Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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4 de agosto de 2015

El ventanal del edificio de enfrente

La habitación era pequeña, pero confortable. El departamento en si resultaba espacioso, con varios baños y una sala de estar amplia, con sillones, mesa e incluso televisor. La cocina estaba aparte, lo que brindaba mayor comodidad. Había otras habitaciones con otros inquilinos, como sucede en los departamentos modificados para subdividir los ambientes y alquilar las piezas. Es un negocio rentable, redondo, sin fisuras. Más en ciudades grandes, donde la gente acude para estudiar o trabajar.
La ventana, la de la habitación - porque en la sala común no había como tampoco balcón - daba a la calle. Una cortada muy cerca de una avenida, que contrastaba con el ajetreo del tráfico automotor de otras arterias cercanas. De veredas angostas y calle aún empedrada, aunque disimulada por una fina cama de asfalto, la zona podía calificarse de tranquila. Casi un microclima dentro de la gran ciudad. Quizá por lo angostas de las veredas, los edificios parecían aproximarse de un lado y del otro de la calle, si bien era solo una sensación visual desde la ventana.
No era mía. Difícilmente habitaría en una ciudad donde la gente se aglutina en cada rincón y la rutina sea correr para todo, para llegar antes a la parada del colectivo, para poder entrar al subte, para ganar un minuto y cruzar la calle antes que el semáforo lo impida. Inconscientemente la vorágine nos devora y al poco tiempo de estar en sus fauces, nos hace creer que el tiempo marcha de manera distinta y que nuestras vidas dependiera de cómo nos movemos.
La habitación era de mi mujer, que cada tanto se afinca en ese vertiginoso mundo por cuestiones laborales y la mía era una visita de pocos días. No conocía ese lugar. Hacía rato que había optado por permanecer en mi ciudad, mucho más chica y silenciosa en lugar de acompañarla como otros años. Además, si bien los hijos ya están grandes, tampoco son adultos y necesitan de alguien cerca. Y las obligaciones escolares y sus amigos, impiden que se puedan movilizar tanto como cuando dependían en todo de sus padres.
Pero no fue el departamento ni esa zona de la ciudad lo que llamó mi atención. Fue la ventana. Pero no la nuestra, la que compartíamos con mi mujer cuando entrábamos a la pequeña habitación, sino la otra. La que vidrio de por medio y varios metros, en un cruce imaginario por encima de las veredas y la calle, nos miraba desde el edificio de enfrente.
Era un doble ventanal que mostraba un espacio vacío, salvo por detalles determinantes: un atril de pintor, dos enormes cuadros en la pared de cara a la ventana, manchas de colores en las paredes y tres flores troqueladas en papel y pegadas al vidrio.
Un poco más abajo, en la facha del edificio, se anunciaba la venta del piso. Las medidas eran colosales. Le pregunté a mi mujer que había sido ese lugar, si acaso un taller de pintura o estudio de un pintor. Me dijo que no sabía, que cuando llegó ya estaba el cartel de venta y que jamás había visto luz encendida y mucho menos, alguien en ese lugar.
Cada tanto, mientras me cambiaba o me preparaba para acostarme, a lo largo de esos días, me detenía a observar con curiosidad hacia aquel lugar vacío atrapado en un edificio de cuatro pisos y varias puertas en la fachada a la calle. Había algo que me cautivaba. Pero no sabía afirmar con precisión qué. Uno de los cuadros mostraban una figura que semejaba a un humano, pero con un cuerpo trazado con líneas simples y rectas y una cabeza redonda y expresiva, con la boca abierta de manera exagerada y los ojos inyectados de asombro.
La pintura a su lado era una explosión de rayas de colores, que nacían en un centro y se expandían en trescientos sesenta grados desde el punto en común. Pero una mitad del cuadro tenía fondo claro y el otro, una especie de rojo desteñido, como el de la sangre, pero seca y olvidada.
Las manchas en las paredes eran pequeñas, coloridas, hechas al azar pero con un patrón o lógica. La idea había sido, sin dudas, darle vida al apagado celeste de fondo. El atril, por su parte, estaba en el extremo derecho de la habitación. No sostenía ninguna hoja, pero estaba allí esperando algo. Su presencia era inquietante.
