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7 de octubre de 2020

Un punto verde

De los últimos acontecimientos, casi nadie sabe nada. Las comunicaciones cesaron varios meses antes y lo único que permite tener la certeza de que el caos aún prevalece es la imagen distante en el cielo de misiles que pasan volando o gigantescos destellos en la noche, de explosiones tan lejanas como mortales.
En aquel paraje de montaña árida, las viviendas son muy pocas. Otrora paisaje de incipiente verde en verano y árboles nevados en invierno, quedó en el olvido del tiempo y bajo la sentencia de muerte de la polución ambiental.
Aquellas familias sobreviven haciendo kilómetros de caminatas y recolectando los últimos frutos silvestres de la naturaleza. Ya no quedan animales que representen un peligro y mucho menos, alimento. De noche, algunas estrellas se dejan ver entre las densas capas de químicos que flotan en el aire. 
En la tierra desolada y devastada de sus propiedades, tan extensas como estériles, siembran sin éxito ni esperanzas. Pero lo hacen porque dejar de hacerlo sería lo mismo que resignarse a dejar de respirar.
Los Pérez habían sido cinco, pero en la última caminata el menor de los jóvenes había caído por un barranco. Los Pinzón siempre fueron dos. Un matrimonio grande, que no resistiría mucho más. Los que vivían más alejados, los Cartun y los Estibiarria, apenas que se acercaban por nuestra zona. Los cruzábamos en las caminatas, pero no eran nada sociales.
Y nosotros, también somos dos, aunque más jóvenes que los Pinzón. Mi mujer es la que cuida el hogar en mi ausencia, con armas cargadas cerca de cada ventana y un par de lanza misiles de corto alcance preparados en el piso de arriba. Su coraje enciende mi alma en las noches solitarias bajo el cobijo de la noche eterna en la que en constante vigilia aguardo el alba para seguir buscando el alimento para sobrevivir.
En cada regreso me cuenta los pormenores, los intentos de alguno de los vecinos de tratar de quedarse con alguna parte de nuestras tierras, algún avistamiento extraño en las laderas de la montaña o la cantidad de semillas que ha plantado, con el anhelo de verlas crecer en la tierra seca.
A veces nos sentamos al atardecer, mientras resuenan las explosiones a cientos de kilómetros, a mirar lo que nos rodea y a agradecer, a quien quiera que esté más allá del universo, por eso que tenemos. Y rogamos, aunque sea, por un poco de lluvia.
Esta mañana volví al hogar, extenuado. Había tenido que aguardar toda la noche en una cueva repleta de murciélagos, porque entré sin darme cuenta en zona de guerra y si andaba deambulando algún satélite de infrarrojos hubiese dirigido un misil hacía mí.
Cansado, arrojé mis pertenencias sobre un camastro. Mi esposa no estaba dentro de la casa. Primero me alarmé, pero luego la vi por la ventana, afuera. Estaba de rodillas, sobre la tierra árida. Me acerqué despacio, intrigado. Su cuerpo parecía agitarse suavemente. Estaba llorando y las lágrimas caían como una lluvia sobre un brote verde, un milagro en la desolación.
Levantó la mirada y me regaló su mejor sonrisa, una cómo no veía en años. Me señaló ese color diferente al árido marrón que nos rodeaba. Caí de rodillas a su lado, y la abracé. Aquel era el color de la esperanza. 
Ella me besó. Me acarició y me hizo prometer que lo cuidaríamos con nuestras vidas. Se lo prometí.
¿Qué es? pregunté.
Me respondió con una sola palabra.
Jazmín.

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