Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de agosto de 2020

Lo no dicho

Misopedia. Así la define la ciencia. Es una fobia, la aversión hacia los niños, especialmente los bebés. Es lo que le diagnosticaron a mi abuela cuando nació su hija, mi mamá. De más está decir que su infancia fue un calvario, que nunca tuvo el afecto que todo niño o niña necesita. Pocas veces me ha hablado de su niñez, pero cuando lo ha hecho, su rostro se ha transformado en una sombra, en una especie de máscara fingida creada para ocultar las lágrimas y el sufrimiento. Su papá, mi abuelo, al que no conocí, fue la única persona que la acompañó en el aprendizaje, llevándola a la escuela, en sus juegos, alimentándola, vistiéndola. Su madre… fue un ente durante esos años. Se iba temprano de la casa y volvía por la noche. Hasta que mi mamá llegó a la adolescencia y el trato cambió. De a poco, no sin momentos de tensión, se hicieron amigas y el rencor quedó atrás. Mamá no me lo dice, pero siempre dudó de tener hijos por miedo a lo que pudiera pasar. Había vivido un rechazo en primera persona y no la quería para su hijo o hija. Pero llegué yo y su madre no le demostró ninguna actitud que la hiciera pensar en que aquello que ella había atravesado, también me afectaría a mí. A sus ojos, y el de todos, se convirtió en la abuela amorosa, sobreprotectora, compañera y con tendencia a malcriar a su única nieta. Creo que eso significó para mamá un enorme alivio, un peso que tenía prisionero en el corazón. Un deseo que anhelaba, por el que rezaba cada noche. Pero hay cosas que son imposibles. O que preferimos ignorar. Los milagros no existen. Los rezos no sirven. Y una persona que odia a los niños los seguirá odiando hasta caer en la tumba Recién tomé conciencia del miedo, a los tres años. Mis primeros recuerdos tienen mucho color rosa. La habitación de mi infancia estuvo pintada así un largo tiempo. Mi abuela se asomaba por encima de la baranda de la cama y dejaba caer sobre mi cuerpo juguetes, peluches, lo que tuviera a mano. Lo hacía con una mueca de odio que me aterraba. Cuando quedaban evidencias de su ataque, algún moretón o marca, mentía con descaro. ¡Y yo no podía decir nada! No necesitaba amenazarme. Solo yo veía el brillo de maldad en sus ojos, mientras se lamentaba con mamá por no haber prestado mayor atención. Recuerdo como si fuera hoy cuando, ya unos años más grande, pasé una tarde en su casa. Siempre lograba convencer a mamá de no quedarme, pero por algún motivo, esa vez no pude. Me llamó la atención que había gatitos en el living, porque sabía que no le gustaba ningún tipo de animal. Se paseaban a sus anchas por los sillones. Me pidió que los pusiera en una caja de cartón y se los llevara a la cocina. Escuché el ruido del agua y pensé que le daríamos un baño. Pero ante mi incrédula mirada, los fue arrojando dentro de la olla que había puesto al fuego. Aún hoy escucho en mi cabeza los desgarradores alaridos retumbando dentro del recipiente de metal. Logré borrar muchos otros recuerdos, tratando siempre de no romper la armonía familiar. Jamás le dije palabra alguna a mamá. Jamás le diré. Ella guardó su sufrimiento para que no me afectara y yo guardaré el mío, con el mismo fin. Al fin y al cabo, ambas somos víctimas de la misma persona. Tampoco le diré lo que pasó esta mañana. La abuela a pesar de la artrosis, siempre fue obstinada y no quiso ayuda en su casa. Se sorprendió al verme, vestida con la ropa del colegio. Pero mi excusa era real. Se aproximaba mi cumpleaños de quince y necesitaba hacerle saber que ella no estaría presente. Pero no era mi intención decírselo apenas abriera la puerta. Cada mañana desayunaba en la planta alta. Pidió que la siguiera. Si tenía que decirle algo, sería mientras tomaba su café con medialunas, que sabía muy bien, no me iba a ofrecer. Le dejé mi recado de manera concisa. Me miró con ojos de bruja, que sin hablar, decían claramente que “eso estaría por verse”. Me invitó a retirarme. Dejé que pasara primero. Y luego la empujé. Cayó todo a lo largo, golpeando repetidamente contra los escalones y la baranda, hasta quedar destartalada en el piso. La dentadura voló debajo de la mesa ratona, mientras la sangre que salía de un corte en la cabeza comenzaba a teñir la fea alfombra color natural que decoraba la sala. Fue el último secreto entre ambas. Y por primera vez, el silencio de lo no dicho, me hizo sentir feliz.

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