Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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15 de marzo de 2010

Frente a frente

Con Jacinto me pasa que tengo la sensación de haber desperdiciado mi vida al no haberlo conocido antes. Me pregunto cómo es que el destino se obstinó en no cruzarnos antes. Pero es una forma de alargar el momento en el que el llanto me abruma, como cada noche, rodeándome casi con lástima, mientras de fondo los acordes de un disco de Bunbury me obligan a cerrar los ojos y sumergirme en el silencio del sueño, a salvo de las nostalgias, de los recuerdos.
Era otoño cuando el abuelo se descompuso. Lo mantuvieron con vida ocho días. Largos y penosos. Habitación compartida de hospital, el sol de la ventana recordándonos que afuera la vida seguía su curso mientras la familia estancada al lado de una cama desarreglada, observaba a la muerte hacer su trabajo a cuenta gotas, disfrutando con el sufrimiento del pobre viejo.
En la cama contigua estaba Jacinto. Sus arrugas delataban los años que pesaban sobre sus huesos. Se convirtió en una grata compañía, con diálogos interesantes, oportuno humor y ante todo, un gran sentido del respeto. Así fue que luego del entierro en el cementerio, en lugar de ir a casa regresé al hospital y me quedé la tarde con Jacinto.
Volví cada día, a lo largo de una semana. Por momentos, mientras conducía el coche camino al hospital me preguntaba si acaso, inconforme con el hecho de haber perdido al abuelo, ahora quería ocupar ese vacío con aquel simpático recién conocido.
Fueron días espléndidos. Las anécdotas, las vivencias, sus palabras bien pronunciadas, la risa suave y contundente, la mano temblorosa llevando la taza a los labios. Y las charlas, las benditas palabras que iban y venían creando mundos interminables, que llegaban a su punto y aparte cuando las sombras comenzaban a ocultarle el rostro en el cuarto y en mi celular llegaba un mensaje preguntando si tenía pensado regresar a casa.
Lo llevé a su hogar cuando le dieron el alta y me entristecí al saber que no conducía hacia una vivienda, sino a un asilo de ancianos. Recién entonces me confesó no tener parientes vivos, ni siquiera hijos, los cuáles hacía tiempo había perdido "a merced de esta vida que a veces se empeña en ser cruel y hacernos perder la fe". Pero él no la perdía. Jacinto tenía ojos de esperanza y cada sonido de su voz era un canto a la vida.
Ayudé a llevar su bolso al cuartito que tenía asignado. Era pequeño, con una cama antigua de una plaza, paredes marrones y descascaradas. Apenas un cuadro colgado que mostraba un florero blanco y una rosa amarillenta, aunque los años le habían dado un tinte triste, casi opaco. Y sobre la cama, un crucifijo, del cual colgaba un rosario.
- ¿Va a estar bien Jacinto? - le pregunté, casi con el mismo cariño con el que le hablaba al viejo que la muerte recientemente me había quitado.
- Por supuesto mijo, por supuesto. Pero venga a visitarme, que todavía no se fue y ya extraño nuestras conversaciones.
En casa me decían que no me engañara, que no iba a encontrar consuelo por lo del abuelo visitando a un extraño. ¿Cómo explicarles que no se trataba de eso? Disfrutaba de la compañía de Jacinto, de las charlas, de las historias. No existe el consuelo para la muerte, tan solo los momentos que atesoramos en vida, y de mi abuelo me quedaban estos últimos. Jacinto no era un consuelo, era un nuevo momento, un hallazgo reconfortante, una pizca de esperanza.
- ¿Esperanza de qué, Emanuel?
Entonces no hablé más del tema. Dejé que pensaran lo que quisieran. Ninguna óptica es la misma, quién era para juzgar. Pero las tardes las pasaba en el asilo. Rondas de mate, partidas de truco, chinchón y la efervescencia del diálogo, los gestos, las carcajadas, los guiños compinches. Así disfruté a Jacinto, mientras me preguntaba sin preguntarle dónde había estado todo este tiempo. Cuánta falta me hacía Jacinto en la vida. Por favor, cuánta.
