Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de marzo de 2014

La construcción

José Horacio Marto, cincuenta y dos años, metalúrgico por necesidad y albañil por oficio. Del plantel B en el rotativo de cuatro turnos de una fábrica de plegado de chapas. Barriga prominente por culpa de su problema con el alcohol, un overol azul que trata de lucir con la mejor prestancia posible a pesar de la suciedad y los años, las manos curtidas por el trabajo, cabello entrecano, ojos verdes apagados y mirada perdida. Su familia, compuesta por...
Marto miró por encima del hombro, atento al reloj de pared. Era la hora de marcharse. Una chapa venía en camino, pero se salió de la línea, dando a entender que su jornada laboral en la fábrica había terminado por ese día. Caminó lentamente hasta los vestuarios. No había urgencia en apurarse. La fábrica quedaba alejada de la ciudad y los que no disponían de un medio propio, debían aguardar el colectivo.
Había tratado una época de ahorrar tiempo yendo en bicicleta, pero pronto comprendió que lo que ganaba saliendo más rápido, lo perdía luego en los minutos que le demandaba pedalear hasta su destino. Esperaba más para irse, pero llegaba más temprano.
El camino a la ciudad lucía apagado, como casi siempre. La ventanilla era una pantalla sin vida, a través de la que se sucedían unas a otras, imágenes difusas de la nada misma. Esa nada que ponía tener tinte verde o amarillo, según lo que dictara el clima, renuente a ser ordenado, alternando sequías con temporadas de lluvias.
La tarde avanzaba a paso lento, sin inquietarse. Marto bajó en una esquina y torció hacia la derecha. El camino se le antojaba cuesta arriba, porque lo enfrentaba al horror. Sus piernas lo llevaban casi por inercia. Él, parecía un zombi. Era su estado natural desde hacía cuatro meses. Caminó por las últimas callejuelas en un sopor de ultratumba. Por fortuna, para su rostro abarrotado de lágrimas, no se cruzó con nadie.
Llegó en silencio. Buscó la llave en el bolsillo y abrió la puerta. Dentro podía ver las herramientas, arena, bolsas de cal y cemento, algunos tablones. No podía darse el lujo de dejar nada afuera, a pesar que el lugar era chico, apenas si le alcanzaba para comprar los materiales. Aún le faltaba terminar una de los laterales. De todas maneras, el lugar tenía forma, las cuatro paredes ya estaban erigidas y apenas dos días antes había colocado el techo.
Respiró hondo. Pronto la morada de su familia sería una realidad. Después del incendio, de aquel desastre, pensó que jamás podría. Pero ahora estaba de pie sobre la construcción levantada con sacrificio y voluntad. Desde hacía cuatro meses, cuando salía del trabajo, no importaba la hora, se encaminaba hacia allí, y con las fuerzas que le quedaban, fue preparando los cimientos, colocando ladrillo a ladrillo, revocando, techando... siempre con el llanto a flor de piel, de angustia y de esperanza. Por lo perdido y por lo que iba logrando.
A veces no descansaba como correspondía. En varias oportunidades, se había quedado dormido apoyado contra las bolsas de cemento y cal. Otras, a duras penas, cansado, con el cuerpo dolorido, el estómago vacío, deambulaba por barrios conocidos, golpeando puertas amigas y pidiendo, con pesar, una techo donde dormir. Y nadie se lo negaba.
En el trabajo solía haber frutas, que devoraba con ansiedad. En ocasiones, los compañeros de trabajo llevaban bizcochos o alguna otra panificación. Marto aprovechaba para alimentarse. Casi siempre los demás llevaban algo extra. Y el destinatario era él.
Y a la salida de otra jornada, nuevamente la espera, subir al colectivo, viajar sin otro propósito que el de bajar y seguir edificando. Porque siempre faltaba algo, porque el dinero era poco y los materiales se compraban de a poco. Sin embargo, a Marto nada lo detenía. Salvo...
Cuando la noche se hacía carne, cuando sus ojos ya no veían, tenía que dejar las herramientas y emprender la búsqueda de un catre, un techo, un lugar para dormir las pocas horas de sueño antes de iniciar otra jornada en la fábrica. La tentación, mal de todos, le impedía algunas veces cumplir su objetivo. Un bar, una mesa taciturna, un vaso de vino, horas muertas.
Y cuando se levantaba para irse, se odiaba. Se decía en voz baja, que era la misma mierda en persona. Se abandonaba al llanto y sin dormir, buscaba la esquina donde lo levantaría el colectivo hacia el trabajo.
De alguna manera, encontraba las fuerzas para seguir adelante. Para poner el siguiente ladrillo. Para pedir como favor, una cama donde dormir. Para caer en la trampa vil del vino, que al mismo tiempo le infundía placer y pavor.
Algunas voces se alzaban de vez en cuando en su contra. Le recordaban sus errores, le marcaban otros nuevos y le auguraban un trágico porvenir. Marto no las escuchaba. O si, pero solo para olvidarlas. Solo le importaba terminar aquello. Al fin y al cabo, era su culpa. Si tan solo esa noche hubiese estado allí. Si tan solo...
Jamás había vuelto. Tras aquel amanecer de pesadilla, con el fuego devorando la casa, jamás había vuelto. Había visto extinguirse hasta la última llama, sin ninguna esperanza, desconsolado. Su llanto cubría las penas y su rostro desfigurado de dolor, maquillaban el rostro alcoholizado de horas antes. El hombre destruido era un burdo disfraz con el que ocultaba su culpa. Pero solo exteriormente. Por dentro, la condena era eterna.
El colectivo volvió a dejarlo en esa esquina tan familiar desde hacía cuatro meses. Torció hacia la derecha, en esa rutina que sus piernas conocían tan bien. Las callejuelas del cementerio fueron quedando atrás, como cada día. Y entonces, ya casi terminado, la última morada para su mujer y tres hijos. A duras penas lo había levantado en soledad, con sus últimas fuerzas. Al día siguiente llevarían los restos de su familia. La obra estaría consumada.
Su alma jamás descansaría en paz, pero creía haber pagado algunas deudas. Pocas, en realidad. Suspiró ante ese mausoleo que le era tan inverosímil. Sus manos lo habían hecho realidad, pero le quedaban escasos recuerdos de las horas empleadas.
Sacó las herramientas del interior para devolverlas a quiénes se la habían prestado. Pensó en aquella noche y volvió a pedir perdón al cielo. Las lágrimas surcaron sus mejillas una vez más. La vida continuaría al día siguiente. Ahora debía reconstruir su alma, destruir sus vicios. Las penas jamás se irían. Y estaba bien. El dolor es la brújula que nos guía en todo momento. El norte no es la muerte, sino la vida. Y quién no lo entienda, estará todos los días enterrando su pasado.
Marto se alejó despacio, sabiendo que vivir era la respuesta. Con todo lo que eso implica.

1 comentario:

SIL dijo...

Terrible, e inserto en tu propio paisaje,
muy bueno.

El giro final devuelve la esperanza. Esa inútil, esa vana, pero necesaria esperanza de los que todavía estamos vivos.



Abrazo, Netito.