Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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8 de diciembre de 2014

Rosa en sepia (3 de 5) - Escrito junto a Juan Esteban Bassagaisteguy



– 9 –
—¡Qué pare de llorar, por Dios, qué pare de llorar!
—¡No dejes que se escape, Tomás, cerrá la puerta!
El guardia empujó la hoja de la puerta y el hombre vestido solo con una bata se estrelló violentamente contra la madera. Cayó de espaldas, de manera estrepitosa. Otros dos guardias lo alcanzaron, poniéndolo de pie casi de inmediato.
—Vamos adentro, se acabó el paseo por hoy.
Diez metros más adelante, junto a un televisor, otros internados elevaban la cabeza observando las imágenes en movimiento. El volumen estaba en cero y a nadie le importaba.
Solo un rostro estaba vuelto hacia donde los guardias se llevaban al hombre de la bata. La joven tenía enormes ojeras y la piel muy pálida. Sentía el cuerpo ido, lo mismo que la mente. Sin embargo, tenía la certeza de que no pertenecía a aquel lugar.
El doctor canoso que había entrado minutos antes a la sala y ahora conversaba con una enfermera, le resultaba extrañamente conocido. Incluso, hasta la manera de acercarse a ella le parecía difícil de entender. Mientras que a otros los trataba con total indiferencia, a ella la miraba con simpatía, como si la conociera de otra vida.
Aquella mañana le había prometido que pronto se iría del lugar. No necesitaba estar demasiado lúcida para comprender que aquel no era un hospital común. Un pasillo largo llevaba a un ventanal y lo recorría con total libertad a diario. Por las ventanas podía ver los pabellones y a los pacientes deambulando por los patios internos. Aquello era un manicomio.
El paciente vestido solo con la bata fue sacado a la rastra del lugar. El doctor canoso dejó a la enfermera y se acercó a ella. Se situó a sus espaldas y con delicadeza movió la silla de ruedas. La empujó con calma, en dirección a una de las puertas que llevaba al exterior.
Una vez afuera, respiró hondo el aire puro. El verde de la vegetación le confería al lugar un calificativo especial, pero carecía de la totalidad de sus sentidos para poder definirlo con una sola palabra.
El doctor dejó de empujar y se colocó frente a ella.
—Yo te vi nacer, en este mismo lugar.
Ella lo miró sorprendida, y se imaginó que el hombre no era en realidad un doctor, sino otro paciente. Estuvo a punto de decir algo pero él no la dejó, porque siguió hablando.
—Tu padre y yo éramos grandes amigos, pero tomamos caminos diferentes. El recurrió a mí cuando ya era tarde. No obstante, pude salvarte. Pensé que afuera de este lugar no duraría un instante y menos con vos a cargo. Pero me equivoqué. Sin que él lo supiera, vigilé su vida, preparado para ayudarlo. Estaba seguro de que tarde o temprano se descarrilaría nuevamente, pero vos lo cambiaste.
Hizo un silencio. Ella no podía imaginar qué recuerdos pasaban por su cabeza, pero supo que eran fuertes.
—Tu padre... no era una persona normal. No me refiero a la locura, sino a su profesión. Era... muy particular. Nunca lo creí hasta que vi a tu madre darte a luz...
—¿Realmente estuvo usted cuando yo nací?
—Mirá, es largo de explicar. Tu padre era un cazador de espectros, uno de los últimos. Y creo que no ha muerto; o, al menos, es lo que quiero creer. Creo que lo han convertido en uno.
Ella se quedó mirando al hombre de blanco. Apenas si podía entender lo que le decía.
—¿Por qué estoy aquí? Tendría que estar en una clínica común, haciendo quimio, o esperando para morir en paz.
—Es que no tenés cáncer. Lo sé, porque fui testigo de la muerte de tu madre. Lo que tenés es otra cosa. Es la puerta a otra dimensión. Tu padre nunca lo supo y por eso está muerto. Yo lo sé, porque tuve que matar a tu madre. Lo siento tanto…, pero tuve que matarla.
El médico se derrumbó a los pies de la silla de ruedas, ante los atónitos ojos de la joven. Algo se había resquebrajado en el aire y era la realidad misma.