La mañana del 5 de junio estaba en el trabajo. Rutina hartante de colegio, insultos e irrespetuosidad gratuita de los alumnos. Las horas pintaban para ser iguales a tantas otras. El celular detuvo mis manos, que iban hacia un viejo archivador. Un número desconocido que sin dudar contesté, como si supiese que era Jacinto. Y allí estaba su voz del otro lado, como un buen amigo estrechándome en un abrazo en señal de bienvenida.
- Jacinto, que pero grata sorpresa. No sabía que tenía mi número - le dije feliz.
Entonces, el anciano amigo, me hizo la invitación más extraña que jamás me hubiesen hecho.
- Emanuel, escuchame, hoy me levanté con ganas de llevarte a dar un paseo. ¿Podés después del trabajo?
- Jacinto, tendría que llamar a casa y... - ¿para qué? ¿para que me dijeran que el viejo no era mi abuelo? - Si Jacinto, puedo, puedo. ¿Dónde quiere ir?
- Quiero llevarte a dar un paseo al pasado Emanuel.
- Perdón. ¿Le entendí mal o dijo al pasado?
Jacinto río de buena gana. Bueno, pensé, no está chiflado, le entendí mal. Pero en cambio, tras las risas, me dijo:
- Te sorprendí Emanuel, me imagino. Si, al pasado. No vengas al asilo. Te espero en la plaza.
Me quedé mirando el celular un par de minutos sin reaccionar. Luego estuve un buen rato pensando en que quizá si estaba algo loco el viejo Jacinto, pero luego reflexioné que quizá se refería a otra cosa y no justamente lo que uno entiende por viajar al pasado. Decidí no seguir dándole motivos a mi mente para dudar de mi amigo. En tres horas lo pasaría a buscar y el significado quedaría claro. A veces nos obligamos a conjeturas innecesarias, como si tener raciocinio fuera motivo suficiente para jactarnos de saber la verdad. Me dediqué a las tareas de cada día y me olvidé del asunto, al menos hasta el horario de salida.
Apenas si mandé un mensaje de texto a casa diciendo que no volvía. No me respondieron. Daba igual. Era un día espléndido. El sol se filtraba por la ventanilla del auto brindándole a la jornada otoñal una sensación de paz que invitaba a tirarse sobre el suelo y quedarse las horas mirando viajar la nubes.
Jacinto me esperaba sentado cerca de las palomas. De vez en cuando íbamos a alimentar a las aves. Era un pasatiempo que ambos disfrutábamos. Lo saludé con un abrazo y caminamos en silencio hasta el coche. Era raro no estar hablando, pero más rara había sido la invitación. El rompió el hielo.
- ¿Te quitaron la lengua los alumnos hoy?
Me reí. Negué con la cabeza y le expliqué con sinceridad que estaba pensando en su invitación, que no entendía eso de dar un paseo al pasado. Jacinto fue conciso y enigmático.
- Ya vas a ver.
Una vez en el auto, las palabras fluyeron como un río al que el dique le da finalmente paso. En tanto, me iba diciendo donde doblar, que caminos agarrar. Una hora después íbamos por la ruta vieja, con el horizonte amplio a lo lejos y el paisaje tan típico de la zona, con campos sembrados y árboles por doquier, deslizándose en dirección contraria a cada lado del vehículo. En el equipo de audio sonaba "Frente a Frente", aquella hermosa balada de los ochenta pero en una nueva versión de Enrique Bunbury. A Jacinto le gustaba la tranquilidad de la melodía, la nostalgia de la letra.
- ¿Dónde vamos don Jacinto? - le pregunté amablemente cuando los últimos compaces del tema se apagaban.
- Ah, ¿no es una zona hermosa? Mirá como el campo absorbe todo, como el tiempo parece desaparecer allá a lo lejos. Y en el tiempo, los instantes lo son todo. En el futuro solo hay instantes pasados. Porque el presente es efímero y solo cuando se convierte en un hecho singular, será algo. ¿Nunca te has preguntado donde quedan esos momentos que de vez en cuando vuelven a nosotros en forma de recuerdos? No te asustes, o no te ilusiones, no hay una ciudad mágica donde viven los recuerdos. No, pero hay ciertos parajes, ciertas latitudes ocultas, donde el tiempo se ha detenido, donde aún es posible reencontrarse con lo que a uno le sabe familiar. Al menos, querido Emanuel, que a uno le parezca familiar. Es allí donde nos dirigimos. El último confín de la tierra en el que puedo sentirme a gusto.
