en amenaza.
Miró la hora: apenas las dos de la tarde. Había regresado de la guardia en el hospital a las diez de la mañana y había caído rendido en la cama. No había dormido nada. Y ahora tenía los ojos bien abiertos y si bien lo intentó, como ya lo sospechaba, no pudo volver a conciliar el sueño.
Debía ir a la universidad a las siete de la tarde, podía aprovechar para repasar algún apunte, pero sabía que no podría concentrarse. Con jaqueca, de mal humor por no poder volverse a dormir, lo menos que quería, era estudiar. No era de tener impulsos, más bien era una persona medida. Pero esa tarde Sebastián tomó la decisión de salir a caminar para despejarse. Un lujo que no se daba muy seguido, el de aprovechar el tiempo para algo que no sean los pilares de su vida actual: estudiar, hacer la residencia y volver estudiar.
El día estaba fresco, el sol se mantenía oculto tras cúmulos de grises nubes y la gente caminaba velozmente bien abrigada. El tránsito, a pesar de la hora, era un caos. Su departamento estaba cerca del centro. Y era pisar la vereda y sentir ese ruido tan propio de ciudad, con el chillido del colectivo frenando en la esquina, los bocinazos de los taxistas en las esquinas, el grito del vendedor ambulante, el parloteo de cientos de conversaciones que convergían en el aire. Ese ruido en el que no se detenía a pensar durante sus días comunes de ajetreo y que, en ese preciso instante, deseaba hacer desaparecer con furia.
Si quería entretenerse podía ir hasta la peatonal y recorrerla de arriba abajo, entrar a cada una de las galerías y visitar las tiendas de libros y música que tanto le gustaban y que hoy por hoy no eran prioridades. Sin embargo quería escapar del ruido y decidió caminar en sentido opuesto, salir del centro, recorrer calles lejanas, desconocidas. Y si fuera posible, esfumarse en el aire aunque sea por un par de horas. Pero no era mago.
Mientras caminaba, el viento le daba en la cara. No le molestaba, lograba despejarlo. Notaba a cada paso que dejaba atrás algo más que las calles céntricas, pero no sabía qué. Caminó durante un buen rato, sin percatarse de nombres de calles ni de alturas, ni de tiendas ni edificios. Caminó, sin detenerse en las esquinas ni esperar el semáforo en rojo. Cruzó las calles con la seguridad de un ciego guiado por su lazarillo y recorrió veredas como si estas fueran pequeñas baldosas, a las que iba dejando atrás con un suspiro.
Apenas si levantaba la vista para decidir si seguía derecho o tomaba la decisión de doblar a la izquierda o cruzar la calle y avanzar en la otra dirección.
Creyó cruzar baldíos, vías del ferrocarril y algunos terraplenes. Pasó por barrios de los que no sabía su existencia y le pasó al lado a gente que jamás imaginó cruzaría.
Notó tarde que el gris del día se tornaba más oscuro. Había perdido la noción del tiempo y cuando se detuvo a mirar la hora, además de descubrir que su reloj no marchaba, se dio cuenta que no sabía donde estaba.
No solo por el lugar, sino porque estaba prácticamente en el fondo de una calle sin salida, una especie de callejón ancho, cuyo horizonte se veía obstaculizado por un tapial descolorido, que mostraba sus ladrillos como dientes afilados, esperando a quién se le acercara con cierta falsa simpatía.
Giró en redondo y se encontró con una calle en cuyas veredas lindantes no había vivienda alguna, tan solo enormes tapiales, Y en el fondo del callejón, delante del tapial de ladrillos descoloridos, había un pequeño puesto de chapa, muy parecido a los que utilizaban en el centro para la venta de diarios, pero más pequeño, con una abertura rectangular en lugar de ventana y sin ninguna puerta a la vista, por lo menos en lo que el frente dejaba ver.
Había alguien del otro lado de la ventana abierta. Con timidez y curiosidad, se acercó a paso lento, olvidándose por completo que estaba perdido y que seguramente se le había hecho tarde para ir a la universidad.
A medida que se acercaba fue divisando la silueta de un hombre, no muy alto, hombros pequeños, rostro redondo, de oscuros y finos bigotes, ojos hundidos y oscuros y una elegante galera rematando la cabeza.
El hombre lo contempló acercarse sin pronunciar palabra alguna. Sebastián se aproximó sin sacarle los ojos de encima, poseído por la imagen del diminuto ser detrás del rectángulo, en un lugar donde parecía terminar el mundo, en medio de la nada, en un callejón gobernado por la mezcla de palidez y oscuridad propia del atardecer.
Quedaron cara a cada, separados por el marco de la pequeña abertura del puesto de chapa. El hombre, con un cortés acento y ademán, dijo:

- ¿Qué es lo que está buscando el señor?

