Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de noviembre de 2011

Hasta el domingo que viene

Son traicioneros los recuerdos, sobre todo aquellos que vienen desde hace mucho tiempo, de cuando uno es niño, vislumbrando las imágenes veladas por cierto matiz sepia, como provenientes de otra vida casi inalcanzable.
Con los años, uno intenta darle un marco, un contexto, ubicar esas imágenes sueltas en un ámbito más grande, que entonces era ignorado y que luego se instala naturalmente, como todas las cosas que llegan en su debido momento.
De pequeño, cada domingo íbamos con papá a la cancha del pueblo. Era el día sagrado, que comenzaba bien temprano, con mis quejas para evitar la misa, la obligación inevitable a la que asistía llevado a los empujones por mamá y el regreso por las veredas repletas de árboles y sombra, ahora contento, porque por delante solo quedaban horas para disfrutar.
El pollo a la parrilla, que se degustaba en un santiamén, el postre y esa sobremesa tan amena, a la que se sumaban dos tíos que vivían cerca y llegaban para el café con sus novias.
Cuando mamá comenzaba a levantar los platos sucios, con papá nos poníamos en marcha. Ropa para ir a la cancha, la bandera del club y unas monedas para comprar golosinas a la pasada.
En las calles los rostros habituales, seguidores del equipo, también emprendían el religioso andar hacia el otro lado de la ruta, donde estaba el predio con el campo de juego y las tribunas de madera.
No importaba cómo íbamos en la tabla de la liga, estábamos ahí para apoyar. El club llevaba el nombre del pueblo y eso lo hacía una razón más que obvia para dedicarle la tarde y todo nuestro entusiasmo.
La imagen, en realidad, comienza ahí, en la tribuna. Por alguna razón, me llamaba la atención la presencia de gente mayor en los partidos. Mientras el resto de los presentes saltaban, gritaban, alentaban, esas personas que para mi eran todos abuelos, disfrutaban de otra manera, casi en silencio, con la mirada siempre atenta al partido pensando vaya a saber en que cosas del pasado.
Don Galván, que los días de la semana era común verlo en su taller de calzados, se sentaba en dirección a la línea media de la cancha. Era sin dudas el mejor lugar para ver un partido. Nosotros buscábamos también una ubicación cercana a esa posición. Por lo que era habitual cruzarnos en la tribuna.
Llegaba temprano. Creo, sin temor a equivocarme, que miraba completo el partido de reserva. Se sentaba en el tablón de madera, radio portátil en la mano (que cuando el griterío arreciaba, acercaba al oído), sacando los ojos de la cancha solo en ocasión de saludar a conocidos que pasaban a su lado.
Cuando terminaba el partido y mientras nosotros nos quedábamos en las gradas, porque papá compartía inquietudes (cuando no, críticas) con otros vecinos, era común verlo descender con sumo cuidado tablón por tablón, temiendo en mi caso por su salud, porque su cuerpo se veía tan frágil que en mi joven imaginación, una brisa podía sacarlo volando fuera de la cancha.
Al caer la noche, papá me hacía otra invitación Ya relajado de la tarde repleta de algarabía, bañado y limpio por orden de mamá y la ya sabida frase “mañana tenés escuela”, era momento de ir a la rotisería para encargar una pizza o empanadas, que eran la especialidad de doña Paula, la dueña del lugar.
La rotisería funcionaba en un local frente a la cancha, pero de este lado de la ruta. Antes había sido un bar, durante muchos años. Y quizá por eso, es que aún conservaba la barra antigua y las mesas, donde la gente mayor continuaba yendo a tomar algo o jugar algunas partidas al truco.
Mientras aguardábamos que se hiciera la pizza o nos calentaran las empanadas, papá se acercaba al televisor y se quedaba mirando lo que estuviese puesto, que con seguridad era un partido de fútbol.
En cambio, yo me entretenía mirando una mesa sobre la pared opuesta, en la que veía al viejo Galván y otros hombres mayores, charlando con efusividad, riendo otras veces, mientras los vasos de vinos apoyados sobre la mesa iban y venían de la madera a la boca, en un viaje incesante, repleto de misterio para mis escasos años de vida.
No se si alguna vez repararon en mi o si acaso sabían quién era. Lo cierto es que a lo largo de lo años intenté recrear esas imágenes sueltas que me llegaban como fragmentos de una vida anterior, hasta finalmente poder armar el rompecabezas y tener la posibilidad de compartir este recuerdo en forma completa.
Claro que ello me llevó a otra cosa, aún más compleja. Imaginarme la otra parte de la historia y vaya uno a saber la razón (porque la sola idea de por si me parecía extraña), lo hice.
Intenté con la mente hacer el recorrido de don Galván, desde que bajaba esos tablones hasta esa mesa en lo de doña Paula, donde a diferencia de la cancha, se lo veía tan exultante y agradable, como si en la cancha le hubiesen robado algo y en el bar, se lo hubiesen devuelto.
Me lo hice caminando con paso lento hasta el borde de la ruta, aún con la radio encendida, seguramente escuchando un partido de AFA o los comentarios de la jornada, ya finalizada. Su andar lento lo obligaba a esperar hasta que no vinieran coches en ninguna de las manos. Una vez del otro lado,  subía a la vereda y caminaba bajo los árboles, donde el trino de las aves ofrecía una sinfonía que invitaba a sentirse bien.
Llegaba a su casa, donde Tita su mujer, la modista del pueblo, lo esperaba con el mate recién hecho. Compartían aquellos amargos con la mansedad de los años, la tranquilidad de tenerse el uno al otro, el cariño que no se dice pero se siente. La tarde caía de pronto y sin apuro, ponían la mesa, preparaban la comida y se sentaban en silencio, a disfrutar del rejunte del mediodía.
Entonces don Galván, al terminar de comer, se ponía de pie, se acercaba a Tita y le daba un beso a la mejilla, al tiempo que le anunciaba: “Me voy un rato al bar”. Tita asentía con naturalidad, mientras se aprestaba a recoger la mesa.
