Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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27 de julio de 2010

Arrugas del tiempo

Quizá lo haga por querer ganarle de mano a las malas lenguas o bien, porque no puedo con mi genio de tipo bueno y consciencia limpia. Me pueden tildar de boludo, no voy a decir lo contrario. Pero al menos permítanme que les cuente por qué es que le voy a confesar a mi esposa y a mi hija lo que hice hace una semana.
Empiezo por lo más importante. Tengo setenta y dos años y hace tres décadas, en la época de los milicos, me secuestraron y torturaron como a un muñeco.
Por entonces me ganaba la vida escribiendo en un diario de la ciudad. Gacetillas y algún que otro evento de la sociedad; hasta allí llegaba mi compromiso social. Sin embargo un fin de semana faltó gente y tuve que cubrir una marcha. Era una protesta por unos desaparecidos.
Solo a mi se me podía ocurrir escribir lo que había visto. Con total inocencia puse a tres columnas, en página central, que las fuerzas del orden habían atacado a los manifestantes. Es decir, poco habituado a escribir la realidad, no hice lo que todos hacían con ella: obviarla.
Lunes por la mañana, no hacía cinco minutos que había llegado, escuchamos en la oficina un estallido proveniente de la puerta de emergencia, que daba a un callejón por calle Sarmiento. En menos que canta un gallo irrumpieron cinco policías de alguna fuerza especial, con armas largas y las caras pintadas. Arrojaron una bomba de humo y perdimos noción del lugar.
Sentí como me apresaban del brazo y me arrastraban hacia la salida. Estoy seguro de haber puteado, al mismo tiempo de haber preguntado que pasaba. Me decían "vos sabés, no te hagás el pelotudo" y me lo repetían una y otra vez.
Cuando salimos al callejón vi que se llevaban en una furgoneta a Morales y Pandetta. A mi me metieron en un Falcon, junto a Ortiz y Miranda. Por suerte era temprano y aún no habían llegado los demás. Recuerdo bien haber sentido alivio por los que estaban retrasados. Lo recuerdo bien porque estaba seguro que de nosotros cinco, ninguno contaba el cuento.
Nos encapucharon ni bien arrancó el motor del vehículo. No tengo la menor idea del recorrido, pero notaba que doblábamos en forma permanente. Luego de varios minutos, tomamos un camino recto, quizá una ruta a la salida de la ciudad.
Creo que era Ortiz el que gemía. Sentí un chasquido e imaginé de inmediato un culatazo. No se escucharon más gemidos.
Varios minutos después frenaron el coche y nos hicieron bajar. Otras voces ordenaban avanzar, a unos metros de distancia. Supuse que eran los de la furgoneta con Morales y Pandetta. Nos metieron dentro de una casa o galpón y sin sacarnos la capucha nos empezaron a golpear.
No dejaban de repetir cosas como "no van a tener más ganas de escribir estupideces hijos de puta" o "a ver que valientes son ahora que no tienen una máquina de escribir adelante, maricones". Nos pegaron de lo lindo. Creí estar muerto luego de quince minutos, pero cuando comenzaron a patearme otra vez, supe que no era así. ¿Cuánto podíamos resistir? No lo sabíamos en ese momento. Creo que nadie lo sabe hasta que le sucede. Intentaba ovillarme, como si eso pudiera contrarrestar algo. El instinto de conservación me pedía a gritos estar callado, pero los gritos de dolor se me escapaban alimentando el goce de los milicos, que a cada grito asestaban un golpe más fuerte,
Largo rato después, nos metieron esta vez a todos en la furgoneta y nos llevaron de nuevo a la ciudad. Nos arrojaron como bolsas de basura sobre la vereda del diario. Morales quedó inconsciente en el lugar. A Ortiz y a mi, el conserje de la puerta corrió a quitarnos la capucha. A Pandetta y Miranda los ayudó Irma, la mujer que entonces limpiaba el lugar, que justo estaba barriendo la acera.
Ortiz se había meado. Yo me había cagado. Teníamos lágrimas en los ojos y no sabíamos si habíamos tenido suerte o si ya estábamos muertos. Renuncié al día siguiente. Fui el único. Los demás continuaron en el diario. No podía permitirme la posibilidad de morir, menos por un laburo, no con una hija y esposa. Los otros se embanderaban en la golpiza y en la defensa de los ideales. Los entendía, pero no quería terminar como tantos otros. Y sin meditarlo dos veces, me fui.
Con los años aquellos golpes se fueron atenuando, pero nunca desaparecieron. A veces al mirarme el cuerpo en algún espejo, me parecía ver aún los moretones. Quería olvidar, pero se hacía imposible. Ni siquiera perder el contacto con aquella gente del diario me brindó la oportunidad de desterrar esos hechos de la memoria. Pero me las arreglé para seguir adelante, conseguir otro empleo, ver crecer a mi hija, mantener de pie la familia.
Pero la amargura no me abandonó. Fue tejiendo una trama propia en mi interior, con la paciencia de una araña, carcomiendo la alegría, la esperanza y la tranquilidad. Cada vez que alguien arrojaba un petardo por alguna celebración, mi cuerpo se acurrucaba instintivamente y mis ojos se volvían hacia todas partes, esperando en cualquier momento el humo acorralándome y manos fuertes y ajenas tomándome del brazo.
