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17 de julio de 2015

Adiós hasta luego

Cuando uno sale de su casa no se prepara para no volver. No hay ceremonia, más allá de un beso en la mejilla, de un "adiós hasta luego", del silencio que se deja atrás solo interrumpido por el tintineo de las llaves.
Asomarse a la calle, aventurarse en la sociedad, en el entramado de calles y personas, de edificios y coches, del vértigo y la rutina, es un acto mecánico, casi inconsciente.
El motivo es diverso, a veces una excusa, otras una obligación. El trabajo, una cita, ejercicios, las compras, un encuentro, un olvido, una clase, una visita, un paseo. El catálogo sería infinito.
Según la ocasión, se viste bien, ropa cómoda, un poco de perfume, calzado liviano, todo terreno, las tarjetas, la billeteras, las llaves del auto, el candado de la bicicleta, el boleto de tren, la bolsa de las compras, o simplemente, sale, sin más.
Nadie repara en cómo ha dejado la mesada, si la cama ha quedado hecha, el polvo sobre las repisas, el libro a un lado del sillón, el control remoto encima del microondas, los huevos sobre la heladera, el reloj de la cocina sin pilas, los anteojos de lectura fuera de su estuche, las pre pizzas sobre la mesa; nadie mira hacia atrás para una última mirada, porque jamás se piensa en eso, porque cuando uno sale de su casa no imagina no volver.
El destino sin embargo no sabe de planes, de fechas, de promesas. Tampoco es cruel. Es directo, inesperado. tajante, definitivo.
Un accidente, un delincuente, una distracción, un conductor borracho, la caída de un alero, un avión con desperfectos, una caída desafortunada,  una bala, un cuchillo, el corazón, la mala suerte. Tantas posibilidades en el abanico de la muerte.
Y cuando las horas pasan y el sonido de la puerta no se escucha, ni los pasos en la entrada repiquetean como cada noche, ni el perro ladra cuando suele hacerlo, los que nos esperan se inquietan. Y en la casa, los objetos que allí dejamos permanecen como los dejamos, al aguardo del polvo y el tiempo, de su propio destino, el confinamiento en cajas, el reparto inescrupuloso, el olvido en el destierro.
Cada partida es un pedido silencioso de abrazo, el deseo de una última mirada, un arrebato de arrepentimiento y al mismo tiempo, un miedo a confrontar, un terror que erradicar. Porque sin saberlo puede llegar la muerte.
Cuando uno sale, no lo piensa.
Cuando uno sale, cree que va a volver.
Cuando uno sale, lo hace a ciegas.
Y está bien. Porque una cosa es el destino, y la otra, la libertad de vivir.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Buenos comentarios

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Nadie repara en...Una afirmación cuestionable. Hay gente capaz de volverse para ver si dejo algo en tal situación, si dejó tal luz prendida o apagada, si cerró la llave de gas, si cerró la puerta del fondo.
Hay gente con rasgos obsesivos.

Camilo dijo...

Pende de un hilo la estabilidad de todas las cosas. Nadie sabe si al salir, va a volver, pero esa es sólo una posibilidad. Porque tampoco sabe nadie si al salir va a volver, pero habrá cambiado tanto por dentro que ya no sea la misma persona regresando.
Gran relato.
Saludos,
Camilo
http://idasueltas.blogspot.com/