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15 de junio de 2016

Rostros de sangre

Valentina se asomó por la pequeña claraboya. El cielo invitaba a salir, pero aún no era posible. El aire maloliente le era indiferente. Había perdido la cuenta de las semanas hacinada en aquella bodega sucia y repleta de alimañas. Pero le bastaba mirar hacia el rincón donde estaba su madre sosteniendo en brazos a su pequeño hermano para olvidar aquel calvario y mentalizarse en lo único importante: la esperanza.
Las voces provenientes desde arriba llegaban con cierta nitidez. Varias lenguas hablando al mismo tiempo, palabras conocidas y otras que eran un solo misterio. Lo mismo sucedía allí abajo. No todos provenían de su patria. Vio a muchos no resistir el viaje, quebrarse en llanto, quitarse la vida o simplemente, morir sin llegar a destino.
La oscuridad era constante, si alguien encendía una vela corría el riesgo de provocar un incendio o ser severamente castigado por la tripulación, que de tanto en tanto bajaba a inspeccionar.
Había un sonido que podría relacionar eternamente: el de las toses, casi como un coro nefasto, presagio de muerte. Toses potentes, carraspeos, otras muy agudas. De grandes, de hombres, de mujeres, de niños. Podía identificarlas sin siquiera levantar la vista.
Los que compartían el mismo idioma conjeturaban sobre el momento que los dejarían abandonar la embarcación. Sospechaban que los dejaban para lo último. Primero descenderían los que tenían boletos en los camarotes, gente con mayor cantidad de dinero, algunos de los cuales solo viajaba para hacer negocios sin la intención de quedarse.
Ellos, cada uno de los ocupantes de la bodega, habían dejado lo mucho o lo poco que tenían en su patria para encontrar su lugar en el mundo. El viaje valía la pena. Todo el sufrimiento de las últimas semanas era el premio a una vida de miseria, de justicias negadas, de trabajos mal pagos, de hambre, de dolor, de enfermedad. Llegaban a tierras prometidas, verdaderos paraísos. El pasado era un mal trago. Lo que importaba era el futuro.
Volvió a mirar por la claraboya. Algunas nubes surcaban el cielo. Parecía mentira que fuera el mismo celeste. Creyó que allí brillaría con mayor intensidad, que quizá en lugar de celeste fuera azul. Pero al mismo tiempo, esa familiaridad la reconfortaba. Volvió la mirada hacia su madre, agotada, con ojeras que parecían haberle comido el rostro. Flaca, desnutrida. La prioridad había sido el pequeño. Y él... ¡Qué decir del benjamín de la familia! Cachetes grandes, rosados, el cabello oscuro como lo había tenido papá, la misma sonrisa de mamá - difícil de adivinar en su actual semblante demacrado -, el llanto casi silencioso como si verdaderamente no quisiera ser una carga para mamá.
Cuánta lástima sería por su madre. Había sido fuerte allá, en su infancia, con su esposo al lado. Extrañaba a su padre, pero su madre seguramente más. Porque él había sido el que había ideado el viaje, el que trabajó a destajo para conseguir el dinero y los lugares en el barco. Se encargó de vender todo, de ponerlos en el barco y antes de partir, dos o tres semanas antes, enfermó y murió.
¿Cómo se las arreglaría su madre, con ese pequeño a cuestas? Un país nuevo, con un idioma nuevo, con gente que no conoce, con la responsabilidad de sostenerse de pie, con la entereza de toda su vida. La miraba  y trataba de reconocer en sus facciones tristes la mujer que le enseñó a ser una buena persona, a ganarse el pan para la familia. La buscó y creyó encontrarla debajo de la trama de arrugas nuevas, fruto del viaje y de la muerte tan cercana.
Papá murió antes de zarpar. No podía culparlo. Había desgastado su salud para que su familia tuviera lo mejor. Pero ella, que derecho tenía. En el lecho de muerte su padre había tomado su mano y le había dicho "cuida de tu madre y de tu hermano". Y ella, con lágrimas en los ojos, le había prometido que lo haría. Sin embargo, le había fallado.
Un tripulante anunció que descenderían a tierra firme, en el puerto. Todos se apuraron a ponerse de pie y tomar sus cosas. La mujer en el rincón hizo lo propio, tratando de sostener a su pequeño y poner bajo el otro brazo sus dos valijas. Valentina reprimió un grito de impotencia al alargar sus brazos para ayudarla y traspasarla como si su madre fuera una entidad de aire. Pero era ella el fantasma, era ella con sus jóvenes quince años y esa tos que comenzó a poco de partir. Esas noches de calor inhumano quemándole el alma, atosigándole la cabeza. Esa espesura de noche sin fin ante el dolor de su madre, su mano firme sobre la suya, el rezo interminable, las promesas a un Dios demasiado ocupado en demasiadas miserias juntas y la despedida definitiva, sin mediar palabras, en una simple y devastadora mirada.
Su madre avanzó con su hermano y las valijas, a ritmo lento y torpe, aturdida por la vida. Trató de seguirla, pero estaba inmóvil. La bodega quedó vacía y volvió la oscuridad, con la fuerza de la marea en plena tempestad, arrojándola hasta el fondo de ese barco, ahora su morada, su lecho de muerte. Atrapada para siempre en aquel lugar donde la esperanza se confunde con los sueños, las ilusiones con lo imposible y la vida con la muerte. Cientos de fantasmas como ella, compartiendo un lugar, pero sin poder sentirse, siendo testigos de miles de rostros ajenos que sufren y sueñan al mismo tiempo, con la esperanza de toparse algún día con los que importan, los rostros de quiénes dejaron atrás.
Los rostros de su sangre.

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