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31 de mayo de 2017

Detrás de un carrito de praliné

Me acuerdo de Nacha, de Tito, Gonzalo, Alejandra, me acuerdo de todos, de cada uno de ellos. Cuando me despierto, cuando camino por las calles empujando el carro de praliné, cuando recorro el pasillo hacia mi habitación, por las noches cuando la luna está en lo alto y mis ojos la observan sin poder cerrarse. Me acuerdo de cada uno.
Cómo poder olvidar.
Cómo quisiera hacerlo.
Veo sus rostros en el reflejo de cada vidriera, en los charcos de agua abandonados por la última lluvia, en el gesto de los niños que vienen con sus padres a comprar garrapiñada. Ellos saben, de la misma manera que todos los niños saben. Solo cuando uno crece, olvida. Mientras tanto, cuando uno es niño, la verdad anida muy dentro en ese rincón de la infancia destinada al miedo, esa puerta cerrada que por las noches se entreabre lentamente dejando una luz en forma de hendija y por la que escapan los monstruos. Los niños me miran a los ojos y saben. Y me temen. Y yo les temo. Porque cuando el mal reina en ellos, es peor que mil demonios, que mil bombas nucleares juntas.
Y cada otoño, sus padres me buscan. Siempre olvido que lo harán y concurro igual a la plaza. O en realidad, no lo olvido y solo quiero sentir la tranquilidad de no ser el único que sufre. Me abrazan, me cuentan sus vidas, todo lo que los extrañan y qué lindo sería saber que hubiese sido de cada uno de no haber ocurrido lo que ocurrió. Los escucho, no puedo hacer otra cosa. Los escucho y afirmo con la cabeza cada palabra, cada idea. Me vuelven a abrazar antes de irse. Me preguntan por décima vez cómo estoy, les miento y dejo que se marchen. No volverán a aparecer hasta el próximo año y yo olvidaré y por lo tanto, volverán a encontrarme.
Cuando los veo, cuando trato de reconocer en esas facciones avejentadas algo que los una a las personas que conocí hace décadas, no encuentro más que soledad. Ya no queda nada de lo que eran. Cuando se marcharon sus hijos, ellos comenzaron a acelerar su muerte. El destino, caprichoso, los mantiene con vida. Y cada año acuden a mí, el único sobreviviente, en busca de alguna respuesta que los haga sentir mejor. Aunque con el tiempo se han resignado. Saben que se irán con las manos vacías. Tan vacías como sienten las cavidades del corazón.
El otoño se marchará en breve, no así los recuerdos. El tiempo que les sobrevivo es una condena.
Cuando los padres se alejan, se pierden de mi vista, el sufrimiento vuelve a ser absoluto. Y Nacha, Tito, Gonzalo, Alejandra, fijan sus garras a mi mente. Se instalan para no ir a ninguna otra parte. Porque no hay escapatoria. Las mentiras que uno dice de niño de nada sirven contra el verdadero horror, que es la verdad que uno guarda con recelo en lo más profundo del ser. La versión del accidente que uno ha hecho creer, y que en parte, ha convertido en cierta, no le escapa al alma, a lo que uno esconde más allá de la capa de cinismo que debe sostener bajo máscaras de mil formas diferentes para sobrevivir en un mundo tan inmundo como furioso. Y más cuando uno es niño, cuando tiene el poder de mil demonios, de mil bombas nucleares juntas.
Veo sus rostros, culpándome. Veo sus rostros, mientras la balsa se hunde. No escucho sus gritos, porque tampoco los escuché entonces. Pero la imagen es más que suficiente. Los veo, hasta que ya no los veo más. Y sin embargo, los sigo viendo. No en el intento último de sobrevivir, sino en la eterna figura de la inmortalidad de la culpa, en esa etérea mancha que carcome lentamente en forma de justicia, segundo a segundo, hora a hora, día a día, hasta la muerte propia y más, hasta que el responsable del destino, del universo, lo decida.
Sesgando mi existencia, pero obligándome a sobrevivir para recordar la miseria de mis días, la cobardía me enfrenta cada día a mi verdadero ser. En esa condena, ellos ríen de mí.

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