Si hacia frío, se ponía una campera liviana. Si el clima era agradable, salía como estaba. Llegaba al bar, que ahora atendía la hija del cordobés que supo ser dueño del lugar, y buscaba su mesa habitual. Ya no era un bar, estaban dedicados más a las comidas que a otra cosa. Pero ni a él, ni a sus conocidos de siempre, aquello le resultaba un impedimento. Tenían su mesa, sus vasos de vino y mucho para hablar.
Como no podía ser de otra manera, se empezaba hablando de fútbol, del partido del club, de lo que había pasado en el ámbito nacional, para luego meterse en anécdotas de otros tiempos, en recordar a jugadores que aún jugaban en sus retinas como si fuera hoy, lo que les traía nostalgias, pero también alegrías, como así discusiones, pero en todo momento amistosas.
Y así transcurría la maravillosa noche de domingo, hasta que alguno se daba cuenta de la hora y comenzaba a despedirse. Tras eso, la mesa no duraba mucho tiempo más. El adiós, la promesa de repetir la charla en una semana y “chau, hasta el domingo que viene”. Luego a cada uno le llegaría el lunes, la rutina, el trajín, la casa, ir al médico, pagar los impuestos, hacer los mandados. La vida. Esa que solo se detenía durante un par de horas en aquella mesa del bar frente a la cancha, los domingos por la noche.
Cuando me fui a estudiar a la ciudad, dejé de pesar en el viejo Galván. Supe años después que le había tocado la hora. Supuse que todos aquellos que dejábamos de ver, corrían la misma suerte, con la diferencia que a unos, más que a otros, extrañaríamos en algún momento.
Me recibí de médico en ocho años. Un logro, verdaderamente. Tuve la chance de quedarme en la ciudad, pero no quise. No solo porque había terminado con un noviazgo de tres años, sino porque añoraba mi pueblo, sus calles, sus aromas, los domingos en la cancha, mis amigos, mis viejos. Así que volví y vaya el destino, me enamoré de una chica, Noemí, que resultó ser nieta de Galván.
De todas maneras, hasta ahora nunca le dije de mi sana obsesión con su abuelo, quizá por temor a que no comprenda todos los misterios que significaron en su momento para mi aquellas postales, la de verlo con radio pegada al oído, luego verlo cada domingo charlando con sus amigos en la mesa del bar, degustando un vaso de vino. Entonces, aquel era un mundo de gente grande, tan ajeno a uno, que cada matiz era como una pincelada de curiosidad en mi mente.
A Tita la he conocido, pero dudo que su carácter sea el mismo. La noto triste, como buscando a su esposo en cada oración que pronuncia, en cada rincón de su hogar. Creo que en ocasiones, cuando uno se va, se lleva parte del otro, sin que este se de cuenta.
Hoy Noemí me ha pedido que compre empanadas en lo de doña Paula. Está muy avejentada, pero sigue preparando manjares. Es domingo y me ha sorprendido, al entrar, encontrar el lugar vacío. Pero lo que más me abrumó, al poner un pie en el local, tras varios años de no hacerlo, es que todo está tal cual lo recuerdo. Solo el televisor es más moderno y por supuesto, las botellas detrás de la barra no son las mismas.
Le pregunté a doña Paula cuánto iba a demorar y si podía aprovechar esos minutos en tomarme un vaso de vino en una de las mesas. No se cuál fue la razón, ni espero comprenderla algún día, pero me dirigí a la mesa donde solía ver a Galván y los otros hombres mayores. La mujer me trajo el vino y una servilleta.
Me quedé mirando el vaso, como hipnotizado. Ni siquiera me gustaba demasiado el alcohol. Noté que le faltaba algo al cuadro. Estiré un brazo y de otra mesa tomé el cenicero. Ahora si. Estaba completo.
Entonces, una silla a mi lado se hizo hacia atrás y apareció Galván para tomar asiento. Las otras sillas también chirriaron contra el piso al moverse. Habían llegado los demás. Nos saludamos, se saludaron y con un simple movimiento de cabeza, uno de ellos llamó a doña Paula. Llegó a la mesa rejuvenecida, con una bandeja con cuatro vasos con vino. Los sirvió con una sonrisa, mientras los hombres le decían piropos sanos e inofensivos.
Galván dijo que el partido le había parecido aburridísimo. Yo, que había estado en la cancha, asentí con vehemencia. Los demás opinaron lo mismo y le echaron la culpa al técnico, que mandó al equipo a defender. No me pareció bien que toda la cruz recayera sobre el técnico y lo hice saber. Galván preguntó entonces quién era el responsable y salió hablando de un jugador que cincuenta años atrás había sido jugador y entrenador al mismo tiempo.
El diálogo fue fluyendo por el tiempo, mechándose de diversas anécdotas, mientras nuestros vasos nos entregaban el reconfortante líquido, que nos embellecía el espíritu.
A los otros dos que ingresaron, no los vi hasta que estuvieron en la barra. Primero no los reconocí. Solo cuando el chiquillo giró hacia la mesa, comprendí que aquel era mi padre y el pequeño, era yo. En ese momento un fragmento sepia se coló en mi retina, un recuerdo olvidado, la noche en la que junto a los viejos había un joven que me llevó a preguntar qué hacia allí, quién era, como osaba a romper la armonía de cada domingo. Miré al niño con detenimiento, pero solo un instante, no pude menos que bajar la cabeza.
Me sentí aterrorizado. ¿Qué sucedía realmente? ¿Aquellos eran fantasmas que habían venido a mi mesa o el fantasma era yo, retrocediendo en el tiempo para compartir esa necesidad por la que pugnaba mi alma, de reconstruir un ayer misterioso y a la vez atractivo, que por años carcomiera mi cabeza...?
Una mano suave me sacó del ensueño. La voz de Noemí llegó a mis oídos, tan repentinamente que me sobresaltó: “Norberto, ¿estás bien? Salí a buscarte, me tenías preocupada”.
Mis ojos fueron a la mesa, donde solo un vaso a medio tomar y un cenicero, ocupaban su superficie. Las sillas estaban vacías y los demás vasos habían desaparecido. En la barra no había nadie, tan solo, del otro lado, doña Paula otra vez avejentada.
Volví la mirada a Noemí, tan dulce y hermosa. No sabía que decirle, ni tan poco podía confesarle. No se que pensaría de mi. Me excusé, de manera simple: “Disculpame amor, se me fue el tiempo de la cabeza”.Fuimos hasta la barra, pagué las empanadas y tomados de la mano, salimos. Pero en un acto natural, casi sin pensarlo, antes de cerrar la puerta, la miré a doña Paula y a la distancia le grité: “Chau, hasta el domingo que viene”.

