Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de abril de 2018

Heridas abiertas

Silencio de miradas. Ese momento incómodo tras un relato descarnado. La pausa necesaria para mirarse unos a otros, respirar profundo, digerir las palabras, elevar una plegaria, maldecir por lo bajo, dejarse arrastrar por el llanto. Un instante que se hace herida abierta, que se abre para no cerrar, que se suma a otras, tan ajenas como propias.
Wilkinsen carraspea. Hace un gesto para que las miradas se posen en él. Le cuesta mantener la compostura, sus ojos también se tiñen de agua. Pero debe reponerse, es el moderador.
- Gracias Estefanía... es bueno que hayas compartido con todos nosotros esa angustia. Como siempre les digo, nada podemos hacer para remediar lo pasado. Nada. Pero podemos hacernos fuertes, como grupo, como individuos, para seguir afrontando la vida. Tu hija así lo hubiese querido, Estefanía.
Las palabras de Wilkinsen arrancaron aplausos, no para él, sino para la pobre mujer, desconsolada y falta de esperanza como cada uno en aquel triste salón del centro de jubilados del barrio, donde cada semana se reunían para compartir el dolor que arrastraban de haber vivido de cerca distintas tragedias, como víctimas o familiares de otros más desafortunados aún.
De a uno fueron contando desgracias, algunas recientes, otras imperecederas debido a la falta de justicia. Hubo más lágrimas, más aplausos y antes de retirarse, abrazos sinceros.
Wilkensen acomodó las sillas, le dio una barrida al piso y apagó la luz. Cerró la puerta de madera algo hinchada por la humedad y le dio las dos vueltas de llave correspondientes, no sin antes perder al menos un minuto en tratar de discernir en la penumbra de la calle, cuál era la correcta.
Escuchó entonces los pasos a su espalda y se sobresaltó. Una figura imponente estaba a escasos dos metros de distancia. Wilkensen temió lo peor, pero los brazos de ese enorme contorno humano se alzaron en alto, con el fin de darle tranquilidad. Luego, al dar un paso al frente, la tenue lámpara de la calle iluminó en parte su rostro.
- Me llamo Gabriela – dijo con voz tan áspera como inesperada – Mi tía viene a sus grupos de ayuda. Le hace bien.
El hombre, aún con el susto en el pecho, agradeció con un movimiento de cabeza.
- No voy a entretenerlo, iré al grano y le seré franca. Ella me cuenta las historias que la gente expresa, sé que no debería, pero ella lo hace para hacer catarsis y me parece bien. Pero no he venido a contarle eso. Voy a tomar cartas en el asunto. Contra esta gente. Los que hacen tanto daño. No me pregunte cómo, ni cuando, si le voy a decir el por qué. Porque quiero que despertemos. Que abramos los ojos. Porque no lo hacen los jueces, no lo hacen los políticos, no lo hace la policía, no lo hace la gente de pie. Todos duermen. Algunos por intereses, otros por estúpidos y otros por miedo. Pero se acabó. Me escucha Wilkensen, se acabó. Y el primero será usted señor. Porque usted es de la peor clase, de los que se visten de cordero. De los que creen que la redención está en el arrepentimiento. Míreme Wilkensen, míreme bien. Ya no soy el varoncito de flequillito que iba a su clase de canto, al que tanto le gustaba darle clases particulares. Hasta la voz he tratado de cambiar para olvidar lo pasado. Pero no puedo Wilkensen, no puedo. Usted estará muy arrepentido, querrá ayudar a la gente, pero qué hay con el pasado, cómo nos hacemos cargo de lo que hemos hecho. Si, todos nos podemos equivocar, es cierto. El tema está en tener la certeza de asumir las consecuencias. Yo pienso asumirlas. Por eso empiezo con usted, Wilkensen. Veremos cuándo y cómo termino.
A Wilkensen le estaba dando un infarto cuando el puñal lo alcanzó a la altura del corazón. El informe forense concluyó en que no hubo atisbo alguno de defenderse.

2 comentarios:

Miguel Barrios Payares dijo...

Si no se defendió, quizás esperaba el castigo.
Saludos.
Nos seguimos leyendo.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

O sea que trataba de ayudar a los demas para purgar su culpa.
Bien contado