– 10 –
El hombre abrió la puerta de la casa en ruinas e ingresó en una amplia sala. Frente a él, una escalera ubicada en mitad del lugar —en la que una mezcla de tierra apelmazada, guano de murciélago y musgos ocultaban el mármol que la recubría— lo invitaba a ascender.
No lo hizo, porque un olor mayor al de la humedad reinante en toda la casona puso sus sentidos en alerta.
Y entonces lo vio volar hacia él.
Sin embargo, el hombre permaneció estático donde estaba. El fantasma estiró los brazos y abrió sus fauces en la estocada final. Y allí fue cuando Enrique Gómez, cazador de espectros, sacó las manos de atrás de su espalda y lanzó un puñado de sal gruesa directo a los ojos rojos de su atacante. Este se frenó en seco, no solo sorprendido porque el hombre no huía sino, sobre todo, porque la sal quemó su esencia incorpórea. Y le dolió.
Aunque no tuvo demasiado tiempo para sentir el ardor interno. Rápido, el cazador de espectros sacó de la vaina que llevaba en su cinturón una daga dorada con forma de cruz —bañada en agua bendita—, se abalanzó sobre el fantasma y la hundió en el lugar donde, en vida, estaba el cuello de su rival. Este se retorció, atónito, confundido, y, sin emitir un solo gruñido, explotó en millones de gotitas de luz.
Enrique Gómez observó cómo estas se unían en el aire formando el cuerpo esbelto de una mujer; a la vez, y junto al cielorraso del lugar, una puerta blanca apareció de la nada. La mujer se elevó, atravesó el portal y desapareció cuando este, esfumándose en un punto brillante, se cerró.
«Listo, misión cumplida», pensó. Y, envainando la daga, salió del lugar en completo silencio para perderse en la oscuridad de la noche.
Un par de minutos después, un Ford Valiant rojo llegó al lugar. Su conductor bajó y, mirando la casona mientras escupía el resto de un cigarro cubano, percibió que allí ya no había fantasmas. Y maldijo por el alma que se había perdido de recolectar por solo unos segundos.
Otra vez.