Sebastián se sorprendió que hablara. Estuvo a punto de reírse, porque la imagen le era irreal, como si nunca se hubiese despertado y siguiera en uno de sus sueños. Pero se contuvo y preguntó:

- ¿Qué se supone que hace usted? ¿Y donde supone que estoy?
- Soy un vendedor de sahumerios. Vendo sahumerios.
- ¿Vende sahumerios? ¿Y dónde están que no los veo?
- Vea mejor – le dijo el hombrecito.

Y Sebastián al observar con mayor detenimiento quedó deslumbrado al ver que el interior del puesto estaba lleno de estanterías con sahumerios de todas las clases y colores. Incluso, notó algo de humo en uno de los rincones, y algo de la fragancia que desprendía ese sahumerio encendido llegó de repente a su olfato.
Sin embargo, la piel se le erizó. Podía jurar que nada de eso estaba allí un segundo antes. Aunque… ¿estaba seguro?

- Le puedo ofrecer – continuó el de bigotes finos y oscuros – sahumerios indios y también de Tailandia. Aromas únicos, que no encontrará en otra parte, hechos con ingredientes recogidos en los lugares más inhóspitos, alejados e insospechados. Salvia roja, que emana lujuria y pasión; Oliva negra, lo agridulce, el desvelo, el deseo de pernoctar; Aliento de Dragón, llameante, penetrante, más que fuego, el olor al azufre mismo; Corazón de dalia, aroma que transporta a la oscuridad, a la carne, al pecado; Sangre de Boggart, sangre verdadera de demonio antiguo, da fuerza, vigor; Sombra del Coco, alimenta los miedos, la comunicación con el más allá; Polvo de Poltergeist, el deseo de muerte, el olor a dolor… y, escúcheme bien, porque esto se lo diré una sola vez: Esencia de mandrágora viva.

Sebastián se quedó mirándolo, no dando crédito a lo que oía. El hombre le estaría jugando una broma, no le quedaba ninguna duda.

- ¿Esencia de qué, perdón? – preguntó como para representar en esas pocas palabras, toda su incredulidad.

El hombrecito se quedó callado.

- ¿Ey, por qué no me responde?
- Le dije que solo lo diría una vez.
- Eh. – Ahora si estuvo a punto de reír, pero volvió a contener la risa. – Bien, no la última, pero los otros sahumerios… ¿por qué eran sahumerios verdad?...
- Si, son sahumerios.
- Bueno, si, los otros sahumerios. ¿De qué me está hablando? Sangre de no se qué, sombra de coco…
- Del Coco – corrigió.
- Del, de, es lo mismo. De dónde saca… aclaremos, me está tomando el pelo, es eso ¿no? No me reconoce del barrio y entonces me toma el pelo – era la explicación que en realidad quería escuchar.
- No señor, no le tomo el pelo. Quiero venderle sahumerios. Soy vendedor de sahumerios. Esto es un local de sahumerios.
- “Esto es un local de sahumerios” – repitió en voz alta Sebastián. “Y yo soy un estúpido que se perdió vaya saber uno donde” pensó en silencio. – Bien – le dijo – si esto es un local de sahumerios, me puede decir dónde está ubicado este local de sahumerios.
- Al final de un callejón.

Sonrió. Si, definitivamente le estaba tomando el pelo. Pero no quería perder la paciencia, al menos aún no. Se estaba poniendo de noche y solo quería una indicación que lo orientara como para pedir un taxi o tomar un colectivo.

- Señor… a propósito, usted es…
- Un vendedor de sahumerios.
- Olvídelo. Dígame, a ver, es obvio que estamos al final de un callejón. Hasta el momento me puedo dar cuenta de eso. Pero, el callejón, la calle, dónde – remarcó el dónde con énfasis – está. En la ciudad, si usted mira el mapa, dónde se encuentra.

Soltó una carcajada al terminar de formular la pregunta, orgulloso de no haberse reído antes. Sentía algo paradójico en su interior, por un lado, que le estaban tomando el pelo, pero por otro, que él se estaba burlando del hombrecito de bigotes.

- Disculpe, no sabría decirle. Solo soy un vendedor de sahumerios.
- ¡Si! Me lo ha dicho, sabe. Me lo ha dicho. Pero cómo llega usted hasta acá. ¿En colectivo, en auto, se pide un taxi? Por qué calle. Nómbreme alguna, por ahí la reconozco.
- No sabría decirle señor, yo no vengo, yo siempre estoy aquí. Cuando alguien viene por sahumerios, yo lo atiendo. Soy vendedor de sahumerios.

