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8 de julio de 2021

Pibes [basado en una fotografía de Fabricio Garfagnoli]

 A la vuelta de casa había construcción de una vivienda de tres pisos que de un día para otro había quedado detenida. La planta baja parecía casi terminada, con el detalle de la ausencia de revoque, pero el piso superior tenía paredes sin completa y el último era un esqueleto con el techo de madera a medio colocar. 
Se decía que el dueño había fallecido, qué había perdido una fortuna en el casino, que su mujer estaba enferma, que lo habían metido preso... el barrio tejía sus propias versiones, sin importarle la verdadera. Y sinceramente, a nosotros tampoco nos importaba.
Éramos cuatro amigos con todo el tiempo libre, padres con dinero y la posibilidad de tener nuestro propio lugar durante las noches: la planta más alta de la casa en construcción, a la que subíamos con sigilo tras cruzarnos al terreno desde el patio de Enzo.
El techo sin terminar, con los tirantes de madera dejando a la vista el cielo y las estrellas, nos brindaba la sensación de hogar que sentíamos, no teníamos en nuestras respectivas casas.
Nos tirábamos de espalda al piso sobre el concreto áspero y frío, y dábamos cuenta de las latas de cerveza que llevábamos en una conservadora.
Cuando se acababan, armábamos algunos porritos y nos los íbamos pasando uno a otro, disfrutándolos de a una pitada.
Las noches eran perfectas y nuestras. El irremediable retorno a nuestras viviendas era un fastidio. Tener que escuchar a nuestros padres, era un dolor de cabeza. Éramos unos pibes. Y así entendíamos el mundo.
Crecimos de golpe un verano, el último antes de ir a la facultad. Aún me duele rememorar esa noche de calor agobiante. Estábamos en cuero, tomando cerveza bien fría, cuando escuchamos ruidos que venían de abajo. Nos quedamos en silencio, creyendo que podían ser gatos.
Luego escuchamos los gritos de una chica, una voz grave que exigía silencio y el sonido inequívoco de un cachetazo. Nos miramos. Teníamos el corazón acelerado. Y miedo, mucho miedo. Dos pisos más abajo, una chica necesitaba de nuestra ayuda.
Nos pusimos de pie, tratando de no hacer ruido. Y con la agilidad de los cuerpos adolescentes, escapamos descolgándonos por dónde faltaba una pared, hasta alcanzar un árbol enorme que había en el patio. Pálidos cruzamos el tapial y nos escondimos en la casa de Enzo.
Nunca más volvimos a esa casa. Hoy en día ya está terminada. Me cuesta incluso pasar por el frente y mucho más, poder mirarla. Me avergüenzo de quién soy, quién era, de quienes fuimos. Cinco días después de esa noche, el lugar se llenó de policías. El cuerpo de una joven violada y estrangulada hacía sobre el concreto del primer piso. Nunca encontraron al responsable.
Desde entonces nosotros sabemos que fuimos los verdaderos culpables. Que podíamos haberla salvado. Nos cuesta mirarnos los rostros, entablar un diálogo. Y cuando lo hacemos, cuando es inevitable, tarde o temprano, sin que nada obligue a decirlo, la frase hecha se deja caer a modo de reprochable excusa: "éramos unos pibes".

Publicado originalmente en "Historias en 35mm" perfil de Instagram: https://www.instagram.com/historiasen35/


2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Por un momento, pensé que la iban a ayudar. Tal vez tenían la ventaja de la superioridad numérica.
Pero no. Y les quedará la culpa de no haber intervenido.
Podría ser una historieta.
Saludos.

José A. García dijo...

Uno siempre termina justificándose, y cuanto más pasa el tiempo más.

Saludos,
J.