– 11 –
El conductor del Valiant no vio ninguna luz encendida en la vivienda, y siguió manejando su auto a baja velocidad hasta que, luego de doblar en la esquina, lo estacionó bajo un foco de luz amarilla. Bajó de él, dirigió la vista al foco y desprendió de sus ojos dos llamaradas incandescentes que lo hicieron estallar sin hacer ruido. Luego hizo lo mismo con el resto de las luminarias de la calle, y todo quedó a oscuras.
Satisfecho, caminó hacia la casa por la que había pasado antes. Llegó a ella y olfateó el aire. No había rastro del cazador de espectros y eso significaba dos cosas: una, que seguía en plena faena por la ciudad; y otra, que su esposa estaba sola. Y aunque el primer punto le generaba un resquemor insoportable, el segundo inclinaba la balanza a su favor.
Se elevó en el aire hasta llegar al primer piso de la morada. Descendió al balcón y sonrió al ver que la persiana estaba alta. Entonces, elevó sus brazos, apoyó las manos contra el ventanal y, dibujando en el vidrio un círculo enorme, desplazó un fragmento igual a su circunferencia y el mismo desapareció en el aire.
Entró en el hogar y volvió a usar su sentido del olfato. La mujer dormía. En la habitación contigua. Y no estaba sola. O sí, porque la otra presencia que el recolector de almas olió fue el pequeño ser que la mujer llevaba en su vientre encinto.
«Espera una niña. Ocho meses de embarazo». Entonces le sobrevino una repentina idea, chasqueó los dedos y desapareció.
La mujer, que dormía de costado, despertó cuando sintió que unos dedos atrevidos rozaban sus pezones bajo el camisón de seda. Sonrió y se movió sinuosa, rozando con sus nalgas la dureza que, allí abajo, se apoyaba contra ella pidiendo más.
—Mmm… Cómo me gustás —suspiró, mientras notaba (y disfrutaba) cómo su entrepierna se humedecía. El hombre deslizó su ropa interior de algodón y ella contrajo su pierna izquierda dejando su sexo en libertad. Él la penetró con suavidad en la oscuridad de la habitación y los movimientos de ambos crecieron en intensidad y lujuria; como tantas otras veces, llegaron al orgasmo en perfecta comunión. Luego, su esposo se retiró de ella y se acostó a su lado. La mujer, entonces, prendió el velador de la mesa de luz. Y el rostro se le enmudeció de terror.
No era su marido quien yacía en la cama junto a ella, sino un hombre flaco, desgarbado, que le sonreía mostrando una dentadura completamente irregular. La mujer llevó sus manos a la boca pero no alcanzó a gritar porque el hombre la tomó del cuello y ambos se elevaron en el aire. Ella intentó defenderse golpeándolo con sus puños, pero fue en vano; sintió cómo poco a poco el aire se esfumaba de sus pulmones ante la presión en su garganta y dejó de pelear. Fue entonces cuando Arnaldo, el recolector de almas, besó los labios amoratados de la mujer y sopló en el interior de su boca. Ella abrió grande los ojos al sentir el fuego que la quemaba por dentro, y fue lo último que hizo antes de que su espalda golpeara contra una de las paredes de la habitación; su agresor la había arrojado contra ella y algo se rompió en su interior. Ninguna de sus extremidades volvió a responderle.
El intruso dejó de flotar, apoyó sus pies sobre el suelo de la habitación y, complacido, observó el resultado de su obra: la mujer no moriría —no en ese instante— y tampoco volvería a mover ni sus piernas ni sus brazos. Aunque eso no era todo. Porque el hálito de fuego que había echado en la boca de la esposa de Gómez iba quemándola por dentro, sin prisa pero sin pausa; y, a la vez, mutándola en un ser único sobre la Tierra. Ya se notaba. Y no solo en las protuberancias que comenzaban a salirle en la frente, por encima de sus ojos, sino también en la coloración amarilla de estos y en las membranas grises, terminadas en garras, en las que se iban transformando sus brazos. Un murciélago. Que no podía mover sus alas. Qué ironía.
Y además estaba lo otro. Su semen había penetrado la placenta, y la niña que crecía en el vientre de la mujer —y a la que había prestado atención en no dañar en ningún momento— ya no era una niña normal. Lo había sentido en el preciso momento de eyacular: el feto se había contraído en una forma imposible dentro de la mujer, y en su pequeño torso en formación había brillado una luz acompañada de los gritos de cien mil almas en pena. Que solo él escuchó.
Ya estaba hecho. El portal estaba abierto. Para bien o para mal.
Siguió mirando a la madre de la futura beba. Que ya no era la madre, sino un despojo de carne, mitad humano, mitad murciélago. Y que, sin poder moverse, lo miraba furioso con sus ojos color de la orina.
Arnaldo fue junto al monstruo y escupió un gargajo en medio de los cuernos nacientes.
—Conmigo no se jode —dijo. Y, chasqueando los dedos, desapareció del lugar.

(continúa el jueves 11 de diciembre)...

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Ahora la simpatía se vuelca al personaje, que ha demostrado ser una cazador de espectros, que ha liberado a un fantasma femenino. Lo cual ha privado a Arnaldo de una víctima. Y Arnaldo ha respondido con esa especial y cruel venganza. Y se ha descubierto lo que tiene la hija del cazador.
El médico es sospechoso de ser odioso.
Que buena historia.

mariarosa dijo...

Fuerte historia. Va tomando forma y se van definiendo los personajes.

Muy bueno.

mariarosa