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1 de septiembre de 2014

Livingstone, el movedizo

¡Qué jugador Livingstone, el movedizo! Un zurdo de novela, pero que le gustaba jugar con el perfil cambiado por el carril de la derecha. Corría toda la cancha con la misma intensidad los noventa minutos del partido, como si tuviera un pulmón extra o una receta mágica para no cansarse.
No estaba nunca quieto, siempre en movimiento, pidiendo la pelota, acompañando al ataque, defendiendo, presionando, incluso en el momento de la foto había que pedirle que dejara de dar saltitos. Cuando el partido se detenía por cualquier circunstancia seguía trotando, hacía zig zag, ejercitaba de alguna manera su cuerpo.
Y con la pelota al pie, era un monstruo. Se lanzaba en carrera, sabiendo la posición de su compañeros, dando el pase justo, el centro certero o el toque para buscar la devolución al vacío. ¡Qué jugador Livingstone, por favor!
Por eso es que el Sportivo Cruzada lo trajo para la Copa, porque era un diamante en bruto, un jugador con un futuro brillante en el fútbol mundial. Así lo entendió el cuerpo técnico, que de inmediato lo puso en el once titular. Y Livingstone se ganó a la hinchada en un solo partido.
El progreso fue meteórico. Titular indiscutido, ídolo de la hinchada y el preferido por los equipos europeos en los sondeos de mercado, con cotizaciones que aumentaban partido a partido. Faltaban solo dos cosas para que el juvenil viviera su primer año profesional en el fútbol grande nacional. Una, salir campeón de la Copa. La otra, una gran venta a un club del viejo continente, que le asegurara el porvenir económico.
El destino dictaminó que estuviera a un paso de las dos cosas, en la última semana de julio del año pasado. El equipo había llegado a la final, tras un arduo camino recorrido. Livingstone había sido crucial para alcanzar la meta. Eso le valió la primera oferta que el Sportivo consideró. El Real de España ofreció más de veinte millones de euros por la joven promesa.
El destino, al mismo tiempo, sentenció un paro de transporte aéreo justo el día antes de la final. El viaje, entonces, se haría por tren, aprovechando las nuevas unidades del ferrocarril, que prometían confort y un viaje más rápido que el ómnibus.
Livingstone, que daba saltitos de un lado a otro, trotaba en el sitio, estiraba brazos y piernas, se movía junto al grupo de jugadores y cuerpo técnico, que avanzaba por el andén, esperando la llegada del tren de las doce, en el que partirían hacia el partido final de la Copa.
El capitán Randazzo, fue el de la idea de fotografiar el momento. ¡Una selfie, una selfie! gritó con algarabía, acomodándose de espaldas a las vías, con el smartphone apuntando hacia él y el resto de los jugadores que empezaban a acomodarse detrás. ¡Ahora, que viene el tren! gritó otro, contento con la idea de ser retratados con los vagones llegando.
En el momento del "flash" de la cámara del teléfono, se escuchó un sonido desgarrador y el grito de horror de la multitud que observaba la situación. El cuadro no podía ser peor. La sangre había manchado incluso a los jugadores, que seguían sin entender lo que sucedía. Hasta que comprendieron que Livingstone no estaba con ellos.
Marchetti, el técnico, se agarraba la cabeza, mientras sus compañeros comenzaban a temer lo peor. "¿No lo vieron?" preguntaba, azorado. "Estaba detrás de todos, dando saltitos y de repente... - las palabras no acudían a la boca - de repente perdió el equilibrio y se lo llevó puesto el tren".
El partido se suspendió una semana, la copa se perdió, Livingstone se transformó en un recuerdo y la selfie quedó archivada en la memoria del celular, sin ganas de ser vista: rostros felices, ojos sonrientes y colmados de sueños, y los brazos revoleándose al cielo de Livingstone, perdiendo el equilibrio; justo a la derecha de la imagen, el fantasma oscuro del tren, casi una mancha, arribando con fuerza.
Qué jugador ese muchacho, lástima tanto movimiento, tanta euforia trocada en desencanto.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es ficción pero pudo haber pasado, con esa manía con las selfies.