Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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3 de agosto de 2010

El acto último

Arielito corrió al ver a su padre, llevando sus siete años a cuestas y se arrojó a esos brazos protectores sin temor a caer. Su papá lo recibió con el pecho y lo rodeó con los brazos, de cuclillas para estar a la misma altura de su hijo.
Se puso de pie y le sonrió a Amelia, quieta en la entrada de casa, con el auto en marcha a sus espaldas. No hubo palabras, ya no las había. A la distancia se saludaron con un gesto. Luego ella se marchó.
Alzó en brazos a sus hijos escuchando la catarata de palabras que desbordaban sus oídos y comprensión, mientras observaba alejarse el coche blanco de su ex mujer.
Entraron y bajó al pequeño Ariel al suelo. El niño salió al trote hacia el rincón del living donde había dejado en su última visita a su oso Pufleto y la camioneta patona en la que lo paseaba por toda la casa. Verlo corretear y romper la monotonía de sus días le devolvió parte del alma.
Lo llamó y le mostró un paquete envuelto en papel azul y coronado con un moño dorado. Ariel dejó la camioneta y su tripulante en medio del camino y fue presuroso hasta donde estaba su padre. Se estiró un par de veces en busca del regalo, que su padre le sacaba en el momento que estaba por agarrarlo y finalmente en el tercer intento, pudo tomarlo.
Se dejó caer en el piso y puso el paquete entre sus piernas. Agradecía y preguntaba al mismo tiempo cuál era la sorpresa. Su papá aguardaba paciente, con una gran sonrisa en el rostro. El papel azul quedó desgarrado a un costado, dejando al descubierto una caja amarilla.
El niño buscó por dónde abrirla. Encontró el lado que hacía la vez de tapa y levantó el cartón. Puso la boca en forma de O y los ojos se abrieron enormes. Miró a papá aún con el rostro sorprendido y alegre al mismo tiempo.
- ¡Una varita de mago papá! ¡Y el sombrero!
El le sonrió, aguardando que en cualquier momento preguntara si también el regalo incluía el conejo y las palomas, pero Arielito no formuló pregunta alguna, sino que en cambio se colocó el sombrero y poniéndose de pie, comenzó a apuntar a los objetos y a decir "abracadabra" en voz alta, como tantas veces había visto hacer a su padre.
Mientras su hijo jugaba a ser mago, recogió los papeles y la caja, en la cuál guardó el moño. Dejó todo sobre la mesa. Su hijo ya estaba a su lado, feliz y con ganas de aprender la profesión de papá.
- ¡Papá, me vas a enseñar! ¿Verdad?
- Si Arielito, claro que si.
- ¿Esta es tu varita?
- No hijo, es mejor que mi varita. Era la de tu abuelo.
Los ojos de Arielito se iluminaron de la alegría. Nada menos que la varita del abuelo, al que apenas recordaba.
- Papá  ¿voy a poder hacer el truco del abuelo?
- ¿Cuál de todos querido?
- El que hizo cuando yo era chiquito, ese que iba desapareciendo de a poco.
La respuesta lo dejó mudo. Siempre pensó que aquello había pasado desapercibido para los ojos de su hijo. No así para Amelia, pero Ariel apenas tenía dos años. Debía ser cuidadoso con sus próximas palabras.
- Tendrás que practicar mucho Ariel, al abuelo le llevó toda una vida aprenderlo. No creí que te acordaras de ese truco.
- El abuelo me habló de ello antes de irse, un día que estábamos en la plaza.
- ¿Si? - preguntó con cautela, sin mostrar preocupación; su hijo le apuntaba a una media vasija clavada en la pared - ¿Y que fue lo que te dijo?
- No mucho, que era un secreto. Y que debía alejarme de las cosas malas.
- Las... - comenzó a decir, pero se detuvo. Su hijo era todo ternura, con sus manitos pequeñas, su cabello prolijo como le gustaba a Amelia, la ropa pulcra y la sonrisa a flor de piel. Verlo como un pequeño mago era un sueño, pero también un designio, un destino irreversible, como a lo largo de toda la historia de su familia. Aquello no le había gustado a Amelia. Esa revelación había sido decisiva.
Mandó a su hijo al patio, a jugar con Batuque, el viejo siberiano que tenía casi la misma edad que Ariel. Se llevó el sombrero y la varita.
Quedó solo en la habitación, otra vez presa del silencio. Buscó el sillón mullido que también había sido de su padre. Se detuvo a pensar en las cosas que uno hereda, como ese sillón, la varita, el sombrero, los recuerdos, las enseñanzas. Y también el maleficio. Ese que llevaba en la sangre, como la profesión.
Aún la ropa le permitía ocultar esas partes suyas que ya no estaban, que habían desaparecido. Así empezaba. Ese era su destino, al igual que su padre. Al igual que su abuelo. Y de todos los que le precedieron. Todos magos, todos maldecidos en algún punto de la historia.
Alejarse de las cosas malas. Sonrió. Como si eso fuese tan fácil. Sintió el ladrido de Batuque y la risa de Arielito y se puso a llorar con rabia.
- ¿Por qué papá? ¿Por qué?
La alegría de su hijo le aseguraba de momento su propio bienestar, pero él sabía lo que vendría. Solo en la infancia se es feliz. Luego vienen los cambios, las responsabilidades, el mundo. Y con él, las cosas malas que están en todas partes.
Y las cosas malas te carcomen, día a día, segundo a segundo. Primero de a poco, luego casi a dentelladas.
Así hasta desaparecer.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

