Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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28 de abril de 2013

El precio a pagar

¿Cuál es el precio de un sacrificio? Ese era el título de un libro de autoayuda ubicado en el estante más cercano a la sección de ciencia ficción. Lo miré de reojo, como quien no quiere la cosa. Hurgaba entre los usados, en busca de algún libro de Asimov o Bradbury que no tuviera, pero la verdad era que los tenía a casi todos.
Aquel libro, llamó la atención. ¿Cuál es el precio? me pregunté en silencio, acercándome para ver con mayor detenimiento la portada. No era nada de otro mundo. Un tono amarillo estrindente, el título en letra Arial tamaño descomunal y abajo de todo, el nombre del autor, que me era totalmente desconocido. No había ningún dibujo o fotografía.
Miré de soslayo hacia la caja y también por el pasillo. Era la librería habitual, donde compraba la mayor parte de mis libros, conocía a la gente que atendía, a varios clientes y me daba cierto pudor que me vieran acercarme a un libro de autoayuda, sobre todo porque vivía quejándome del género.
Finalmente vencí el prejuicio y lo tomé entre mis manos. No eran demasiadas páginas, tampoco en el interior había imágenes y la contratapa brindaba una breve sinopsis del contenido, haciendo hincapié principalmente en la necesidad de sumar preguntas a la inicial.
Pregunté por su valor, aclarando que era para regalar. Para mi sorpresa, no era caro. Lo compré, junto a una edición de bolsillo de La metamorfosis de Kafka, que si bien ya lo tenía en una antología del autor, era barata y de paso contrarrestaba la otra adquisición, principalmente ante ojos ajenos.
Lo empecé a leer en el colectivo, camino a casa. Me entusiasmó la narración simple del autor, directa. Parecía que me estaba hablando, que se estaba dirigiendo a mi persona. Para cuando llegué, había terminado el primer capítulo. Estaba sorprendido, tenía la idea que los libros de esta índole apestaban y ahora me encontraba enganchado con uno. Mi mujer me preguntó si había comprado algo y solo le mostré el de Kafka. Lo miró muy por arriba e hizo un gesto de indiferencia. Si no era de historia o filosofía, hacía el mismo gesto con cualquier libro.
Lo llevé a escondidas hasta la pieza y estuve a punto de ocultarlo detrás de la colección de Stephen King, pero lo aparté para meterlo en el bolso que llevo al trabajo. Tenía ganas de leerlo, de continuar la lectura cuanto antes. Y en casa se iba a complicar. No quería que mi esposa me viera leyéndolo.
Pude meterme al baño para prepararme, con el ejemplar camuflado en la campera. Leí un buen tramo sentado en el inodoro. Mi mujer me preguntó desde el pasillo si no se me estaba haciendo tarde. Caí en la cuenta que era cierto, se me estaba pasando la hora para tomar el colectivo de fábrica. Salí a las apuradas, pero cuidando de no mostrar el libro.
Lo metí en el bolso junto a la vianda para la tarde, le di un beso a mi mujer en la mejilla y corrí hacia la esquina. Llegué justo. Me senté en el primer asiento y a pesar del deseo de leer, me resistí. Sacar un libro así en aquel colectivo sería objeto de burla por lo menos, para dos años enteros.
En la hora de descanso, en cambio, sabía donde poder leer tranquilo. Con poca luz, apartado del resto, pude avanzar algunas páginas. Luego tuve que resignarme a abandonarlo otra vez en el bolso y hasta no regresar a mi hogar, no pude volver a ponerle las manos encima.
Mi mujer me recordó que cenábamos en lo de Adolfo, mi primo. Maldije el día que había aceptado la invitación. Apenas si pude ojear medio capítulo en el baño y un poco más mientras ella se bañaba. La cena fue un bodrio, la carne al horno muy dura y el vino blanco, casi tibio y muy dulce para mi gusto. A pesar de todo, esbocé en todo momento mi mejor sonrisa.
Le comenté luego mi impresión a mi señora y me reprochó que sea tan crítico. Me reprendió la actitud y me sermoneó durante todo el camino de regreso. Una vez en casa se dirigió directo al baño, momento en el que aproveché para poner en práctica el plan que vino a mi cabeza mientras ella me decía de todo un poco en el taxi. Busqué la cubierta de otro libro, la coloqué sobre el de autoayuda y así, disfrazado de libro serio, o al menos, de uno que vaya con mis gustos, lo dejé sobre la mesa de luz. Finalmente, había encontrado la manera de llevarlo donde sea, sin miedo a que me avergonzara.
Leí hasta alta la madrugada, sin reparar en la hora. Algún que otro quejido de mi mujer, debido a que tenía la luz encendida, interrumpía de vez en cuando la lectura, pero nada que impidiera seguir el hilo del discurso del autor.
Las oraciones acometían con fuerza, los argumentos eran válidos y los interrogantes se iban respondiendo con lógica y sabiduría. Para cuando apagué la luz, había avanzado al menos tres cuartas partes.
Desperté ahogado, asaltado por un extraño pánico. Aún era de noche, se podían ver las estrellas a través de la ventana. Busqué a ciegas el vaso de agua que solía dejar sobre la mesa de luz, pero no lo pude encontrar. No recordaba si lo había ido a buscar antes de acostarme. Había estado tan ansioso por ponerme a leer, que era probable que no. Encendí la luz como último recurso, sabiendo que eso despertaría a mi mujer y tendría algún reproche extra.
Esperaba escuchar su voz o un chistido. Pero no hubo nada. La imaginé profundamente dormida. Solo cuando miré por encima del hombro, supe que no se trataba de eso. El lado de su cama estaba vacío. Miré hacia el pasillo, pero no se veía ninguna luz proveniente desde el baño. Presté atención a los sonidos, esperando escuchar algo que viniera de la cocina, como ser un vaso, cubiertos, el televisor encendido. Me levanté cuidadosamente, calzándome las pantuflas.
- ¿Querida? - llamé en voz alta, saliendo del sopor del sueño, del que había sido arrebatado por esa sensación de ahogo tan rara.
Avancé hasta la puerta y volví la mirada hacia la mesa de luz. Mi libro no estaba. Observé en el suelo, pero no se había caído. ¿Ella lo había tomado?
Prendí la luz general de la habitación y luego la del pasillo. La llamé por su nombre. No hubo respuesta. Comencé a asustarme. Llegué hasta la cocina, busqué el interruptor, lo activé. Sobre la mesa, abierto por la mitad, estaba el libro que había comprado. Me acerqué y toqué sus hojas con suavidad. Miré alrededor, luego por la ventana que daba a la calle. Nada. Finalmente me senté.
Atraje el libro hacia mí y busqué la página por la que había quedado. Seguí leyendo con tranquilidad. Quizá, con suerte, pudiera terminarlo antes que mi mujer apareciera. 

2 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Wow, este si que pagó un alto precio. Inquietante. Para mí que la esposa no aparece...Ja!
Buen relato!
Abrazos!

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Podría pasar como dice el comentario anterior.