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15 de junio de 2010

Contemplación de las aguas

A orillas del Río de la Plata el tiempo parece perderse en el aire, como si las nubes engulleran el macabro tic tac de las horas y la contemplación de las aguas se convirtiera en lo único importante, haciendo del instante algo sagrado.
Solía acompañar a mi padre en sus largas caminatas cuando era niño. El recorrido podía variar a diario,  pero indefectiblemente terminaban frente al majestuoso espejo de agua, inmenso, imponente. Mi Colonia natal nos regalaba esos días interminables e irrepetibles.
Los años y la vida me llevaron del otro lado. Hoy Colonia es un punto del otro lado del horizonte, un lugar en el que pienso en pasado, como mi padre lo hacía con la tierra que lo vio nacer, cada vez que nos deteníamos en la orilla.
Como si el destino nos jugara bromas similares, ninguno de los dos pudo disfrutar de grande el suelo de su niñez, la gente con la que creció y aprendió las lecciones básicas de la existencia, esas que dictaminan los hechos que harán de uno la persona que los demás alcanzan a conocer.
No me reconforta pensar en esa cruel dualidad en nuestras vidas, ni siquiera me roba una sonrisa. Al contrario, me golpea en el corazón. Sentado frente al río, con el ruido atenuado de la ciudad de Quilmes a mis espaldas, quiero creer en que existen las coincidencias y allí radica lo burlesco del asunto.
Pero creer en ello sería mentirme y es hora de apartar al engaño de mi vida. A veces pienso que camino hasta aquí para buscar una redención imposible. Y que las aguas se levantarán en señal de bendición y el curso de la historia, mi historia, retornará a un cauce normal que jamás tuvo.
Otras veces me parece que solo busco compasión donde no la hay, que bajo pretexto de encausar mi vida, me entrego a la férrea convicción del sufrimiento como castigo que por supuesto me lleva en una sola dirección: mi padre. Y entonces, la figura imborrable de ese hombre de portentoso semblante, aparece por delante de cualquier otro pensamiento, con su mirada serena y a la vez vacía, que sin pronunciar palabra alguna lo decía todo.
Fue cuando cumplí los doce años que supe la verdad. Ese día la caminata tuvo un desenlace poco feliz. No solo por haber sido la última vez que caminé en Colonia hasta las orillas del Río de la Plata, sino porque fue la última vez que vi a mi padre vivo.
Habíamos almorzado en familia, con mamá y mis dos hermanas mayores. Papá había estado silencioso como era costumbre, pero no se avergonzó a la hora de cantar el feliz cumpleaños y hasta podría jurar que lo vi sonreír. Cortamos la torta y abrí los regalos. Era un día especial, de esos que uno tendría que sospechar.
Papá trabajaba de noche, por lo que después de la hora del almuerzo solía dormir una siesta de dos horas. Una vez repuesto del sueño, tomaba unos mates con mi madre y se preparaba para salir a caminar. Jamás me invitaba con antelación. Casi como un rito desde mi habitación escuchaba los sonidos provenientes de su pieza, la cajonera con los zapatos, la puerta del ropero donde guardaba sus camisas, el inconfundible chasquido de su encendedor al darle fuego al cigarrillo con el que sentenciaba que había terminado de vestirse.
Solo cuando pasaba por delante de mi habitación asomaba la cabeza y pronunciaba esas pocas palabras que tanto placer me daban, preguntándome si tenía ganas de salir a caminar un rato. Era el momento en que saltaba de la cama y corría hacia la puerta de calle. Y cuando esta se cerraba detrás nuestro, me ganaba la emoción y la curiosidad por intentar adivinar que recorrido nos tocaría esa tarde.
Creo no haber dejado vereda de Colonia por recorrer en aquellos felices años. El día de mi cumpleaños bordeamos el estadio, anduvimos por el barrio viejo y terminamos cerca de los espigones del puerto. El agua estaba mansa como pocas veces. Apenas si corría una brisa y el sol ofrecía un manto tibio de clemencia y serenidad.