Y entonces, estirando su índice tembloroso, me mostró el cartel al costado de la ruta. El nombre del pueblo me resultaba conocido pero siempre sucede cuando alguien nos hace ver algo que quizá siempre estuvo allí y continuamente pasamos de largo.
Nos metimos por un camino de tierra muy angosto. Subí la ventanilla de mi lado, porque la tierra se metía sin permiso. Jacinto ni se inmutó. Unos ochocientos metros camino adentro, un cartel horizontal, que atravesaba de lado a lado la calle, sostenida por dos postes de casi cuatro metros de altura cada uno, anunciaba la bienvenida.
El pueblito parecía sacado de un cuento de antaño. Calles de tierra en su mayoría, cuando no de adoquines. Veredas angostas y con árboles. La gente delante de sus humildes viviendas, cada uno con su silla, en ronda, con la pava en el centro y el mate yendo de mano en mano. Jacinto saludaba agitando sus dedos y los vecinos le devolvían el gesto con una grata sonrisa en los rostros.
- ¿Son conocidos? - le pregunté.
- Todos los somos Emanuel, salvo que no siempre nos preocupamos por saludar. Nadie te negará un saludo si tu los saludas.
Pensé que podría estar en lo cierto. Conducía lentamente, aprovechando la quietud de la siesta, el silencio de la tarde quebrado tan solo por la risa de algunos chicos jugando con una desgastada pelota en un baldío frente al cuál pasábamos.
El pueblo tendría unas siete calles de largo por unas diez que las cruzaban transversalmente. Mantuve el coche en movimiento recorriéndolo, hasta que Jacinto me dijo que paráramos en la plaza.
Bajamos del coche y algunas personas se acercaron a saludar a don Jacinto. De inmediato nos llevaron a tomar mates. Yo seguía a Jacinto, como un chiquillo extraviado siguiendo al policía que lo encontró. No tardé mucho en conocer la calidez de los pueblerinos, en escuchar sus historias, en agradecer que estuvieran tan apartados de la ruta y que por eso el progreso no los arrollara. Se sentía respeto, buen trato. Algunos adolescentes estaban con nosotros y ninguno se expresó mal ni utilizó un lenguaje vulgar como el que mi oído malacostumbrado tenía por norma escuchar a diario.
Grandes, no tan grandes y chicos compartían en armonía. Jacinto de vez en cuando preguntaba por algún nombre y la conversación tomaba otro rumbo, con otros paisajes, otros coloridos, nuevas anécdotas.
Parecía que habían pasado horas desde que arribamos, pero al consultar el reloj, apenas si hacía una hora que habíamos llegado. Jacinto tenía razón, había lugares donde el tiempo parecía detenerse. Allí el aire era distinto, incluso lo era aquello que la vista no nos devolvía, la gente lo era, sus sentimientos, sus urgencias. Los semblantes tranquilos y felices. Me sentía bien. Repleto de ánimo, de esperanza. Y con orgullo miraba a ese viejo tan buena persona que por casualidad había conocido en ese difícil instante de mi vida. Ese instante de adiós. E impensadamente, de bienvenida. No solo a Jacinto, sino a la sensación de estar vivo, de mirar por primera vez, de escuchar como nunca antes, de sentir y palpar las texturas de una forma diferente.
Cinco o seis veces calentaron la pava, la gente fue yendo y viniendo, ninguno dejó de saludarme y hasta me entusiasmé de sumarme a la charla. La brisa y el sol nos cobijaban en la intemperie de esas veredas calmas, con la sombra de los tilos a nuestros pies.
Un muchacho de veinte años se acercó al grupo y preguntó si tenía ganas de acompañarlos en un picadito. Me vi sorprendido por la invitación.
- ¿Me decís a mi, pibe?
- Si señor, nos falta uno. Nos vendría al pelo que quisiera.
Lo miré a Jacinto pero ya este me observaba con una sonrisa de oreja a oreja que prácticamente me decía "andá Emanuel, como en los viejos tiempos".
Seguí al chico hasta el baldío cruzando la calle. Detrás, los vecinos y también Jacinto, empezaron a cargar el mate, la pava y a trasladarse para ver el partido. La pelota estaba bajo el pie descalzo de un hombre más o menos de mi edad. Me sonreía, como todos los demás. Y sentí que estaba en un grupo de amigos.
