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31 de julio de 2021

La reja

Clarisa me convenció de no ir a verla. Quisiera pensar que no fue así, pero es la única verdad. El que no la conoció pensará que bastaba con no hacerle caso e ir igual. Y aunque pareciera, Clarisa no estaba loca.
La última vez que no le hice caso, me sujetó la muñeca con fuerza, dobló hacia atrás mi mano y me clavó una navaja en el medio de la palma.
Así que si ella decía que no, lo mejor era no contradecirle.
Lo que pasó, por otro lado, era cuestión de tiempo. Su apariencia de anciana amable era una simple fachada. Había llegado al barrio ya con los cincuenta largamente cumplidos. Había dicho a los nuevos vecinos que necesitaba cambiar de aire tras haber quedado viuda y por eso necesitó mudarse. En parte era verdad. Su esposo había muerto. Cinco balazos en la cabeza, producto de una lucha de poder.
Clarisa se mudó de su ciudad, pero se llevó consigo dinero, merca y los contactos. Y transformó su nuevo hogar, en un búnker bastante desapercibido. Vendía a través de una reja muy pintoresca, que daba a la calle.
Si alguien vio los movimientos, jamás sospechó de Clarisa. Los compradores se acercaban e intercambiaban el dinero por la sustancia tan rápidamente que parecía que pasaban de largo delante de la reja sin detenerse.
Ella tenía una política, y era no venderle al consumidor final. Solo a revendedores. De esa manera, era mucho más fácil.
Yo era su persona de su confianza. Me permitía visitarla, ver cómo estaba, acercarle algo si es que le hacía falta. En el barrio pensaban que era su sobrino. Ella apenas que asomaba la nariz a la calle, solo lo hacía para algunos mandados puntuales, en los que no confiaba en nadie, ni siquiera en mí. Por ejemplo, ir al banco y depositar el dinero.
Sin embargo, en este rubro es complicado llevar una vida sin sobresaltos. Cuando los otros vendedores de la zona se dieron cuenta que tenían una competidora, comenzaron a enviar señales amenazantes. Llamadas telefónicas, cables de energía cortados, golpes en la noche en las ventanas y más de un gato o paloma muerta arrojada por encima de la reja.
No era extrañar que sucediera. Ella misma me llamó por teléfono. Fue escueta. La habían engañado, la citaron para una venta a la reja, y al asomarse le tiraron tres tiros que impactaron en el pecho. A rastras llegó hasta el teléfono y en lugar de llamar a una ambulancia me llamó a mí. Le dije que salía para allá pero me detuvo. No era su intención llamarme para eso. Además, me confió, no había esperanza alguna. Agonizaba. Me dio los datos de sus cuentas bancarias, me reveló dónde escondía la droga y también el nombre de la persona que le había disparado.
Y aquí estoy, esperando en la noche, con un 38 en la mano. El mismo que ella me dió hace unos años, para sacar del camino a su esposo.
Lo usaré en breve para vengarla. En este rubro, lo único seguro, es una muerte violenta.

1 comentario:

José A. García dijo...

Lo único seguro es la venganza.
Al menos le pagó bien pagado.

Saludos,
J.