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11 de marzo de 2013

El secreto del universo

Abelardo era un eminente científico, una de las mentes más brillantes del planeta. El mundo de la ciencia se rendía a sus pies y las revistas especializadas publicaban cientos de páginas con sus descubrimientos y teorías.
Pero Abelardo, si pudiera, cambiaría todo ese genio resguardado en su cerebro, por un beso de una mujer. Tarde se dio cuenta que jamás había besado a una chica, ni que nadie del sexo opuesto había posado los labios en los suyos.
Tantas horas descifrando fórmulas imposibles y enigmas de la existencia, y ni siquiera un segundo dedicado al misterio del amor. Se supo viejo una mañana, al levantarse y mirarse al espejo. Arrugas, cabello ralo y canoso, la piel flácida y cadavérica y en su cama, el vacío de la ausencia, de la soledad.
¿Acaso se había perdido de lo más hermoso de la vida? ¿O tan solo era una angustia sin razón, una idea descabellada que se había posado en sus pensamientos de manera caprichosa?
Esa mañana llegó al laboratorio con el rostro demacrado. Apenas si había podido dormir. Perkins, su asistente, se sorprendió al verlo y temió alguna enfermedad.
- ¡Doctor, debe dejar que lo vea un médico! - la voz había entrado en pánico.
Sin embargo el notable sabio sacudió una mano en el aire y se dirigió a su escritorio. Perkins estaba nervioso, porque si algo le pasaba al doctor la ciencia se vería comprometida.
- Doctor, insisto.
Abelardo levantó la mirada y la posó con furia en su asistente. Quería concentrarse en sus cálculos, alejarse de todo pensamiento con remordimiento, que lo llevara a replantearse su vida, sus decisiones.
- Perkins, déjeme en paz o consígame una novia.
- ¿Qué le consiga qué...? - preguntó sorprendido, mientras hilvanaba teorías que iban desde un pico de stress a la demencia senil.
El científico hizo caso omiso de la reacción de su asistente, regresando de inmediato a sus asuntos. Perkins, en cambio, se acercó al teléfono. Dudaba entre llamar al director del instituto o a Graciela, la asistente más joven del doctor.
- ¿Graciela? - preguntó con el teléfono en la boca, tras unos minutos de indecisión - ¿El doctor actuó raro ayer, mientras estuvo con vos? Porque me está asustando. Creo que está enfermo y eso es algo terrible.
La chica, del otro lado de la línea, contestó que no. La tarde anterior había sido como tantas otras. El silencio parco de Abelardo, sus pedidos puntuales, el movimiento de un lado a otro del laboratorio. Lo de siempre. Solo cuando le sirvió café intentó lograr que se relajara, preguntándole por su familia. Pero la única respuesta fue un par de ojos severos que la escrutaron violentamente, para luego volver al trabajo rutinario de cotejar fórmular y encontrar los secretos que otras mentes no pudieron.
- ¿Estás segura? - Perkins no se daba por vencido. Si el doctor estaba enfermo, sería un problema para la investigación. Porque la investigación, era el doctor Abelardo. Nadie más podría seguirla adelante.
Al cabo de unos minutos, se acercó y volvió a preguntarle si se sentía bien. Esta vez el científico, candidato al Nobel cinco veces y ganador en una oportunidad, se puso de pie y le pidió que se retirara.
Quedó solo en el laboratorio. Las sienes parecían querer explotar. Volvió la vista a sus papeles. La cantidad de dígitos anotados era menor que lo acostumbrado. No había fórmulas ni la simbología habitual. Tampoco anotaciones al márgenes. El número no era parte de ningún cálculo, tan solo era un número telefónico. Lo había archivado por años en su mente, debajo de miles de datos más importantes. Y sin embargo, ahí estaba, como el mayor de sus descubrimientos.
Se volvió a parar, pero esta vez caminó hasta el teléfono. Sus manos temblaron al tomar el tubo. Marcó cada dígito con terror y aguardó con angustia mientras la línea llamó.
- ¿Hola, quién habla? - preguntó una voz trémula, desgastada por los años.
Abelardo sintió que el universo se abría a sus pies, sintiendo en su corazón una sensación tan extraña que ni la física cuántica podría explicarla. Y a duras penas, casi obligándose a reparar el pasado, habló.  
- Habla Abelardo, no se si te acordás de mí. Pasaron muchos años. En la secundaria te regalé una rosa - y con dolor y al mismo tiempo, esperanza, agregó -  Prometí verte en las vacaciones, pero nunca aparecí.
- Aberlardo... - las sílabas parecieron resquebrajarse en el aire - Es tarde, cincuenta años tarde.
Luego, el sonido de la línea muerta. Ella había colgado.
En esa soledad acostumbrada, por primera vez se sintió solo. El corazón lo exhortaba a gritos. Corrió hacia su escritorio, abrió uno de los cajones y sacó una pila de papeles. Los desparramó delante suyo y se sentó a corregir fórmulas como si estuviera poseído.
Pasaron las horas, el día, la gente en el laboratorio. No le habló a nadie, ni a Perkins, ni a Graciela. Absorto del mundo que lo rodeaba, escribía cálculos en márgenes repletos de anotaciones, tachaba y volvía a escribir, se ponía de pie, caminaba en círculos mirando a ninguna parte, los ojos en otro mundo, para luego volver a su silla, a sus papeles, a su mundo de números y signos, a cálculos y teorías.