sabias palabras y duras verdades....
Me cuesta mucho aceptar ese tipo de realidad, uno en la infancia siempre era más libre, quizás más feliz; o al menos uno sentía que ese tipo de sensaciones eran palpables... de grande vivimos o sobrevivimos, también se disfruta pero de otra forma; aunque el niño que llevamos dentro nunca lo debemos silenciar, quienes dominan este planeta han sepultado su niñez hace tiempo y creo que los resultados están a la vista...
Un relato precioso Neto!!!
Abrazos!

Con tinta violeta dijo...

¡Ah! Neto: verdaderamente hermoso el relato. La ternura y la sencillez del niño, el mundo de los sueños desde los que percibe e interpreta la vida...y por contra el adulto que ha descubierto "esa otra realidad" que lo consume, empezando por la candidez...me gustó la imagen de lo malo llevándose la vida a dentelladas...
Uf, me ha emocionado.
Abrazos!!!

SIL dijo...

Desaparecemos de a poco...
Y lo ocultamos como podemos.
Le mentimos a nuestros hijos, hasta que ya no podemos.
Y un día, por fin,
desaparecemos.


Escrito con desoladora maestría, digna de su autor.

Abrazo inmenso.

SIL

Netomancia dijo...

Diego, que profundidad en las palabras! En parte es así, quizá la analogía aquí es que esa ignorancia de la maldad es lo que a su vez lo protege; a su vez esa idea, si la analizo ahora, es chocante, es como decir "no conocer la verdad, te mantiene a salvo" y gracias a esa idea, el mundo ha vivido cosas horribles. Como ves, ni siquiera yo quedo al margen de la reflexión con mis textos jaja. Un abrazo!!!

Doña Tinta, es bueno que rescate lo positivo del relato, lo escribí más pensando en lo negativo, justamente en eso "malo" que nos devora día a día y nos convierte en parte de una sociedad indiferente, mezquina y malaprendida. Quizá sea hora, como hace ud, de rescatar al "niño", lo positivo, de esa realidad. Saludos y gracias!

Doña Sil, qué bien ha desmembrado el relato, haciendo un análisis conciso de su idea. Mentimos para proteger, pero así y todo somos conscientes que tarde o temprano, nada podremos hacer para ayudarles. Saludos y gracias!

HUMO dijo...

Entonces todos somos magos, lo fuimos o lo seremos, que cruel verdad, desaparecer...

Volver y leerte a la 1.12 hs de la madrugada es sin duda un privilegio y un placer!

Fabuloso, como los anteriores, como todo, que va, lo que escribís!!!

=) HUMO

Netomancia dijo...

Doña Humo, muchas gracias. De alguna forma, todos desaparecemos. En algunos casos, antes de tiempo. Saludos!

mariarosa dijo...

Misterioso e interesante historia. Magos que tienen como fin ir desapareciendo de a poco. Intriga de la buena.

Me gustó.

mariarosa

Taller Literario Kapasulino dijo...

Que buen final! Un cuento muy interesante y muy bien desarrollado.

Netomancia dijo...

Doña Mariarosa, muchas gracias. Más que fin, castigo. Portadores de bondad derrotados por la maldad. La historia de siempre. Saludos!

Carla, muchas gracias! El final nos acerca a la esencia del relato. Saludos!!

el oso dijo...

¡Y pensar que alguna vez creímos que era cosa de magia!
¡Y pensar que perder la niñez es perder esa visión mágica del mundo, donde todo era maravilla!
Nos volvimos bastante, bastante boludos.
Estoy pensando en no dejar tus relatos para cuando tengo un rato de sosiego.

Abrazo enorme.

Netomancia dijo...

Ja, don Oso, esa reflexión es buenísima: "nos volvimos bastante boludos". Un abrazo!