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15 de marzo de 2014

Corresponsal de guerra

Pocas cosas asustaban a Pedro Páez, corresponsal de guerra. Había presenciado en su profesión infinidad de atrocidades y sufrido en carne propia los pesares del campo de batalla. A sus cuarenta años, cada estría de su cuerpo curtía la dureza del sol y la palidez de la luna. Se había hecho hombre entre pares derramando sangre, sin otro propósito que el de la muerte sin sentido, en el nombre de banderas y deberes, de símbolos y moralidades intangibles.
Guarecido tras una trinchera o corriendo para ponerse a salvo de las municiones entre callejuelas atestadas de ruinas y paredes a punto de derrumbarse, sabía que cada minuto podía ser el último, pero lejos de amedrentarse mantenía la cabeza fría, teniendo presente en todo momento la cámara entre sus manos, aguardando ese instante crucial donde el ojo debía captar aquello que se inmortalizaría para que otros, distantes de aquello, en la comodidad de sus hogares, o de pie ante un puesto en la calle, contemplara ese horror que lo rodeaba. Ese horror que en definitiva, era su trabajo.
Parece mentira, pero alrededor del mundo, en latitudes que uno desconoce, se libra cada día en algún lugar alguna batalla. De la misma manera que uno puede asegurar que llueve en otra parte, puede decir, que dos o más bandos se están matando en un punto del globo terráqueo ahora mismo.
Pero para Pedro Páez, el ahora tenía otro significado. Eran sus ansiadas vacaciones. Y él, que recorría el mundo sin mirar los paisajes, porque la distracción significaba la muerte, decidía cada año el mismo destino, quizá el único donde se sentía a salvo: la casa de sus padres, en el pueblo que lo vio nacer.
Era la época de no pensar en nada, de no oír disparos en la noche, ni sentir sobre las espaldas la amenaza de un bombardeo. Se dejaba caer sobre la hamaca paraguaya que su padre había colocado cuando era niño entre dos árboles del patio y con los ojos apenas entornados, dejaba ir su mente a cualquier parte, liberándola del infierno rutinario de su profesión.
Su madre de vez en cuando interrumpía, llevándole algo de tomar o comer. Pero aquello, más que interrupción, era una bendición. Y Pedro Páez lo sabía y valoraba. A veces no probaba bocado durante días. Estar allí era estar seguro otra vez.
Sin embargo, la seguridad es un efímero fantasma. Y como tal, no existe. Al cuarto día de haber llegado, comenzó a sentir dolor de muela. Se miró cada noche antes de acostarse en el espejo del baño y pudo divisar con algo de esfuerzo, que tenía hinchada la encía, del lado inferior derecho.
Intentó repasar el tiempo que no visitaba un dentista y creyó recordar que en medio de un tiroteo en Beirut, años atrás, había tenido que correr de urgencia a un hospital debido a que una esquirla de un disparo le había lastimado la boca. El resultado fue la extracción de un molar. El problema consistió en la anestesia. Más precisamente, en la falta de ésta.
El recuerdo, por lo tanto, era espantoso. Pero su preocupación no radicaba en aquella experiencia en las milenarias tierras del Oriente Medio. Sino en la posibilidad de tener que recurrir de urgencia al único odontólogo del pueblo, nada menos que Tomasito Montalvetti.