La pelota soltó sus riendas y comenzó a rodar sobre la cancha pelada, la tierra hacía pequeños remolinos y se perdía en la tarde, burlando hasta al mismísimo sol. Qué lindo fue sentir el contacto del cuero en los pies, escuchar el resoplido de la respiración al correr, los pulmones hincharse de vida, las ganas de gambetear, de dar un pase, de tirar un taco. Cuánta felicidad... y alrededor de la cancha de tierra la gente agolpada, alentando sanamente, riendo con las pifias, celebrando los goles por igual. Jacinto aplaudía, y yo reía, reía sin parar. Como un loco grande, como un niño que volvía a ser niño luego de haberse confundido en un mundo irreal, repleto de adultos, de problemas y sinsabores. Hasta creí oír gritar de algarabía a mi abuelo. Cuánta felicidad...
La tarde se fue apagando, no las voces. No el mate, no las ganas de estar vivo. Llegó el momento de las despedidas, de los abrazos. Vuelve pronto Emanuel, vuelve que te esperamos, me decían. Y nos subimos los dos al auto, con alegría, con la sensación de esperanza en cada poro de la piel.
Transitamos todo el camino de tierra hasta la ruta en silencio. Pero un silencio nada incómodo, al contrario. Retomamos el diálogo sobre el pavimento. Y recién nos detuvimos al llegar al asilo.
- Don Jacinto, bajo con usted por las dudas que le digan algo, ya que se ausentó tanto tiempo...
- No Emanuel, por favor, no bajes. Regresa a tu casa que has estado todo el día afuera. Te doy las gracias por este viaje, este hermoso paseo. Para mi fue volver al pasado, a otras épocas. Ojalá lo hayas disfrutado tanto como yo.
- Jacinto, no tiene idea de lo que lo disfruté. No sabe cuánto se lo agradezco.
Me contestó con la mirada alegre, la sonrisa en sus labios. Me dio un abrazo dentro del auto y bajó para ya no volver.
Me fui sin saber que era la última vez juntos.
Llegué a casa y me propuse no amargarme por los reproches pero tampoco oculté mi felicidad, la certeza de ser otro.
Al otro día llegué como cada tarde al asilo. Toqué el timbre y salió Irene, la encargada. Ni bien me vió su semblante cambió.
- Emanuel, querido, por Dios... - se detuvo, me aferró de los hombros y supe que algo le había pasado a Jacinto.
- Irene ¿qué pasa? ¿está bien don Jacinto?
Me atrajo hacia ella, como si fuese un niño y casi en el oído me susurró las palabras que no quería escuchar.
- Nos dejó Emanuel, nos dejó...
- Pero es imposible - retruqué, como si fuera el dueño de la verdad - Si ayer a la tarde lo dejé aquí mismo en la puerta y estaba bien...
- Emanuel, Emanuel. No. Ayer a la tarde ya estaba muerto. Falleció ayer por la mañana. Intentamos ubicarte a tu celular, a tu casa, pero no tuvimos suerte. Lo llevamos ayer a la tarde querido. Lamento mucho que no hayas estado, le hubiese encantado.
Di un paso atrás. Incrédulo. No comprendía. Si ayer había estado todo el día conmigo. Cómo había podido... me estremecí. Enjuagué las primeras lágrimas. Volví al coche y huí. Lejos del asilo.
Conduje sin destino durante una hora. Y de pronto me vi yendo por la ruta. Tomé el desvío de tierra y llegué al pueblo.
Me recibieron con felicidad. Ninguno preguntó por Jacinto. Me invitaron con mates, me convidaron con nuevas historias y luego, se armó otro picadito. Jugué y fue feliz otra vez. Incluso vi a Jacinto aplaudiendo a un costado. Cuando el partido terminó quise buscarlo, pero ya no estaba. Me acompañaron los demás al auto y saludé "hasta mañana".
En casa la tarde se transformó en noche.
La nostalgia aflorando como una estaca. Pero la vencía evocando su voz, sus palabras sus historias, sus charlas interminables.
Si tan solo lo hubiese conocido con más tiempo, me repetía una y otra vez. Pero sabía donde encontrarlo. Conocía el camino hacia el pasado, hacia ese lugar donde los instantes podían saborearse como la primera vez, frente a frente con uno mismo, con el que alguna vez fue, con el que desea volver a ser.