Recuerdo a la joven que sin compañía alguna parecía descansar de cara al cielo a escasos metros de la orilla, acostada sobre una toalla verde. Seguramente escuchando el sonido del agua, tan dulce y especial que invitaba a viajar por terrenos desconocidos, ojos cerrados mediante.
Era común sentarnos y sin decirnos una sola palabra, quedarnos largo rato contemplando las aguas. Esa tarde mi papá me pidió un mandado. Que volviera un par de cuadras y comprara en el almacén por el que siempre pasábamos un par de coca colas. Para celebrar el cumpleaños, me dijo. Y feliz de la vida, salí con paso presuroso, sujetando el dinero en un bollo estrujado dentro de la palma de la mano.
No tardé demasiado, pero si lo suficiente. Al menos eso he comprendido a lo largo de estos años. A la distancia vi la espalda de mi padre, ancha, firme, como la de un nadador. Estaba de pie observando el río. El lugar era todo nuestro, ya no veía a la mujer que descansaba en la orilla.
Llegué hasta papá y le di su botella. No me pidió el vuelto, así que lo metí rápido en el bolsillo. Solo cuando me senté a su lado, noté la sangre en la camisa. “Papá” comencé a decir, pero el comenzó a caminar en dirección del agua en ese momento. Con creciente temor observé que sobresaliendo del pantalón se veía el mango de una navaja y que al igual que la camisa, estaba manchado de sangre. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Miré hacia todos lados y entre unos yuyos, vi desparramada una toalla verde.
Al volver la vista hacia mi padre, solo encontré el Río de la Plata, ancho, inmenso, imponente. Corrí hacia la orilla, cuidándome de no tropezar y caer al agua. Lo llamé por su nombre, primero con cautela, luego a los gritos. Me vi preso de la desesperación, rompiendo en lágrimas.
Busqué ayuda entre los operarios del puerto a varios metros de allí. La tarde se convirtió en pesadilla. Patrulleros, bomberos voluntarios, mi madre. Todos desfilaron ante mis ojos preguntando lo mismo. Y mi respuesta era que no, que no sabía que había hecho mi papá.
La noticia llegó por la noche y fue espeluznante. El cuerpo sacado del agua fue el de una joven, de apenas veinte años, abierta de lado a lado a lo largo del abdomen con un elemento cortante.
Hasta entonces me había olvidado de la mujer. Al ver el cuerpo sin vida, con la tonalidad plateada que le daba la noche, reconocí a la joven de la toalla verde. Recordé la sangre, la navaja. Y callé la boca.
Mamá me sacudió a preguntas, lo mismo que la policía. La coincidencia era macabra. Mis respuestas en cambio, eran estúpidas. Estaba asustado, esa era mi excusa.
Buscaron toda la noche y durante cinco días más. Luego dieron por acabada la búsqueda y ante la falta de pruebas, jamás relacionaron la desaparición de papá con la muerte de la chica. Eso quedó solo para mi, un regalo de cumpleaños que no había pedido.
La existencia se tornó tortuosa. Mamá decidió volver a su patria y cruzamos el río. Nos instalamos en la tierra de nuestros padres, sin desear volver. Sin embargo, en mi mente, vuelvo a cada instante, como una sombra. Aquella tarde me convertí en una mentira y en un secreto. Y hasta el día de hoy lo resguardo con recelo.
A metros de las aguas que se llevaron el alma arrepentida de aquel ser que fue mi padre, es donde dejo escapar la bronca contenida y rompo en un llanto silencioso, de lágrimas perennes que buscan un perdón que no existirá.
A veces la tentación de avanzar hacia el río, como lo hiciera él aquella tarde, es demoledora y debo aferrarme con fuerza a las pequeñas cosas que me mantienen cuerdo para evitar la tragedia. Otras veces, me obligo a guardar la navaja que desde hace unos años llevo conmigo, comprendiendo en esa acción que le he ganado una nueva batalla a la locura.
El horizonte se lleva las lágrimas y el río el  tiempo. Pero lo hace muy lento. La contemplación  de las aguas es el único regalo que me queda de aquella vida y espero que así lo siga siendo.
Cuando las lágrimas se secan, me pongo de pie y emprendo el camino de vuelta. Las veredas de Quilmes me acompañan en silencio, como en otra vida lo hicieran las añoradas calles de Colonia.