Era muy bizarro lo que le estaba pasando. No podía creerlo. Y además para que perdía tiempo con el vendedor de sahumerios (¿se lo había dicho, no? ¡Si, creía que si!) si podía volver sobre sus pasos.

- Señor, le agradezco su tiempo, su paciencia, pero ya es hora de irme. Lo dejo con sus sahumerios y quizás, quién le dice, vuelva un día de estos – y dicha la última palabra, giró para dejar a su espalda el puesto de chapa.

Sintió un escalofrío. Había pegado media vuelta y sin embargo, delante estaba el puesto de sahumerios, con el vendedor contemplándolo con cara de vaca que ve pasar el tren, como decía su abuela.
“No, no, no” se dijo. Y volvió a pegar media vuelta. Tragó saliva. Se le hizo un nudo en el estómago. El puesto con forma de pequeña casilla estaba ahí, otra vez.
“Me daré vuelta y saldré corriendo”. Y lo hizo, veloz y ágilmente, tan despierto como nunca en todo el día, y sintió la chapa al toparse con ella. Retrocedió asustado, muy asustado.

- ¡Qué es esto! - gritó. ¡Qué está pasando! – aulló. ¡Quién sos!
- Soy un vendedor de sahumerios.
- ¡¡¡BASTA!!! Basta por favor – dijo cayendo de rodillas, casi balbuceando. Si no le daba un ataque al corazón ahora, nunca tendría uno. Podría firmarlo, si tuviera un papel y lapicera a mano.

Se llevó las manos a la cara y de a poco fue retirándolas, viendo como la imagen del hombrecito se iba haciendo realidad de a ínfimas partes.

- ¿Dónde estoy y cómo salgo de acá? – inquirió, elevando su tono lo más alto que podía, pero extenuado y atemorizado.
- Está parado delante de mi local de sahumerios. Y supongo que se irá luego de comprar sahumerios, como todos los que llegan a comprar sahumerios.

“Al fin” se dijo, al fin una pista, una idea, algo, de cómo abandonar para siempre (y nunca, pero nunca, volver) ese callejón.

- Bien, bien… no perdamos tiempo. Te compro sahumerios, vale. Dame los que quieras.
- ¿El señor ha decidido ya los aromas?
- ¿Los aromas? No se, no conozco ninguno. Cualquiera por favor, solo quiero irme.
- Si el señor lo desea, podría sentir el olor de los exclusivos de la casa, como por ejemplo…
- ¡Cualquiera! En serio, por favor, déme cualquiera. Es lo único que le pido, déme cualquiera.
- ¿Cualquiera? No, no tengo ese aroma, pero mire, le puedo recomendar Ataduras del Horror, o Sangría de Penas. Con el fuego arden y saben mejor que a ningún otro.
- Si, por favor, quiero las ataduras y también las penas.
- ¿Cuántos les doy?
- ¿Cuántos? No se. ¿Diez, veinte? No se, sinceramente no se. Ponga varios en una bolsa y listo. Pero por favor, apúrese.

El hombrecito se agachó desapareciendo de la vista de Sebastián. La jaqueca había aparecido otra vez y se confundía con la extraña sensación de estar perdido y aterrorizado. Volvió a aparecer a los pocos segundos, levantando un saco de cuero, atado prolijamente con una cinta roja.
- Aquí tiene, seis decenas de sahumerios. Tres son de Ataduras del Horror y tres de Sangría de Penas.

Sebastián tomó la bolsa y sintió el peso de la misma. Se sorprendió del mismo, aunque a esa altura pocas cosas podrían sorprenderlo.

- Dígame por favor, cuánto le debo. Y si es tan amable, también como hago para llegar a un teléfono para pedir un taxi o una parada de colectivo.
- El precio es para todos el mismo, señor.

Sebastián se quedó esperando una segunda oración. Hasta parecía interrogarlo con la mirada. Pero el hombrecito no dijo nada más.

- Bien, señor misterioso. No veo cartel alguno por aquí, así que ignoro cuánto le cobra a los demás. Solo quiero que me diga cuánto me cobra a mí – dijo ya perdiendo la paciencia.
- Lo mismo que a todos. – Sebastián estuvo a punto de protestar e interrumpirlo, pero se dio cuenta que estaba vez seguiría hablando - Su compra le costará su alma.

Dos sensaciones convergieron en Sebastián. Las ganas de reír y un miedo sobrenatural. Optó por creer que había escuchado mal.

- ¿Perdón? ¿Me costará qué?
- Su alma, señor. Es el precio que todos pagan.
- En primer lugar, no le daré mi alma. Y en segundo, no se puede pagar con el alma. Déjese de bromas por favor y dígame cuál es el precio.
- El precio es su alma, señor.
- Por favor…
- Y debe pagarme ya.
- Le digo que…
- Ahora mismo.
- No…
- En este momento.

