Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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17 de agosto de 2015

Diluvio imposible

Las primeras gotas cayeron en forma oblicua, golpeando contra la ventana. Una, dos, tres... de pronto una docena, luego, un diluvio imposible.
El vidrio se tiñó de rojo y el otro lado era un misterio tenebroso. Nos levantamos abruptamente de la cama. Estábamos prácticamente desnudos. Corrimos a la puerta para salir a la calle pero nos detuvimos ni bien entramos a la sala de estar, al sentir bajo nuestros pies la humedad helada que mojaba la alfombra.
Encendimos las luces y reprimimos al unísono nuestros gritos. La alfombra estaba tan roja como una herida abierta. La sangre entraba a raudales por debajo de la puerta.
Ella se abrazó a mi cuerpo con tanta fuerza que caímos de espalda. Fue como chapotear en medio de una salvaje carnicería. Nos pusimos de pie como pudimos, resbalando en aquel torrente sanguíneo a escala y buscamos refugio en las habitaciones más alejadas.
Pero el pasillo estaba inundado y ningún lugar estaba a salvo. Ahora podíamos escuchar el estruendo de aquella lluvia feroz golpeando contra el techo. Parecían balas rebotando contra las tejas. Nos acurrucamos en un rincón, llorando casi sin darnos cuenta.
Cuando el sonido cesó, abrimos los ojos de a poco y separamos nuestros cuerpos como para poder observar alrededor. No dábamos crédito a lo que veíamos. La habitación estaba impoluta, sin una mancha roja.
Caminamos hasta el pasillo, revisamos cuarto por cuarto y pisamos nuevamente la alfombra: seca, como si jamás se hubiera vertido sobre la misma, líquido alguno. El silencio era absoluto. Fuimos hasta nuestra habitación. Podíamos ver la ventana y a través de ella. El paisaje era el anodino de siempre, con sus casas, la calle angosta y del otro lado, la plaza de juegos.
Pero había algo más que nos sobresaltó. En el centro de aquel paraje verde rodeado de hamacas, toboganes y sube y bajas, había una extraña montaña, tan alta que no podía creerse.
La tomé de la mano y corrimos hacia la calle. De la misma manera que lo hacíamos nosotros, otros vecinos se asomaban para corroborar lo que veían desde dentro. Apenas iban vestidos, sorprendidos a tal hora de la noche. Nos fuimos acercando a la plaza con el mismo espanto que minutos antes habíamos soportado esa particular tormenta.
Al hacerlo, comprobamos que no nos habíamos equivocado. El montículo era gigantesco. Apilados, uno sobre otro, en una montaña del terror, hueso sobre hueso, cráneo sobre cráneo, esqueleto sobre esqueleto. Entre uno y otro, en algunas partes, a pesar de la oscuridad, podía verse -  y olerse -
la sangre fresca.
Nos quedamos allí unos breves segundos. Luego, corrimos hacia nuestras casas. Allí estamos ahora, en silencio, sin abrir la boca, pensativos, tratando de entender lo que ha pasado. En la mente aún reverberan las gotas pesadas y oscuras, y en los cuerpos, sentimos aún la humedad de la muerte ahogando cada uno de nuestros sentimientos.
Tememos, ante todo, que las gotas vuelvan a golpear las ventanas.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Pasó algo siniestro y parece que va a repetirse.
¿Que habrá pasado?