Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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27 de diciembre de 2013

La aterradora verdad que esconden los pinos

Renzo no tenía miedo. O al menos, eso pensaba Celeste. Lo veía avanzar comandando el grupo, con el porte sereno y la voz firme, sin ningún temblequeo. Ellos, en cambio, iban apretujados unos con otros, lanzando miradas a todas partes, seguros que en cualquier momento alguna sombra se transformaría en un monstruo o algo por el estilo.
La idea de visitar el cementerio de noche había surgido casi de imprevisto, por una apuesta tonta con otro grupo de chicos, con los que habían coincidido esa tarde en la plaza. Renzo había aceptado el reto en nombre de todos, pero sin consultar a ninguno.
Quizá por eso, o bien, porque lo hacia siempre, había tomado el liderazgo en la misión. La noche lo hacía más difícil. Celeste pensó en sus padres, seguramente tranquilos mirando la televisión en la cama, pensando que su hija estaría en casa de Antonella, con más amigas.
No podía imaginar en que pensaban los demás, pero los notaba aterrados. Marchaban iluminando el camino con apenas un par de linternas, de muy baja potencia. Algo de ayuda tenían de la luna, que gigante en el cielo, ofrecía un mínimo de claridad. Pero al mismo tiempo, con su presencia, le daba a la aventura cierto matiz de película de terror, que no era del agrado de la mayoría.
Alguien preguntó hasta donde iban a caminar. Las tumbas al aire libre ofrecían un inhóspito abrazo. Los mausoleos, monumentos a la soledad y al abandono, se erigían fantasmales de un lado y de otro. Las callejuelas internas parecían ensancharse, apretándolos con  fuerza, casi dejándolos sin aire. Celeste sabía que no era que se angostaran, sino que ellos caminaban más amuchados, por el miedo.
Renzó demoró en hacer oír su voz, trayendo la respuesta.
- Hasta la parte de atrás, donde están los pinos.
Más de uno sintió que un dedo frío le recorría la espalda. Todos sabían la historia. Decían que donde estaban plantados los pinos, habían enterrado hacía años a los reclusos que se habían amotinado en la comisaría de la ciudad, provocando un enorme incendio y la muerte de todos.
Pero no hubo quejas. Solo miradas al suelo. Una apuesta era una apuesta. Renzo y cada uno de ellos lo sabía. Más allá del miedo, estaba el honor. Y eso, cuando uno es niño, es más importante que cualquier otra cosa. Incluso que la cordura.
Iban en silencio y cada vez que alguno pisaba una rama, haciéndola crujir, saltaban en el lugar. Antonella o Leticia, además, pegaban un breve chillido. Celeste no podía distinguir cuál de las dos era. Lo que si podía diferenciar, era la calma del líder, de Renzo, en contraposición con el resto. Y eso, dentro del escenario donde estaban, le transmitía valor para seguir avanzando.
Hasta que de repente, Renzo desapareció. El grupo se detuvo, paralizado, espantado. Estaba allí, adelante, a pocos metros. Y de un momento a otro, ya no estaba más. Celeste pensó que se le cortaba la respiración. Uno de los chicos balbuceó algo, que nadie entendió. Pero la preguntaba que bailoteaba en todas las cabezas era la misma: ¿Y ahora que hacemos?
Fueron treinta segundos de desconcierto, todos clavados como estacas al suelo, con la imagen de los pinos a escasos diez metros. Bastó que algunas ramas crujieran entre los árboles, para que comenzaran los gritos.
El grupo se desarmó en una fracción de segundos. Niños y niñas abrieron sus bocas para arrancar alaridos de pánico, mientras volvían sobre sus pasos, pero ya sin respetar la fisonomía de grupo con la que habían llegado.
Los más rápidos se habían adelantado varios metros en la fuga hacia la entrada. Un par de niños había tropezado y rodado en el suelo. No les importaron las magulladuras, se levantaron y volvieron a movilizar las piernas. Celeste corrió y corrió, mientras su pecho se agitaba de manera alarmada. Se odiaba por no tener el coraje necesario para poner orden, para detenerlos y pedirles que regresaran por Renzo.
Llegó a la puerta principal del cementerio exhausta. No sabían cuántos venían detrás de ella y cuántos habían salido ya a la ruta, e iban camino a sus casas, quizá aún gritando despavoridos.
Celeste volvió a mirar atrás. Los pinos volvían a estar distantes. Antonella pasó corriendo por su lado, con lágrimas en los ojos. No vio a nadie más en la calle central. Se miró los brazos y notó los vellos erizados. Tomó un poco de aire. Estaba a punto de emprender la marcha cuando escuchó, lejanas, las risas.
Algo le decía que se fuera. Sin embargo, volvió a meterse al cementerio. Eran carcajadas, podía estar segura. Veían de una callejuela paralela a la principal, detrás de unos mausoleos que se destacaban por sus cúpulas bajas, adornadas con tejas, que bien podían ser rojas o naranjas, pero que bajo la tutela de la noche, eran negras como el alma del diablo.
Avanzó con cuidado. Las risas eran notorias. Las voces, que también había creído escuchar, ahora le llegaban nítidas.
- ¡Viste cómo corrieron!
- ¡Yo les decía que nos íbamos a matar de la risa!
- Estuvo genial Renzo, genial. ¡Qué manera de cagarnos de la risa!
- La verdad que te pasaste, te merecés estar con nosotros.
- ¿En serio, chicos? ¿Puedo juntarme con ustedes?
- ¿Después de ésto? ¡Pero claro!
Ahora, otra vez las risas, los niños mofándose de lo sucedido, la voz de Renzo mezclándose con la del otro grupo, su nuevo grupo y las lágrimas de Celeste, cayendo una tras otra, resbalando sobre las mejillas, para perderse en la gramilla que crecía pegada a una lápida.
Se marchó en silencio, sin que la vieran. Se fue aterrada. Los vivos le daban más miedo que los muertos.

4 comentarios:

Felipe R. Avila dijo...

Muy bueno.Un detalle:me habría gustado que Celeste en vez de irse en silencio,hubiera pegado un grito,un aullido desgarrador para devolverles el miedo,aunque fuera por un segundo...¿No?
Casi, casi,que te lo dibujo,che...

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es una historia que da para una vuelta de tuerca. La idea de Felipe no está mal.

el oso dijo...

Me gusta la tranquilidad de un cementerio viejo
Temele a los vivos
Nunca te harán daño los muertos, dijo León!

SIL dijo...

Mi abuela siempre me decía, cada vez que yo no quería entrar en el cementerio siendo chiquita- ¨temele a los vivos, nenas, a los vivos...¨ =)



Abrazo.