Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de febrero de 2011

La bailarina sobre el pedestal

Cortó por el camino que orillaba las vías del tren. Fue esquivando los durmientes de quebracho, en un juego tácito con el paisaje. Las piedras eran cómplices de los vidrios rotos, de las alguna vez botellas que borrachos habían arrojado contra la interminable escalera que dormía pegada al suelo. Sus pies descalzos evitaban un contacto que inevitablemente lo haría sangrar.
Era temprano, el sol apenas se asomaba. El calor de todos modos se sentía en el aire. Iba a ser un día caluroso, de esos en los que las chicharras fríen los oídos y auguran un suplicio incluso a la sombra. Los pájaros se encaramaban a los árboles lindantes y en un coro desprolijo, embarullaban el barrio. Un perro ladraba a lo lejos. Eran los sonidos de cada mañana. Aquellos que la volvían real.
Un palo largo que había recogido minutos antes le servía para golpear con ingenua furia las ramas más bajas de los fresnos que le abrían paso a su andar. Una gomera asomaba del bolsillo trasero del raído pantalón.
Pensaba en nada cuando llegó al portón verde que tan bien conocía. Se metió dos dedos en la boca y silbó con fuerza. Del otro lado de la chapa, un perro comenzó a torear contento. Esperó paciente, mientras levantaba de entre los yuyos piedras de forma consistente, sucientemente pesadas como para arrojar con su arma de madera y goma.
El portón se abrió lentamente, como si un misterio dormitara del otro lado. Pero no había ningún misterio en la figura achacada de Salvatore, que retrocedía a la par de la hoja de chapa verde, con paso vacilante y nada seguro. El niño pasó sin saludar. Caminó sereno hasta la vieja casa edificada al fondo del terreno, dejando atrás una precaria plantación de tomates y otra de zapallos.
Entró sin golpear. No había necesidad. Solo estaba Elisa, que era sorda. A pesar de ello, sabía bien cuando alguien llegaba. Se hacía entender con señas que se debía a las vibraciones que percibía en al aire. En el caso del muchacho, las vibraciones se duplicaban, aunque jamás se lo había dicho. No era el mismo movimiento de las partículas que la envolvía que sentía, por ejemplo, cuando el que andaba cerca era Salvatore.
Sin embargo su temor, porque en su seno albergaba un miedo que no podía explicar, ni siquiera con señas o sobre un papel, no era por la fuerza de las vibraciones, sino por el aura que llevaba alrededor. Un tinte negro, de muerte, se balanceaba al compás de la marcha, como el péndulo de un viejo reloj.
Aquel joven, al que servía desde que tenía memoria, no era un joven más. Lo sabía desde que lo vio nacer, en el olvidado arroyo al oeste, donde Esther, la madre del chico, le había pedido que la acompañara para hacerlo perder, cómo le había dicho en un sollozo cuando ambas eran jóvenes y la piel aún tersa.
Aquel día nefasto en el que la muerte se equivocó al escoger y se llevó a Esther, dejando al niño en el agua, colgando de su cordón umbilical. Entonces Elisa, la pobre Elisa, sintió que debía salvarlo y así lo hizo, mientras los ojos ausentes de su amiga le decían en un silencio distinto al que estaba habituada, adiós... y suerte.
Lo crió desde sus primeros berrinches, pero ni siquiera eso pudo contagiarle algo parecido al amor. El niño le inspiraba terror. Sus gestos y mohines no eran propios de un recién nacido. Sus enojos incluían el maltrato. Las uñas habían crecido muy rápido lo mismo que los dientes. Era capaz de morder y arañar, como un bicho maldito.
Pero a pesar de ello, lo crió solo, sin saber quién era el padre. En el pueblo nadie se lo preguntaba, como tampoco querían saber que había sido de Esther. El pueblo era una voz que tampoco podía escuchar, pero que veía y sentía. Y lo que le transmitía no era nada bueno. Los ojos escrutadores la seguían por las calles mientras sus brazos cargaban al bebé, al niño de la difunta Esther.
A los tres años no había palabra que saliera de la boca de ese malnacido que no fuera un exabrupto. Y cada una de ellas era un dardo al cuerpo de Elisa. Sintió como sus dedos se volvieron inútiles sobre las cuerdas de la guitarra, la escritura se le convirtió en ilegible, la dulce voz trastocó en una cascada de piedras cayendo en un foso sin fondo y el cuerpo, alguna vez delgado, engordó a pesar del hambre y el frío. Solo su sordera se mantuvo inalterable, casi una bendición. Los insultos, de esa forma, dolían menos.
Entonces llegó de la nada Salvatore. Se instaló y colocó el portón. El niño se sintió a gusto y ella se convirtió en su víctima cada noche. Abría la puerta y como si nada, con los pantalones por las rodillas, la empujaba sobre la cama para violarla una y otra vez. A veces, el niño se asomaba en la puerta con una sonrisa en el rostro y un cuchillo en la mano.
Tenía siete años cuando comenzó a irse por las noches y volver en las mañanas, repitiendo al llegar siempre el mismo ritual del silbido, tras el cual Salvatore lo dejaba entrar. A veces volvía envuelto en lodo, otras en sangre y de vez en cuando en viscosidades que Elisa no podía describir.
Luego de un tiempo, comenzó a violarla también. En su pesadilla, la sordera era un bien. Su forma de alejar los gritos, los ajenos, los propios.
Aquella mañana las chicharras presagiaban un calor sofocante. Ella no las escuchaba, pero podía sentirlo en la piel, cuarteada por el sol de tanto cosechar a la hora de la siesta. Podía casi respirarlo, con solo cerrar los ojos y dejarse llevar por el silencio que habitaba su cabeza.
Las vibraciones. Fuertes, malignas. Escupían el aura negra por todas partes, casi vomitándola. Se acercaba, estaba allí. Lo vio entrar, el rostro pétreo, el pecho hinchado como un gallo, los pasos medidos y firmes, el cabello cubriéndole parte de la mejilla y las manos bañadas en sangre.
Lo vio y dejó de hacer lo que estaba haciendo. Entonces tomó la caja de fósforos de su bolsillo y sacó uno al azar. Lo raspó contra el borde áspero de la caja, viendo nacer de inmediato la llama. Vio como el aire jugaba con ella, la acariciaba, la hacía bailar lentamente, como una doncella, una bailarina en su pedestal y entonces la llevó hacia delante, para que él la viera. Y no hubo nada más, ni siquiera tiempo para sonreír.
La cerilla cayó y el combustible que cubría cada centímetro del lugar ardió.
El último pensamiento de Elisa fue para Esther y aquel arroyo, que se le antojaba tan distante e irreal, tanto como el calor que la estaba alejando de su sufrimiento.


“Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja”.
1ra. Reyes 18:38

7 comentarios:

SIL dijo...

Salvado de las aguas,
pero por un espantoso error.
El fuego purifica a los malditos.
Elisa pagó su error, dando su vida y salvando a la de otros.

La cita del final es colofón de lujo.

Un abrazo Netuzz

SIL

Con tinta violeta dijo...

El relato es escalofriante. La cita bíblica una certeza: el bien y el mal existen, lo mismo que Dios se manifiesta, en tanto los dioses falsos no pueden siquiera consumir las ofrendas que les ponen...En algún momento de la historia, la verdad y la justicia gobernarán y derrotaran al mal que ahora vemos desatado y dueño de este mundo... Me voy temblando al pensar en esa mujer horrorizada...que prefiere el fuego y el dolor a seguir viendo y sufriendo el terror en estado puro...
Besos!!!

Netomancia dijo...

Doña Sil, muchas gracias. Puede que nunca lo hubiese visto como un error, pero a la larga lo fue. Saludos!!!

Doña Tinta, muchos prefieren dejar de sufrir antes de tiempo, pero pocos enfrentan la decisión. Gracias! Saludos!

Anónimo dijo...

Son muy buenas tus historias. Seria lindo poder tenerlas en mp3 para escucharlas por ej. cuando uno se acuesta o esta viajando. Ya hice varias usando una pagina que convierte texto a mp3. Aunque lo ideal seria que las lea una persona, no una maquina, pero algo es algo. Para quienes tenemos problemas de vista y/o somos vagos, los audiolibros son una bendicion. Fijate si podes incorporar eso al blog, un link en cada post para poder bajarlo en mp3. Saludos!

mariarosa dijo...

Una historia digna para el argumento de una pelicula. Un ser malo, a veces me pregunto, se nace malo o se hacen malos?
No lo sé, sólo sé que tu historia es muy buena.

un beso.

mariarosa

Netomancia dijo...

Doña Mariarosa, muchas gracias. A veces pienso que se nace, pero siempre hay tiempo para que aprendan los que no, verdad? Saludos!

Carla Kowalski dijo...

Un cuento fuerte, no podía creer lo que leía.