Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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17 de noviembre de 2011

Otros tiempos

En otros tiempos la soledad era una cuestión geográfica, de dificultades a la hora de movilizarse. La pertenencia a un lugar, en ocasiones, sucedía a la fuerza. Pero el mundo ha evolucionado. Hoy nadie pertenece a ninguna parte y la soledad es un capricho de quiénes desean estar solos.
Alumbrado por la frágil lámpara del escritorio, Sergio se entregaba a la compañía de sus amistades. Quién diría que aquel pequeño departamento cobijaba más de cien personas. Claro que ninguna ocupaba un lugar físico. No era necesario visitar a alguien para estar cerca, aquello era cosa del pasado. Una computadora, una conexión a internet y el planeta se inclinaba en señal de respeto. El mundo venía a uno, con un solo click.
La noche transgredía la armonía rutinaria de la realidad que asomaba por la ventana, casi como un objeto más, indiferente. A un lado del ordenador, un televisor de alta resolución transmitía noticias como un loro parlanchín, al ritmo de la frenética exposición de imágenes que se sucedían una tras otra, en un collage de sangre, hambre y muerte.
Sergio miraba de reojo, muy de vez en cuando. Pero aquella pantalla le traía lo que se perdía, por quedarse allí, delante de la pc. El teléfono celular ahora descansaba al lado del teclado, pero solía vibrar con urgencia bastante a menudo. Las voces familiares viajaban por redes invisibles de boca a oído y viceversa, no importara dónde ni cuando.
Aquello era una central de operaciones moderna. No se gestaba ninguna guerra, sino lazos de amistad por todas partes. En un segundo, a cada instante, casi por arte de magia. Ni fronteras ni distancias. El chat, la cámara, los correos electrónicos y los mensajes, yendo y viniendo, como un proceso natural en la evolución del hombre, de la tecnología fruto de su creación.
De pronto, Guadalupe dejó de responder. El le escribía, pero no había contestación. Le resultó extraño. Le preguntó a otro amigo si tenía problemas con el chat, pero tampoco contestó. Algo había pasado. Quiso abrir una página y la fatídica leyenda se hizo presente: no se podía encontrar la página. El temor de los temores, la pesadilla. Se había cortado el servicio de internet.
Buscó el router, ese aparatito ignorado, escondido lejos de la vista, del que dependía su mundo. Lo apagó y encendió. Nada. La absoluta nada. Sintió un vuelco en la zona del abdomen, una señal de malestar.
No podía estar ocurriendo. Desconectó todo. Muchas veces le habían dicho que apagando y prendiendo se solucionaban la mayoría de los problemas. Encendió, esperando el milagro.
Escuchó el ruido del disco rígido mientras el nerviosismo palpitaba en sus sienes. Pero el sonido cesó. La pantalla permaneció en negro y el fantasma del olor a quemado envolvió la sala. Corrió a desenchufar los cables pero ya era tarde. La fuente de energía había dicho basta.
Se tomó la cabeza con ambas manos, impotente. Aquello era un puñal en el corazón. Necesitaba ya mismo un delivery, alguien que conociera la ciudad y fuera en busca de un reemplazo. Se apresuró a tomar el celular, las manos le temblaban. Fue muy torpe. El pequeño aparato resbaló de su mano y cayó con fuerza al suelo. Provocó un sonido desgarrador. Una parte salió disparada debajo de la mesa y otra quedó girando sobre si misma, delante de sus ojos.
Aguardó a que ese incesante movimiento terminara, y fue como una última exhalación. Se agachó con angustia para comprobar que su celular ya no servía. Estaba hecho añicos. Pensó en Guadalupe, en sus amigos, en la preocupación que tendrían ante la inesperada desaparición. Se apoyó en la mesa, apesadumbrado. No vio el televisor y su codo lo golpeó. Cayó pesadamente, con un estruendo como corolario.
El pánico lo asaltó. Estaba solo en la habitación, rodeado de los restos de su tecnología. Era una zona de desastre. Contenía las lágrimas, por la incomprensión misma. No tenía a nadie a quién acudir, no tenía forma alguna de contacto. Por primera vez, se sentía en soledad.
Atisbó a mirar la puerta. Pero no se animaba a salir. ¿Quiénes vivirían en ese mismo piso? ¿Quiénes serían sus vecinos? ¿Abrirían la puerta para dejarlo hacer una llamada? Las dudas lo asaltaban, pero también el terror. Salir fuera de aquel lugar era una idea en la que no pensaba desde hacía tiempo. Pero debía hacerlo, respirar hondo y tener el coraje...
Tomó la decisión en un cerrar y abrir de ojos, mientras la luna engalanaba a sus espaldas el marco oscuro de la noche. Corrió a la puerta y se topó con ella. Rebotó como un saco de huesos y quedó tendido en el suelo. El picaporte no se había abierto cuando tiró de el. Lo recordó. Se activaba con una clave. La había colocado por seguridad, para que nadie lo perturbara.
Pero no la sabía. No la tenía en su mente. Para qué, había pensado en su momento. La guardaba en su correo electrónico y una copia en su celular. Se puso de pie, dolorido.
Golpeó con sus manos la puerta, esperando que alguien lo oyera. Golpeó y golpeó. Pero nadie lo escuchó. Estaban todos en sus departamentos, junto a cientos de amigos, viviendo sus vidas, sin importar el mundo, las distancias, las barreras.

4 comentarios:

Felipe R. Avila dijo...

oh,jojojojo...
buenísimo,Neto.

Camilo dijo...

La crítica perfecta a la sociedad en la que nos estamos convirtiendo.
http://idasueltas.blogspot.com/

Netomancia dijo...

Don Felipe, usted se ríe de malvado nomás, le encanta saber que el hombre morirá en su reducto. Ja. U abrazo y gracias!

Don Camilo, una critica bien actual, un retrato que quizá ahora mismo esté pasando en algún lugar. Gracias! Un abrazo!

SIL dijo...

Sip.
Más impacta el relato- al menos en mi caso- por el efecto espejo que me hace que por su natural y terrible analogía con la realidad.


Abrazo muy grande.


SIL