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14 de junio de 2014

El anillo


Un anillo bastante simple, de plata, sin inscripciones ni nada que lo hiciera sobresalir. Estaba en el asiento del colectivo, olvidado. Estuvo a punto de sentarse encima, pero un reflejo hizo que moviera la cabeza y lo divisara. Pudo haberlo pasado por alto, no darse cuenta, sentarse, hacer el viaje, levantarse y bajar, dejándolo atrás, pero no fue así. Porque el destino no es caprichoso, sino maligno.
Existe cierta característica en el ser humano, casi innata, que nos obliga a considerar todo hallazgo como un hecho positivo. Aun más cuando creemos que tiene un valor. En este caso, monetario. Si era de plata, podría valer algo. Y si así no lo fuera, venía de "arriba". Había sido perdido por alguien y ahora, recuperado.
Esteban aprovechó el viaje para estudiarlo. Pronto se acercaba el cumpleaños de su novia. ¿Sería un anillo de mujer o de hombre? Tenía poca experiencia en el tema. Debería consultar para estar seguro. Si resultaba ser para varón, su hermano cumplía años en un par de semanas. Aunque, también estaba la posibilidad de quedárselo. El anillo, por más sencillo que pareciese, era llamativo.
O al menos, había algo que lo hacía diferente. No podía precisar exactamente qué. Pero había algo. No le cabía la menor duda. Quizá la forma en la que el sol se reflejaba sobre su superficie pulida, o la perfección de la circunferencia, o bien, el hecho de no tener ningún grabado, que permitía sentirse dueño absoluto del objeto encontrado.
Es mío, pensaba sin quitarle la mirada. Era tal la atracción que sentía por el anillo, que no vio la calle en la que iba el ómnibus y se pasó de largo. Bajó a las apuradas, detrás de un grupo de chicas de algún colegio. Miró a su alrededor y tuvo una certeza: estaba perdido.
Se acercó a una señora que barría la vereda y le preguntó dónde estaba. La mujer le dijo el barrio, pero nunca lo había escuchado. Le pidió que le repitiera, creyendo haberle entendido mal, pero entre barrida y barrida, la señora repitió el mismo nombre que antes.
- ¿Y cómo vuelvo hacia el centro, usted sabe? Tengo que llegar a la universidad.
La mujer lo miró con cierta extrañeza en el rostro.
- ¿Qué universidad?
No había sido específico, tenía razón. Le aclaró que la de Derecho y en lugar de una explicación, recibió como respuesta una risotada. La mujer, olvidándose de él, comenzó a barrer hacia la dirección contraria, metiéndose pronto por un pasillo que daba a una puerta. Segundos después, ya no estaba más.
Esteban quedó sorprendido. ¿Qué clase de locura cargaba esa persona? pensó contrariado, en tanto jugueteaba sin darse cuenta con el anillo, que aún sostenía en su mano derecha. Se percató de ello y se lo colocó en el dedo anular.
Un hombre mayor, que paseaba a su perro, se detuvo a su lado.
- Pieza única, del 25.
Las palabras lo tomaron por sorpresa, demoró unos segundos en comprender que le hablaba a él.
- Perdón... no lo entiendo. ¿Del 25 qué?
- Del año 25, por supuesto. Mírele el perfil, es indiscutible.
Le hizo caso y observó con detenimiento el anillo que tenía en su dedo anular. No encontró nada fuera de lo común.
- ¿No lo ve? - insistió el hombre, mientras el perro orinaba contra la pared de la casa donde se había metido la mujer - Tiene las marcas.
- La verdad, no veo nada.
El hombre hizo un gesto de reproche y dándole un tirón de la correa, obligó al perro a seguir marchando.
- ¡Espere, señor... - aventuró vanamente Esteban, tratando de averiguar la manera de volver, pero el extraño personaje ya había doblado la esquina.
Fue entonces que notó un destello atípico en el anillo. ¿Y ahora qué? masculló por lo bajo.
- Frótelo, no deje pasar la oportunidad - le escuchó decir a alguien con voz de pito a su espalda.
Giró en redondo y se encontró con un canillita, de quizá diez u once años, con un montón de diarios bajo el brazo.
- ¿Qué lo frote? - preguntó Esteban.
- Y claro, hombre. ¿Para qué lo tiene, sino?
- En realidad, lo único que quiere, es saber que colectivo tomar para volver al centro.
- Comprendo, usted es el nuevo.
- ¿El qué?
- Veo que no leyó el diario. Tome un ejemplar, se lo obsequio. Con seguridad anda sin un mango encima.
El niño se marchó silbando una canción que le resultaba conocida, pero que le escapaba a la memoria. Desplegó el periódico en el aire, haciendo malabares. Era tipo tabloide y no era fácil de maniobrar sin tener una superficie donde apoyar. Pero al ver la tapa, casi se cae de culo. El diario, al menos, aterrizó en el suelo de baldosas.
Una foto suya a todo color, descendiendo del colectivo, ocupaba la página principal. El título rezaba: "Esteban de la Cruz, nuevo residente en Cárcel del Anillo".
Se puso de pie y levantó el diario. Miró a su alrededor, buscando a alguien para preguntarle qué significaba todo aquello, pero inquietantemente no había nadie en las calles. En cambio, pudo divisar claramente como algunos rostros se asomaban a través del vidrio de las ventanas, disimulando detrás de las cortinas.
Corrió hacia la vereda de enfrente, donde una mujer lo observaba descaradamente por una ventana pequeña, pero antes de llegar, ya había bajado las persianas. Escuchó el sonido de muchas otras persianas cayendo, casi de manera sincronizada. El cielo, hasta entonces radiante de sol, trocó en oscuridad y a lo lejos, calle arriba, se encendieron dos faroles rojos, casi destellantes.
En ese instante, sintió ardor en su dedo anular. Al bajar la mirada, dio un alarido. El anillo estaba en llamas, al rojo vivo. Se lo sacó como pudo, llorando del dolor. El objeto circular cayó al suelo, dio dos o tres vueltas sobre su eje y luego, como si supiera lo que hacía, comenzó a rodar en dirección a la calle, para luego, sin detener su marcha, avanzar hacia las luces rojas que titilaban con rabia varios metros más adelante.
Un hombre bajito, de aspecto sucio y desprolijo, salió de la nada con una llave en mano.
- ¿Ve aquella casa amarilla, en la vereda siguiente? Esa será su casa de ahora en más.
- ¿Qué? - exclamó Esteban, al que el dolor en la mano se le estaba extendiendo al cuerpo entero.
- El anillo lo atrapó amigo, como a cada uno de nosotros. Adáptese, o la pasará mal. Después de todo, no hay nada aquí que no haya del otro lado. Tendrá que trabajar, ganarse el pan, quizá formar una familia y envejecer. Más de lo mismo, pero con menos esperanzas. Vaya a dormir, tiene una pinta que ni le cuento.
El hombre desapareció. Esteban quedó solo, con el silencio como única compañía. Una brisa fresca lo obligó a moverse. Sin saber hacia dónde, dejó que sus piernas lo llevaran hasta la casa señalada. Sabía en el instante mismo que levantó la llave hacia la cerradura, que aquello era una pesadilla.
Los miedos inmediatos, eran dos.
El primero, no poder despertarse.
El segundo, que no lo fuera.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que inquietante y bien escrito cuento. Muy bien. Felicitaciones.