En al aire de la habitación, obscuridad mediante, la voz de Bunbury me sumió en el descanso, como si me acunara la melodía, el canto, la letra...

Solo quedan las ganas de llorar,
al ver que nuestro amor se aleja.
Frente a frente, bajamos la mirada,
porque ya no queda nada de que hablar...


17 comentarios:

SIL dijo...

Y en el tiempo, los instantes lo son todo. En el futuro solo hay instantes pasados. Porque el presente es efímero y solo cuando se convierte en un hecho singular, será algo. ¿Nunca te has preguntado donde quedan esos momentos que de vez en cuando vuelven a nosotros en forma de recuerdos?...///

Tantas veces...

Gracias Neto.
Leí el relato.
Es sublime.
Un beso gigante.

Anónimo dijo...

Todo, absolutamente todo lo que nos envuelve y rodea es tan, pero tan relativo, que me asusta y me preocupa que algunas personas enarbolen sus "verdades" absolutas de cierta forma ante tantas personas.
Un relato cargado de verdades violentas y precisas, de tonalidades oscuras y dulces como este pedazo de canción del amigo Enrique.
Salute amico!

Lisandro dijo...

Es esa ternura con un golpe que rechaze en el final! no por ello no me gusta... al contrario... me encantó Neto, es distinto, lo siento asi a los ultimos que he leido, porque hoy, este relato no me resulto escalofriante con el desenlase, sino como las intrigas de ese "gesto amable" (como dicel la letra de la cancion) el de Jacinto ya muerto!!! permitio que Emanuel conociera su historias!! es maravilloso, podria remarcar punto por punto, pero sera muy extenso!!1 te felicito Neto y gracias por vovler a sorprenderme.
Un abrazo!

Con tinta violeta dijo...

Hay personas que nos regalan un mundo, si conservamos el espíritu del niño que se deja enseñar y que disfruta cada instante. Hay vínculos que perviven mas allá de la muerte precisamente porque con ellos aprendimos a mirar de otra forma la vida. Las que nos enseñan a estar frente a nosotros mismos.
El relato es magistral en su sencillez y por otro lado profundo e intenso en la vivencia que transmite.
Felicidades, Neto. No hay palabras.
Besos.
Paloma

Anónimo dijo...

Inquietante. A veces pensamos que nuestras razones están son tan obvias que no entendemos el mudo de los otros. Realmente es dífil darse cuenta de cómo somos un todo con.los demás. Un saldo.