Y tras estas palabras del vendedor de sahumerios, Sebastián cayó de rodillas, con la extraña certeza de que algo le estaba pasando. Algo distinto a cualquier dolor, a cualquier síntoma estudiado durante sus años de medicina. Un dolor silencioso, que más que doler, lo entristecía, lo dejaba vacío, extenuado, desahuciado.
El torso se le iba para delante y tuvo que apoyar las manos contra el suelo. Sintió nauseas y le vino una arcada. Y otra, y otra… pensó que se atragantaría o que saldrían los pulmones por la rara sensación interna, pero en lugar de eso, vomitó algo cálido, suave, increíblemente bello.
“Eso”, lo que había vomitado se suspendió en el aire sin tocar el piso y se elevó a la altura de sus ojos, flotó allí unos segundos y luego, al escuchar la voz del vendedor de sahumerios fue hacia él. El hombrecito estiró una mano fuera de la ventana del puesto de chapa y con la galera aferrada con sus dedos, atrapó “eso”.
El hombrecito le sonrío, contemplándolo sin la menor contemplación, observando cómo continuaba aún en el sueño.

- No olvide llevarse la bolsa, se le ha caído.

Sebastián hizo ademán de levantarse, pero recién lo consiguió al quinto intento. Estaba descompuesto, triste, desolado. Tomó la bolsa del piso. El hombre de bigotes le habló.

- Siga derecho y seguramente llegará a algún lado que desee ir.

Sebastián estaba por protestar, alegando la presencia del tapial de ladrillos, pero el mismo ya no estaba ahí.
Avanzó arrastrando las piernas. Al mirar por última vez al vendedor de sahumerios, éste lo saludaba. Sebastián no le devolvió el saludo.
Caminó un tiempo del cual no llevó la cuenta y tampoco le importaba. Cuando reconoció las primeras calles, supo que había llegado desde muy lejos.
No recordaba dónde había estado, solo que había perdido algo. Entonces fue que le vino a la mente una idea que no comprendía: “Cuántas personas de esta ciudad habrán visitado al vendedor de sahumerios”. No supo explicar lo que había llegado a su mente. Ya era tarde, estaba cansado y quería dormir.
Miró alrededor y vio a personas ir y venir, ajenos e indiferentes a todos. Lentamente, se sumó a ellos como uno más y caminó sin pensar en nada hasta que la noche lo sorprendió plena, con su frescura y estrellas.

8 comentarios:

Felipe R. Avila dijo...

Bueno,Interesante...
Un cuento largo y complejo, por momentos risueño, pero fatal...
Nunca me gustaron los sahumaerios,le diré.
Menos ahora.
Un abrazo.
Felipe

La Novia dijo...

A veces son bien jodidos los pactos que tenemos que hacer cuando nos perdemos!!!

Tan solo para encontrar una salida!!!

Un abrazo

SIL dijo...

Perdemos alma e identidad sin darnos cuenta, a cambio de nada, empujados por sobrecarga y estrés; y poblamos junglas de cemento con seres vacíos de espíritu.
Dejamos atrás los afectos y cuando nos damos cuenta de esa salvajada, ya es tarde.

Maravillosamente relatado.
Las metáforas son excelentes.

Un abrazo grande,Netito.

SIL

Carla Kowalski dijo...

Terrorífico!!!!
Al principio solo pensaba en que estaba metido en un sueño, como vos decís era una situación bizarra.
Pero después me fue agarrando el miedito con los diálogos y la parte que le quita el alma.
Espero nunca encontrarme con el vendedor de sahumerios...

Carla Kowalski dijo...

Me gusto el comentario de Sil, creo que tiene mucha razón en lo que dice...

Feliz Navidad Neto!!!!!

Con tinta violeta dijo...

Que cuento tan sencillo en apariencia y tan complejo en el fondo. Uf, te empeñaste en terminar el año con algo fuerte. Como a Felipe, a mí tampoco me gustan los sahumerios...y así aun menos.
Grande Neto!
Feliz Navidad!!!

Netomancia dijo...

Gracias a todos! Es un relato que escribí hace más de un año y que por lo extenso, no lo había subido, hasta ahora.
Saludos!

Juan dijo...

Un poco tarde mi comentario. Es que lo leí tarde. Me gusta como cambia de repente el cuento, empieza como una poesía casi romántica y termina terrorífico!. Me gustaría saber como hace ese vendedor para dejar ir al cliente sólo una vez que le haya comprado (es un capo). Me re gustó Neto!!