Era de madrugada cuando levantó el rostro hacia el cielorraso y gritó de júbilo. Lo había logrado. Su vieja teoría sin resolver del viaje en el tiempo, era un hecho. Y no necesitaba mucho. Siempre había estado tan a la mano y no había podido verlo. Pero lo había resuelto. El objetivo no había sido la ciencia, ni el reconocimiento. Había sido lo más buscado por el ser humano, el verdadero secreto del universo: el amor. El mismo que había sepultado por estudios e investigaciones, por una vida dedicada a sus pasiones intelectuales.
Se encerró en la cámara de experimentación y adecuó el tunel de pruebas. Los cálculos le permitirieron crear un agujero de gusano, mientras aceleraba uno de los extremos a la velocidad de la luz. Lo que hizo a continuación, fue una revolución en la ciencia sin testigos. Aceleró el otro extremo, a una velocidad superior a la de la luz y con los números que había pergeñado en silencio, estaba seguro que lo lograría, que la gravedad cuántica no podría derrumbar ese túnel.
- Muy bien Einstein, vamos a probar que estabas equivocado. El espacio-tiempo también puede ir para atrás.
Los cilindros giraron como nunca los había visto y una luz irradió en todo el lugar. Sin pensarlo dos veces, se introdujo al túnel. Y luego, la noche lo dejó ciego.
Despertó aturdido, con ganas de vomitar. Miró sus manos, su cuerpo y aún no lo podía creer. No había arrugas, ni siquiera una mancha en la piel. Ya no estaba en el túnel, sino en un descampado, quizá en el mismo sitio donde estaba unos minutos antes el laboratorio, en las afueras de la ciudad. No lo sabía. De a poco, fue adaptándose a la claridad. Amanecía.
La ropa estaba hecha jirones y le quedaba grande. Caminó un par de kilómetros y de un patio robó un pantalón y una camisa que estaban tendidas. La ciudad apareció ante sus ojos con forma de pueblo, tal como la recordaba, cincuenta años atrás. Las fachadas le eran familiares, pero como salidas de un cuento que le habían contado hacía siglos.
Pero fue reconocimiento cada lugar, los rostros de las primeras personas que salían a la calle a desandar el día. No se detuvo a saludar a nadie, trotó por la calle, como un loco. Solo quería llegar a un lugar, golpear en una puerta, ser atendido por una mujer.
Sentía el peso de las piernas, el dolor en cada articulación, el latido del corazón que parecía salirse de la boca. Pero en su mente todo era un torbellino, ideas chocando unas contra otras. Sabía que no era momento para analizar resultados, para sacar conclusiones. Solo anhelaba una cosa y llevaba cincuenta años de retraso.
Llegó a la casa de frente blanco y tejas rojas. A la puerta de madera que tantas veces observó a la pasada, con cierta nostalgia. Una puerta a la que siempre le fue esquivo, por temor, por miedo, por priorizar todo menos su corazón.
Golpeó, lentamente. Era temprano, no pretendía sobresaltar a nadie. La joven se asomó por la ventana, apenas envuelta en un camisón. Abrió la puerta sorprendida.
- Abelardo ¿qué hacés tan temprano en casa? Mi madre me va a matar.
- ¿Temprano? Llego medio siglo tarde, mi querida Eloísa.
- ¿Qué decís? Es temprano Abelardo, si querés nos vemos más tarde en el convento. Estos días he estado en caso visitando a mi madre. Pero hoy debo volver. Así que estaré allí.
- ¿Convento?
- ¿Es que perdiste la memoria? No, en realidad no es eso. Seguramente ni te has enterado. Vives en tu mundo de cuentas y números. Soy monja Abelardo, desde hace un año. Ya hace tres que te fuiste a la universidad y jamás viniste por mí. Me cansé de esperar. Hoy tengo mi vida. Así, que si quieres hablar conmigo, hazlo allá, esta tarde. Adiós Abelardo.
La puerta se cerró delante de sus ojos. Abelardo cayó de rodillas. Volvió a mirarse las manos y ahora, las veía con arrugas y la piel manchada. Su corazón, de repente, se hizo viejo. Miró el cielo, imponente, maravilloso. ¿Acaso estaba allí, en un pasado inexacto, también tardío o la realidad era otra, había fallecido en el túnel y lo que experimentaba eran los últimos estertores de su mente, que en un piadoso intento, querían sepultar su amor, evitarle tanto sufrimiento?
Y mientras los ojos cansados se cerraban al sueño, el beso, ese beso tan anhelado, cuya ilusión había palpado en cada átomo de su ser, desaparecía para siempre en la eternidad, no importa la dirección en la que esta viajara. Se moría sin poder resolver ese secreto tan velado, tan intrigante, tan único y revelador, como el amor de una mujer, el amor correspondido de una mujer.

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

No me convencen algunos detalles, como este estereotipo del cientifico alejado de la realidad, cuando son los más acercados a la verdadera realidad.
Segundo, hay cientificas muy destacadas, como Amy Mainzer, que además es joven y atractiva. Este cientifico podria haber conocido intimamente a alguna de ellas.
Y el ayudante podria darse cuenta de lo que tenía que hacer es hacer de intermediario con Graciela, la ayudante más joven.

Con tinta violeta dijo...

Pues a mí los viajes en el tiempo ¡me encantan!...lástima que en la mayor parte de ellos se saboree la cruda realidad: el hombre es limitado y casi siempre se equivoca! Ay! los finales "guays" se los dejamos a las pelis románticas, ché...
Abrazos!

SIL dijo...

Terrible.

Quién no ha conocido lo sublime de un beso de amor, no ha vivido.
No le servirán la ciencia ni la máquina del tiempo.


Vivir es amar, o no es vivir.


Pobre varón.



Abrazo




SIL