Felipe R. Avila dijo...

El relato es extraordinario y como siempre,querido amigo, nos llevás de la mano hasta la última línea del cuento, ansiosos por desentrañar el final y a la vez por no dejar de leer.

Elijo, me quedo -entre tantas frases maravillosas- con esta que escribiste:
"la familia estancada al lado de una cama desarreglada, observaba a la muerte hacer su trabajo a cuenta gotas".

¡Cuán grande eres,tio!

Mannelig dijo...

Bueno, bueno, bueno. El autor de este relato sabe moverse en el lenguaje del oscuro misterio igual que en el de la transparencia, en la carrera desaforada como en el paseo tranquilo, en lo dramático como en lo lírico. A ver, ¿cómo se llama? Ah, Netomancia, eso lo explica...

Taller Literario Kapasulino dijo...

Me encantó Neto! Es un cuento para encuadrar

Viviana dijo...

Me fascinan las historias con enredos temporales.
Pero no soy muy amiga de la nostalgia.
Igualmente me gustaría conocer el camino que me lleve de paseo a algunos parajes.
Muy lindo texto!
Un abrazo

mariarosa dijo...

QUE BELLA HISTORIA.

Es un placer leerte, vas llevando al lector por un camino donde los sentimientos van creciendo en cada palabra. Nos emocionas en cada frase.
gracias.

mariarosa

Allek dijo...

hola!
te invito a que pases por mi casa
te dejo un fuerte abrazo!!!

Viviana dijo...

Neto, cuando puedas pasate por mi blog que hay un regalito para vos.
Un beso

Netomancia dijo...

Doña Sil, es una pregunta recurrente que nunca se hace en voz alta. Gracias y me alegro que le guste! Saludos!

Dieguito, si, verdades violentas y precisas como decís, más ese condimento extra que es don Bunbury. Un abrazo!

Lisandro, más que un rechazo es como afloran los conflictos del personaje ante tantas partidas y esa sensación de estar viviendo una vida vacía. Saludos!!!

Doña Tinta, le agradezco, y veo que si tuvo palabras. Me alegro que le haya gustado! Saludos!

Don Luis, si, esas dudas, esas indiferencias, hacen a la sociedad de todos los tiempos, claro que siempre vamos a desear ese lugar donde todo eso queda de lado. Saludos!

Felipe, me pone contento que el cuento atrape así. Lo disfruté de la misma manera al narrarlo e imaginarlo. Un abrazo!

Sir Mannelig, mil gracias! Qué más le puedo decir después de lo que ha dicho. Saludos!

Carla cumpleañera, muchas gracias!

Viviana, a veces la nostalgia es buena para recordarnos que en alguna parte somos seres humanos. Saludos!!!

Maríarosa, emociones compartidas entonces. Gracias, como siempre!

Allek y bueno... ¿hay sanguchitos?

Viviana, muchas gracias!

Marcelo dijo...

Estimado Amigo, buenas tardes.
He visitado su blog y realmente me ha gustado mucho.
Me gustaría ver la posibilidad de intercambiar nuestros links y que se convierta en seguidor de mi web como yo me he hecho de la suya.
Un saludo grande.
MARCELO
www.efemeridesdeportivas.blogspot.com

el oso dijo...

Un paseo de la mano de la imaginación y la ternura al fondo del corazón, como sólo vos Neto lo podés hacer.
La visita al pueblo de los recuerdos de lo vivido y lo no vivido es impresionante. Te lo va a afanar el maestro Stephen.
Abrazo

Netomancia dijo...

Marcelo, ya anduve por tu blog, es muy interesante realmente, al menos para quienes gustamos y seguimos el deporte. Saludos.

Don Oso, un paseo de esos que se disfrutan. Muchas gracias! Me alegraría con el solo hecho que don Stephen leyera tan solo dos letras jaja. Una abrazo!

Stephen King dijo...

Wow amazing!