Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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29 de abril de 2014

Lo último que se pierde es la esperanza

La vio por primera vez a la salida de la clase de Teoría General de Derecho. Eran tantos dentro del salón que no había reparado en ella. Muy bonita, se llevaba todas las miradas a su paso. Pero era su cuerpo el que parecían bendecir los ojos de quiénes se perdían en ella con la mirada.
Todavía se preguntaba cómo era que no se había percatado antes de tan hermosa mujer, cuando comprendió que prácticamente la estaba siguiendo, sin sacarle la vista de la cola. Se detuvo y cambió de dirección en forma instantánea, algo ruborizado por la forma en que había actuado, casi de manera salvaje.
La volvió a observar al día siguiente en otra clase, ahora atento a su ubicación dentro de la sala. Pudo notar que eran al menos una docena los varones que trataban de acercarse lo más que podían hasta ella, incluso con pretextos inverosímiles, como el de pedirle la hora.
Sin embargo ella se mostraba reacia a los acercamientos, detalle que a él le agradó. Pero de la misma forma que el día anterior, siguió sus pasos al final de la clase. Esta vez, disimulando un poco más. Así pudo comprobar que tras esperar a dos amigas, se fueron juntas a almorzar a un bar a dos calles de la facultad.
Él se ubicó en una mesa cercana y mientras tomaba un cortado, hacía que repasaba unos apuntes sacados al azar de la mochila. Pero su atención estaba en ella, en sus cabellos oscuros que se deslizaban con elegancia sobre sus mejillas blancas, casi pálidas, que resaltaban sus ojos color café. En la silueta de sus hombros, que bajaban o subían al ritmo de sus risas y gestos. En la curvatura de sus senos, de buenas proporciones, ajustados bajo una prenda del color de la noche.
Había en ella cierta gracia, que muy difícilmente supiera describir. Era algo magnético, que creaba la atracción casi irresistible que sentía desde el día anterior. Tal fue su atención, que no tocó las medialunas que acompañaban la bebida caliente que fue sorbiendo de a poco, lentamente, sin perder detalle de lo que sucedía unas mesas más adelante.
Cuando ellas llamaron al mozo y pagaron, él hizo lo mismo, apurándose de acomodar sus cosas para poder salir al mismo tiempo y apreciar hacia donde se dirigía. Pero su emoción duró poco. En la esquina ella se apartó de sus amigas, a las que saludó con un beso, y se subió a un taxi, para esfumarse en una maraña de coches en pleno mediodía. Quedó desolado, pero solo fue un momento, porque sabía que la vería al día siguiente.
Repitió el rito de buscarla, de compartir la clase, de observarla de lejos, para luego a la salida, seguir sus pasos. Esta vez se sintió con suerte porque caminó hasta el bar sola. Dudó en sentarse en la mesa de al lado y cuando quiso ocuparla, una pareja de jubilados ya la había ocupado. Se tuvo que conformar con una ubicación algo retirada, pero desde donde podía verla de frente.
Tan solo tomó una gaseosa, recogió los apuntes que había desparramado sobre la mesa previamente y se retiró. Había dejado el dinero bajo el vaso. Ese movimiento lo desconcertó. Lo tomó de sorpresa y entre que metió las cosas en la mochila, llamó al mozo y le pagó el café que había pedido, ella le sacó ventaja. Quiso acortar la distancia corriendo, pero al doblar la esquina nunca imaginó que ella podía haberse detenido a mirar una vidriera. Como se suele decir: se la llevó puesta.
Cayeron los dos al suelo, de manera estrepitosa. No supo que era ella hasta que la tuvo debajo de su cuerpo, enredados de manera extraña y (visto desde afuera) cómica. Al comprender lo que había sucedido, cualquier intento de reacción escapó de su mente y de su cuerpo.
Ella, en cambio, gruñó, insultó y se lo sacó de encima empujándolo hacia un lado.
- ¡Estúpido, por qué no mirás por dónde vas! - fue la escueta y lapidaria frase que levantaba una paredón entre ambos.
Quiso explicarle, hacerle entender que todo había sucedido por el afán de no perderle el rastro, de saberla cerca, incluso, decirle del polo magnético que representaba para su corazón, la forma en que sus pensamientos se confundían mientras la observaba beber lentamente a la distancia. Quiso, trató, imaginó. Pero sus labios no se movieron, tensos, asustados. Y ella, furiosa, apretó los dedos en torno de la pequeña cartera que llevaba consigo y con violencia arrojó el golpe preciso, certero, poderoso, sobre la sien del chico que la había tirado al piso.
Despertó en la camilla de una ambulancia. Un médico le tomaba el pulso. A su lado, un policía revisaba un documento de identidad, que con seguridad sería el suyo. Más allá, en la vereda, divisaba a duras penas esa silueta encantadora, casi a los gritos con otro policía, señalando en su dirección. Las conclusiones apuradas que podía sacar de esa escena, no eran prometedoras. Seguramente ya lo había reconocido de la clase, de haberlo visto en el mismo bar... la situación tenía un solo nombre: acoso.
El uniformado que estaba con ella cerró una libreta donde había estado escribiendo y se dirigió hacia la ambulancia, dejándola sola, de brazos cruzados.
Al llegar hasta el otro policía, le dijo algo al oído. Su compañero asintió. Luego, le devolvieron el documento y se alejaron de la ambulancia.
- Lo vamos a llevar al hospital, para asegurarnos que no tiene ninguna lesión interna - le informó el médico, mientras cerraba la puerta trasera del vehículo.
En ese momento, aún dolorido, intentó abandonar la camilla y alcanzar la puerta. Pero al arrancar la ambulancia, lo único que consiguió fue precipitarse contra las ventanillas traseras y darse con dureza la cara contra el vidrio.
Lo último que vio, antes de caer de rodillas al suelo de chapa, era a los policías felices de hacer subir a la mujer de su perdición al patrullero, con seguridad para llevarla a declarar.
Pudo haberse puesto triste, pero en cambio, entendió que había un atisbo de esperanza. Si había denuncia, con seguridad la vería en alguna audiencia.
El médico, que salió disparado a pararle la hemorragia de la nariz, no entendía por qué carajo el joven podía estar sonriendo en esa situación.
- Cada loco con su tema - bufó en voz baja, mientras buscaba algodón en su maletín de primeros auxilios.