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6 de septiembre de 2012

Favor por favor

Nilda era perseverante. Cada quince días acudía a su médico de cabecera y hasta que no le recetaba todo lo que quería, no se marchaba. Aquel ritual era una tortura para el especialista, como también lo era para la secretaria y los demás pacientes.
Se podría pensar que el doctor aquí debería poner límites, rechazar cualquier tipo de reprimenda, hacer valer su grado. Es cierto. Y con cualquier paciente funcionaría, salvo con Nilda. Ella era vehemente, incansable. Y tenía muy mal carácter, además de mucho tiempo, dado que estaba jubilada. Cada uno de esos aspectos, sumados, daban como resultante una persona a la que todos desearían tener lejos. Y Almada, el médico, era lo que pretendía al hacerle todas las recetas que solicitaba.
En su última visita se habia retirado con órdenes para comprar en la farmacia dos nuevos ansiolíticos, un antidepresivo, tres antigástricos, además de cinco tabletas de muestra gratuita de un fuerte analgésico.
Sin embargo nada de lo que se hace para evitar problemas, logra tal fin. Eso lo comprobó Almada la tarde que aparecieron por su consultorio tres hombres de traje, muy formales, portando credenciales de la obra social de los jubilados. 
- Aquí tenemos el caso de esta señora, Nilda Mchunig, a la que le ha recetado un número desmedido de medicamentos en el último semestre - dijo uno de ellos.
- ¡Es que los necesita! - argumentó el médico.
Otro de los trajeados inició la enumeración de los remedios. Almada los iba escuchando con atención, pensando en una excusa para cada uno, pero él mismo se iba sorprendiendo de la cantidad de drogas que le permitía a la anciana.
- ¿Y, qué me dice? - preguntó el que aún no había hablado.
El médico se quedó en silencio y solo atinó a llamar a su secretaria. Al llegar, le pidió que trajera el expediente de Nilda.
Lo revisó bajo la atenta mirada de los supervisores. No tenía demasiadas conclusiones para sacar. Podía justificar tan solo un cuarenta por ciento de lo recetado. Para el resto, no era dueño de justificación alguna.
- ¿Y? - preguntó otra vez el hombre.
- Y... no es fácil de explicar - comenzó diciendo Almada - Esta mujer es un caso muy serio, tiene una patología que es difícil de tratar.
- ¿Cuál?
- Tiene el convencimiento a flor de piel.
- ¿El qué?
- El convencimiento. Mire, yo detesto recetarle todo eso, pero ella tiene una forma de hablar que termina de convencerlo a uno y no queda otro camino que hacer las recetas.
- Doctor, entenderá que debemos elevar un informe sobre esta irregularidad. Si de repente a todos se le da por el convencimiento, estaríamos hablando de una tercera edad con el poder de dominar a todos y pedir lo que se le cante.
- Espere... ¡Carmen! - dijo llamando a su secretaria - Por favor comuníquese con Nilda y dígale que venga a consultorio.
- ¿La va a hacer venir? - preguntó uno de los inspectores de la obra social.
- Claro, es lo mejor. ¿Les preparó un café mientras tanto?
Los minutos se hicieron largos y tensos. El sonido del roce de las cucharitas con las tazas crispaba los nervios del doctor. Finalmente la figura voluminosa de Nilda apareció en la puerta del consultorio. Por primera vez en mucho tiempo, Almada se alegraba de verla.
- ¿Qué pasa doctor? - preguntó con una voz gruesa y áspera.
Los inspectores la observaron con detenimiento.
- Mire Nilda, no quería molestarla, pero estos hombres están aquí por la cantidad de remedios que usted pide que se le recete y...
- ¿Quiénes, éstos?
- Si Nilda, estos son los caballeros que representan a la obra social y parece ser que la elevada cantidad de...
- Así que ustedes son de la obra social - dijo interrumpiendo una vez más al médico - Me vienen como anillo al dedo, porque me rechazaron cinco de los medicamentos que tomo.
- Señora, no ha sido rechazo, sino sentido común. Usted está abusando, en complicidad con su médico, de las prestaciones que brinda la obra social - acusó con total seguridad el más alto de los supervisores.
- Mire jovencito, ni que abuso ni ocho cuarto. Si me los recetan es porque lo necesito. Ya quiero verlo a usted llegar a mi edad sin tener que tomar medicamentos.
- No digo que no tiene que tomar, sino que toma mucho.
- ¿Acaso es usted médico? ¿Así que ese traje le permite determinar si lo que tomo está de más? ¿Y cómo me asegura usted que si dejo de tomar algunos de los remedios, voy a seguir bien? ¿Es adivino? ¿Tiene línea directa con el de arriba? Pero che, a esta edad tener que soportar tipos como ustedes.
- Señora....
- Señora y las pelotas de Mahoma. Haciéndose el educado no va a cambiar nada. Usted vino a sacarme medicamentos sin tener la menor idea de medicina. ¿Sabe lo que es usted? Un ignorante que lo único que sabe hacer, es acatar órdenes. Vaya allá, venga aquí, diga esto, diga aquello... ¡le debería dar vergüenza!
- Escúcheme...
- No lo escucho una mierda ahora, los únicos abusadores aquí son ustedes, que abusan de mi tiempo, de mi salud, del poder de cuarta que le da esa credencial de morondanga que tienen en el bolsillo. ¿Por qué no va y le saca la medicación a su madre? ¿Por qué no se la saca a su padre, a su tío? Claro, vayamos a joder a la estúpida de Nilda. Cómo me gustaría conocer a su madre, sabe. Le pediría permiso para llenarle el culo a patadas.
- Cálmese...
- ¿Qué me calme? Usted está loco. Llega acá, lo intimida a mi doctor, me hace venir para acá y pretende además que me calme. ¡Largo de aquí!
- ¿Cómo?
- Lo que oyó, se me largan del consultorio.
- Pero...
- Vamos, marchando, no me hagan ir a buscar una escoba o algo.
- Nilda, tranquilícese - intermedió el médico.
- Usted hágase a un lado, si no quiere ligarla. Vamos carajo, eso, marchen. Bien, bien, los tres, afuera. Eso, y no vuelvan.
El sonido de la puerta de calle al cerrarse esparció silencio en el consultorio. Carmen estaba boquiabierta, mientras que Almada aún sentía el corazón palpitando en la garganta.
Nilda, en cambio, seguía enérgica y corrió a cerrar la puerta con llave. Tomó la llave y la arrojó en el escote de su vestido. Luego miró al médico, que supo con esa mirada que estaba perdido.
- Y ahora Almada, dado que he venido en su rescate, exijo me recompense como es debido.
El doctor tembló. Aquellos ojos clavados en él, los dientes mordiendo los labios inferiores, el cuerpo de la mujer caminando en su dirección, el sudor que era visible en cada pliego de la piel, la agitación rítmica bajo el enorme busto, significaban una sola cosa: más y más recetas para hacer.


4 comentarios:

SIL dijo...

¡Guau!

No me gustaría estar en los pantalones del Dr.
Menos mal que lo único que le exige -por ahora- es recetas... jaja


:P


Abrazo :)


SIL

José A. García dijo...

Con médicos así, mejor ni enfermarse...

Con obras sociales como esas... Ah, cierto, de esas ya tenemos...

Saludos

J.

el oso dijo...

¿Qué receta lo salvará al pobre Almada?
¡Espectacular,Neto!

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Personaje entrañable la tal Nilda. Deseaba verla triunfar sobre los de la obra social, je.
Ahora, la que le espera al Doc...
Muy bueno, Netomancia.