7 comentarios:

mariarosa dijo...

Me emocionaste. Que lindo relato, fui viviendo cada momento, la infancia, el regreso y ese dejavu tan bien relatado. Hermoso cuento, digno de un concurso.

Un beso.

¿Cómo estás?

mariarosa

Sebastián Elesgaray dijo...

Neto is alive! :O
Buen relato, de forma mágica se entreteje el pasado con el presente para dar a conocer lo más profundo del personaje. Me encantó...
¡Abrazo!

Netomancia dijo...

Doña Maríarosa, muchas gracias! Mucho mejor por suerte! Un relato que emociona, incluso al escribirlo. Saludos!

Don Flagg, alive por ahora, si señor! Gracias por estar en mi ausencia! Un abrazo!

SIL dijo...

OTRA VEZ hermoso :D ;)

El texto, además de inmensamente emotivo, juega con esa teoría misteriosa del cruzamiento de líneas en el tiempo.

Abrazos miles


SIL

Netomancia dijo...

Doña Sil, muchas gracias! Si, tiene ese ida y vuelta con el tiempo, con el pasado, con lo que fue y ya no volverá a ser... o si, como en este cuento.
Saludos!!!

Camilo dijo...

Que buen relato. Llegué a sentirme identificado con Don Galván, con sus dos horas cada Domingo, de las que escapaba por un momento de la vida diaria, esas mismas dos horas que a veces también yo tengo, que a veces se se me escapan. El final fue una sorpresa. Pero estaba genial. Repito, ¡gran historia!
http://idasueltas.blogspot.com/

Netomancia dijo...

Don Camilo, muchas gracias. Esa identificación es lo que a veces uno busca, para que así el lectorse sienta parte del relato. Un abrazo.