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13 de septiembre de 2014

Santo y seña

Los verdes campos se habían teñido de rojo durante las últimas centurias. Las batallas entre los imperios renacientes, las pujas de poder, la sórdida crueldad de los reyes de las naciones, vapuleaban la paz.
En las enormes abadías, en las tabernas, se habían instalados códigos para poder entrar. Las puertas de robusta madera no eran solo el medio de acceso: representaban verdaderos paredones que mantenían a salvo el interior de la barbarie al aire libre, incluso, abarrotado de pestes y enfermedades.
Las palabras claves, que debían ser pronunciadas desde el lado externo de la puerta y reconocidas por la persona que estaba en el interior, se las conocía como santo y seña. La modalidad, implementada durante las guerras por los centinelas para identificar a los soldados propios, fue instalándose en otros ámbitos.
De esta manera, un religioso que tras cruzar campiñas, colinas y decenas de poblados, si quería ingresar, por ejemplo, al monasterio ubicado en la ladera de la montaña, cerca del río, debía saber el santo y seña del lugar. El mismo era proporcionado por contactos y garantizaba que la persona que lo poseía, era de confianza.
Claro que cada lugar tenía su propio canto, con su respectiva respuesta. Memorizar cada uno se hacía difícil, no obstante, era la diferencia en muchos casos entre la vida y la muerte. Había lugares donde largar un santo y seña incorrecto equivalía a decir el propio epitafio.
Entre tantos tormentos, las guerras que se desataban como lluvias de verano, el cansancio de largas jornadas de caminata, el esfuerzo de sobrevivir con la escasez de alimentos, las plagas, las enfermedades, la capacidad de pensar en ocasiones se veía reducidas y muchas personas, agotadas mentalmente, caían destruidos en ese último paso, cuando desde el otro lado de la madera una voz pedía gravemente esa frase salvadora.
En un pueblo sin nombre, en medio de la nada, un grupo de religiosos, rechazados en una abadía por no recordar el santo y seña, armaron una revuelta. Los hombres de paz, desataron la furia. En realidad, era eso o morir en manos de unos bárbaros, que los venían persiguiendo desde hacía días.
En medio del caos, de campos incendiados, pudieron huir. Sin embargo, reunidos alrededor de una hoguera, hablaron lo siguiente:
- Con esto del santo y seña me tenéis hasta los huevos.
- Euladio, cuida tu vocabulario, estamos ante hermanos.
- Hermanos que no os ponéis de acuerdo en las palabras a decir y ahora, aquí estamos, escapando por poco de la muerte.
- Es la única manera, lo sabéis.
- Tiene que haber otra, esto no puede proseguir toda la vida. En un futuro los santos y señas dejarán de existir, recordad lo que hoy les digo.
- Pues claro, hombre, a quién se le ocurre pensar que la humanidad deba recurrir a estos artilugios de tiempos arcaicos para estar segura.
Los hombres prosiguieron discutiendo en la hoguera, mientras la noche consumía el sueño. Siguieron huyendo al amanecer, entre colinas y bosques devastados por las guerras, pisando los pastos de los campos rojos, que otrora fueran verdes y que quizá en el futuro, volverían a serlo.

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