Las flores de papel cortadas, pintadas y pegadas en el vidrio era el detalle que delataba, a mi entender, un género. El femenino. Una tarde le dije con total seguridad a mi mujer que allí vivía una profesora de dibujo o artista plástica que daba clases y que algo le había pasado. Algo trágico y terrible. Algo que había detenido el tiempo en aquella gran habitación del edificio de enfrente. Ella rió con ganas. Me achacó que tenía mucha imaginación. Podía ser cierto, pero los detalles...
Debo reconocer que a favor de su teoría, en la que me enumeró todas las razones por las que era más fácil suponer que en realidad solo se le había terminado el alquiler a alguien o esta persona había dejado de dar clases, había varios puntos interesantes. Pero en cada ocasión que miraba a través de la ventana, esa sensación que a veces tenemos cuando está por avecinarse una tormenta me asaltaba con fuerza, erizando la piel de mis brazos.
Siempre en penumbras, el atril vacío, eran signos y voces que en silencio clamaban por algo. El cuadro de la figura gritando me conmovía cada vez más, de la misma manera que lo hacía la silenciosa explosión de colores del cuadro contiguo. Ningún movimiento, nadie visitando el sitio para comprarlo. Como si hubiese quedado en el olvido, como si el enorme cartel fuera una mera decoración que no le importaba a nadie.
- Allí murió alguien, por eso no se llevan las cosas - musité una noche, con la luz apagada. Mi mujer se revolvió en la cama y murmuró algo. No entendí qué. Quise cerrar los ojos, pero ya no pude. La idea creció en mi cabeza.
A la mañana siguiente preferí quedarme en el departamento. Alegué una descompostura. Ella salió a hacer unos trámites. Aproveché y bajé a la calle. Crucé hasta el otro lado y toqué timbre en una de las puertas. No respondió nadie al llamado. Podía ser que justo oprimiera el del piso vacío. Probé suerte con otra. Tampoco tuve éxito, Golpeé en todas. No hubo respuestas. Era probable que todos salieran a trabajar, que los niños estuvieran en sus respectivos colegios. Era probable. Cómo también que ellos supieran que yo sabía y que entonces escogieran dejar las cosas como estaban, en la oscuridad, optando por no abrirme la puerta.
Volví resignado al departamento. Cuando volvió mi mujer, le dije que estaba mejor. No era cierto. Aproveché los últimos días de mi visita para alejarme todo lo posible de aquella vista. Fuimos al cine, al teatro, compartimos un asado con amigos, recorrimos librerías y gastamos las suelas de nuestras zapatillas recorriendo zonas de compras.
La última mañana de mi visita le di un beso a mi mujer, agarré el bolso y de espaldas a la ventana, rodeándola con el brazo por la cintura, tomé una foto para recordar esos preciosos días juntos en el mismísimo infierno del caos citadino, junto al amor de mi vida, a quién pronto tendría nuevamente en casa.
Cuando llegué a casa descargué las fotos, sin poder quitarme ese ventanal doble de mi mente. Busqué la última fotografía y la imprimí en papel de buena calidad. La miré un buen rato, sin sorprenderme. La sonrisa amplia y hermosa de mi mujer domina la escena, y como siempre que la miro, me quita el aliento, me inspira paz, me da alegría. Detrás de ambos, a través de nuestra ventana, está el ventanal doble. A pesar de la distancia, la imagen es clara. La pared salpicada de colores, los dos cuadros imponentes, el atril vacío, las flores recortadas sobre el vidrio y la figura flácida y desgarbada de una mujer de cabello oscuro y largo, con ojeras profundas resaltadas por los rastros visibles de sangre que caen como pequeños hilos de su frente mirando triste y resignada hacia nuestra habitación, sabiéndose presa de la eternidad y del destino.
La foto descansa enmarcada sobre la repisa de la chimenea. Hace años que no viajo a la gran ciudad, pero estoy seguro que aquella escena permanece imperturbable, atrapada en el tiempo.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Se insinúa un misterio, pero el narrador personaje no se atreve a proseguir, dejando a lector con el principio de una incognita.