13 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Wow!!!!
No digo insuperable, porque se que detrás de este relato surgirán cientos mas...y me quedaría sin calificativos...
Nadie puede guardar un secreto de tal calibre y seguir cuerdo...y con la navaja a cuestas!!!!
Una nueva muestra del genio de Neto...y una alegría para los que echaban de menos los "cuchillos", ja.
Abrazos!!!!

Anónimo dijo...

de un lado del charco o del otro, reptando entre los días, no sé como al personaje no le estalló el pecho o la cabeza antes!!!
terriblemente genial Neto!

Anónimo dijo...

Yo observé durante mucho tiempo el río Paraná (viví ahí un tiempito, después en Crespo). Pero pocas veces crucé para el otro lado. Y cuando crucé, siempre volví.

Felipe R. Avila dijo...

Neto escribe como un monstruo sin serlo, como un hombre perdido en un laberinto o como un viajero del tiempo o tal vez como una niñita dulce y tampoco lo es, obviamente.
Ahora se pone en la piel de un uruguayo que guarda su terrible secreto y seguramente nunca estuvo en Colonia.Me juego. Pero eso es lo genial suyo: esa capacidad de meternos en el relato y hacerlo verdadero.
Un abrazo Neto, grande y ancho como el Río de la Plata.

Netomancia dijo...

Doña Tinta, muchas gracias. Un día volvió la sangre vio. No era para desesperar jaja. Saludos!

Dieguito, se contuvo, se contuvo. Gracias muchacho, un abrazo!

Don Ian, a veces el agua nos impone su límite o nos brinda un sentido de pertenencia. Yo vivo del otro lado del Paraná, en tierras santafesinas, casi somos vecinos. Le mando un abrazo!

Don Felipe, jaja es cierto, no tengo la menor idea de cómo es Colonia y mucho menos, cómo llegar. Confieso que para escribirlo busqué un mapa para ver si estaba tan errado con respecto a la ubicación del puerto. Gracias! Un abrazo!

mariarosa dijo...

¡¡Impresionante!!

Que historia, me has dejado sin palabras.
Un relato impecable, los detalles del padre al prepararse para salir a caminar y el niño que espera, estan muy bien narrados. Neto, como siempre: una perfección.
Aplausos.

mariarosa

Netomancia dijo...

Doña Mariarosa, me alegro que le guste. A veces detenerse en los detalles y pulirlos, hace que el texto sea más agradable de leer. Saludos!

SIL dijo...

Me sumo al fervor de la hinchada...
Está como para hacerle la ¨ola¨ a este relato.
Con tanta agua y tanto espanto.

El pobre ángel, sin ser testigo, lo fue.
Y se llevó el estigma para toda la vida.
IMPECABLE, NETITO.

De los mejores que se han leído por aquí.

Abrazo, que llegue.
:)
SIL

Netomancia dijo...

Doña Sil, nooo, la ola no, me puedo ahogar jaja. Muchas gracias, me alegra mucho saber que le ha gustado tanto! Saludos!

Gi dijo...

Me atrapó el relato. Me gustó mucho el cambio paulatino de clima.
Saludos

Netomancia dijo...

Gi, me alegro mucho que así haya sido. El cambio paulatino garantizaba el suspenso de ese pasado que tanto atormentaba al protagonista. Saludos!

Taller Literario Kapasulino dijo...

Como siempre un placer leerte Neto, ya sabés que opino que escribís muy bien.
Me encantan tus cuentos!

Netomancia dijo...

Carla, mil gracias, como siempre!!! Es algo recíproco entonces. Saludos!