La modernidad le pone nombre a todo, incluso a lo más estúpido. Y si había una palabra de moda que podía adosarle a los recuerdos que tenía de Tomasito, era "bullying".
No quería pensar en eso, pero el punzante dolor en el interior de la boca no le daba tregua a la idea del odontólogo. Hoy Pedro Páez podía definirse como un témpano de hielo, una persona que podía afrontar y resolver cualquier tipo de situación. Su vida dependía en el día a día de sus decisiones, de su habilidad para sobrellevar las dificultades. Pero entonces, a sus siete u ocho años, muy lejos estaba de ser esa persona de la que se enorgullecía.
El sistemático tormento diario al que lo sometía Tomasito Montalvetti no tenía comparación con nada de lo que había visto en la guerra. Porque en la perspectiva de un niño, el ser blanco de otro y no tener la manera de confrontarlo, es el fin del mundo. Y a pesar de patalear y pedir faltar al colegio, cada día mamá lo despertaba, le preparaba el desayuno y lo mandaba en su bicicleta hasta el lugar donde residía su obligación como niño y al mismo tiempo, su condena por ser un eslabón débil de aquel engranaje infanto escolar.
El suplicio podía llegar a comenzar incluso, antes de arribar al colegio, si es que por error tomaba una de las calles que solía usar Tomasito. Si el encontronazo se producía, era probable que Pedro llegara a pie al colegio, mientras que su pesadilla lo haría sobre dos ruedas.
A la hora de formar, Tomasito se situaba justo detrás de Pedro y le pisaba los talones, o le daba rodillazos en la pantorrilla, nudillazos en la espalda, o trataba de sacarle lo que llevara en los bolsillos o en la mochila.
En el salón de clases, la suerte no variaba. Por más que rotaran, el que después estudiaría odontología en una universidad cercana, lograba ponerse cerca de Pedro y hacerle la vida imposible, quitándole los útiles, robándole las hojas con los trabajos prácticos que realizaba en clase o simple y malignamente, golpeándolo fuera de la vista de la maestra.
Pero lo peor sucedía en los recreos. Los quince minutos podían convertirse en una eternidad. Pedro volvía a la clase siguiente golpeado, con el uniforme roto y sin el dinero que papá le daba para comprar golosinas. Y cuando el dinero faltaba, el castigo era peor, incluyendo golpizas más fuertes o humillaciones delante de las niñas.
Ese infierno duró dos años, hasta que sus padres y docentes entendieron que no se trataba de una situación de simples travesuras, sino de un ensañamiento destructivo. Tomasito debió cambiarse de escuela y así quedó zanjado el asunto. Evitó los lugares que él frecuentaba como así también, relaciones en común. Pedro se fue del pueblo muy joven y con esa partida, la infancia quedó a salvo en algún arcón escondido en el fondo de su mente.
Jamás volvió a verlo, ni siquiera a cruzarlo. Pero sabía que era el único dentista del pueblo, tras haber fallecido su padre y heredado el consultorio, donde ya trabajaba como asistente.
Aquella hinchazón en la encía, con el dolor de muela a cuesta, por lo tanto, más que doler, angustiaba. La sola idea de tener que recurrir a ese consultorio le deparaba un tormento en su imaginación, donde se veía una vez más víctima del salvaje Tomasito.
Resistiría. De la misma que lo hacía en plena guerra, donde no le quedaba otra alternativa. Si quería sobrevivir, aguantaría la noche y por la mañana le pediría a su padre que lo llevara a la ciudad. Haría eso, no le quedaba ninguna duda. Por ninguna razón iría a lo de Montalvetti.
A las dos de la madrugada se tomó otro analgésico. Era el cuarto en tres horas. Ya no podía gobernar el dolor. No quería despertar a su padre para que lo llevara a hacerse atender en el hospital de la ciudad, porque lo conocía y sabía bien que mal dormido, podía provocar un desastre. Y tampoco se atrevía a conducir, porque con tremendo dolor podía distraerse con facilidad y terminar a un costado de la ruta.
Necesitaba atención. Era impostergable. Miró de nuevo el reloj, se llevó la mano a la boca ante una nueva puntada de dolor y tras ponerse un abrigo liviano, salió a la calle. Le caían las lágrimas. No podía discernir si por lo que estaba sufriendo o por terror hacia donde se estaba dirigiendo.
Llegó frente al consultorio de Tomasito a las dos y veinte. Todas las luces apagadas. Incluso las de la casa, que estaba en la planta superior. Dudó entre llamar y no hacerlo. El dedo vaciló unos segundos delante del portero eléctrico. Un relámpago de dolor, que partió desde la muela y cruzó en vuelo recto hasta el centro de su cerebro, sentenció la siguiente acción. Pedro oprimió el botón.
La espera fue irreal. Esos segundos se parecieron a los momentos inminentes a un bombardeo, en el que sabían que detrás de las nubes caían las bombas, pero en total y mortal silencio. Cerró los ojos, como presintiendo la explosión. La voz adormilada de un adulto Tomasito tronó con descarga estática a través del parlante del portero eléctrico.
Sin dar el nombre, Pedro relató casi tartamudeando su situación. El odontólogo hizo una pausa. Pedro pensó que no lo atendería y a pesar del dolor, que lo estaba matando, sintió cierto alivio. Pero Tomasito volvió a hablar, indicándole que abriera la puerta que la destrabaría automáticamente y esperara.
Así lo hizo el hombre de las mil batallas, sentado en un banco forrado con cuerina marrón, sosteniéndose a duras penas la mandíbula, sabiendo que se había dejado estar y que simplemente estaba pagando las consecuencias.
Pero no solo con el dolor de muela, sino con todo aquello que pretendía olvidar. Dos años para hacerse entender. Dos años de puro trauma. ¿Acaso su necesidad de sentir la muerte de cerca, cara a cara, en guerras que le eran ajenas, tenía su raíz en ese pasado cruel? Quizá. No podía afirmarlo. Ahora solo quería que le viera la muela. Que le dijera que pronto remitiría el dolor.
La puerta blanca de la antesala, la que daba al consultorio, se abrió. Pedro Páez vio a su victimario, al demonio mismo, pero ahora cubierto con una bata verde, con grandes entradas en su cabellera, bigote y barba blanca, con un par de lentes de gran aumento.
Tardó un par de minutos en darse cuenta que su antiguo acosador no lo reconoció. Le preguntó que le pasaba, desde cuándo le dolía y finalmente, tras tomar una ficha en blanco, nombre y apellido. Pedro Paez, corresponsal de guerra, domador de la muerte en cientos de campos de batallas ajenos, no lo dudó. Aurelio Ocampo, soltó con naturalidad, con la agilidad de soldado que se interna en el bosque para evitar las balas enemigas. Y así, con un camuflaje citadino, apenas sostenido por un nombre falso, se tendió en la camilla mientras la potente lámpara le obligaba a cerrar los ojos. Una leve sonrisa ensanchaba sus labios, casi ínfima, imperceptible. No estaba ganando la guerra, pero al menos, sobreviviría.

1 comentario:

SIL dijo...

Netito- estoy tan rezagada con la lectura en este blog y los comentarios, que en cualquier momento me pasa el primero... -
prometo volver mañana y ponerme al día.



Abrazo y hasta mañana.