Hace una semana el día amaneció como cualquier otro. Pero otro estruendo golpeó a mi puerta. En realidad no fue un estruendo. Fue el timbre el que sonó y fui a atender.
Al abrir la puerta cuatro hombres entrados en años me miraban desde la vereda. Tardé en reconocerlos. Allí estaban los cuatro. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Tantos años intentando olvidar todo y de pronto el pasado estaba en mi puerta.
Esos cuatro pares de ojos me miraban desde sus arrugas, con la seguridad de quién ha esperado el momento durante toda una vida. Esas miradas entendían el juego del silencio. Y sin decir una palabra, me invitaban a algo.
La incomodidad me embargó. El rechazo natural al pasado me decía que debía cerrar la puerta allí mismo, pero la educación recibida me obligaba al menos a saludar. Fueron quince segundos de total inmovilidad, que bien podrían haber sido quince horas. El mundo se había detenido y la vereda frente a casa era un pasaje a otra dimensión, distante y dolorosa, de la que no deseaba tener noticias.
Parpadeé más de una vez, sin embargo no me engañaba la vista. La voz de Miranda me devolvió a la realidad. Mis piernas flaqueaban, a pesar del esfuerzo por mantener la compostura.
- Carnevale - dijo la voz ronca, producto del cigarrillo - Tanto tiempo.
Ese era mi apellido. Esa era una voz que no escuchaba más que en sueños, desde hacía treinta y tantos años. Tragué saliva con dificultad.
- Muchachos... - dije, como ganando tiempo para hilvanar el resto de las palabras - qué sorpresa.
- Sabemos donde está - escupió Ortiz, a quién temía acercarme, por miedo a sentir aún el aroma a orina que lo envolvía aquella tarde.
- ¿Quién... - pregunté, pero no terminé la frase. Solo había un motivo para que el pasado cobrara forma. Y el motivo era la venganza.
Me quedé mirándolos. Todo lo que el tiempo se había llevado, ya sea la juventud, la fuerza, los semblantes alegres, los reducía a esos cuatro ancianos que aguardaban por mi en la vereda de casa.
Pero tenían algo que muchos otros no: un motivo, una razón, un deseo.
Di un paso adelante y cerré la puerta a mis espaldas. Quedé entre ellos, que ahora me miraban con la esperanza de contar conmigo.
- ¿Saben dónde está el tipo que nos golpeaba y nos gritaba? - pregunté.
Miranda me respondió:
- El jefe de aquel comando, sabemos donde está. Y vamos a matarlo, Carnevale. Vamos a matarlo para acabar con ese dolor que tenemos dentro desde hace tantos años. Nos gustaría que vinieras.
Cerré los ojos, sopesando cada palabra. Una sensación de embriaguez había asaltado mis sentidos y hasta creía que me faltaba el aire.
- ¿Van a matarlo? - pregunté como quién no cree en lo que ha escuchado.
- Vamos a matarlo - asintieron casi a coro los cuatro.
Pandetta agregó:
- Está en un geriátrico, a diez kilómetros de acá.
Otra vez el silencio. Abrí los ojos y repasé sus rostros. Podía verlos jóvenes detrás de esas arrugas e incluso divisar el brillo perdido en sus ojos apagados. Les hice un gesto con la mano que esperaran. Entré a casa y la busqué a Irma en el patio. Estaba agachada arrancando yuyos de los canteros. La llamé por su nombre y le dije que iba a salir. Le di un beso en la mejilla y me fui. Supongo que después de tantos años, las mujeres no necesitan palabras para entender ciertas cosas.
Regresé ya de noche. Una brisa movía los árboles y la luna se ocultaba tras nubarrones de tormenta. La luz de la cocina estaba encendida. Sabía de antemano que Irma estaría acostada y sobre la mesa, esperándome, la comida en un plato preparada para meter en el microondas.
Comí algo y me acosté. Y ya hace una semana que no puedo dejar atrás esa noche. Ella me mira de reojo, con paciencia de acero; se que quiere preguntarme, pero espera a que yo le diga dónde fui aquella tarde.
No tengo razones para ocultar lo que hice. Hacerlo sería condenarme a otro sufrimiento interior. Muchos fantasmas del ayer murieron hace una semana, pero otros nuevos comienzan a acecharme. No puedo cerrar los ojos sin antes ver las arrugas que el tiempo ha puesto sobre cada uno de nosotros para recordarnos que la vida no es eterna y comprender que tarde o temprano, todo se paga. No puedo acostarme a su lado sin decirle lo que hicimos.
Intenté hacerlo varias veces, pero no he podido comenzar. No es fácil confesar que uno se ha transformado en el ser que odiaba. No es fácil señalarse como culpable. Pero tampoco lo es admitir que hubiese sido mejor dejar todo como estaba, porque no es así.
Ya no veo el humo envolviéndome ni escucho los gemidos de Ortiz, tampoco siento las patadas en el cuerpo y el deseo de acallar los gritos de dolor. Ahora solo me acorrala el rostro anciano y débil de ese hijo de puta en silla de ruedas, rogando por piedad mientras le taladrábamos las sienes.
Quizá no entre en detalles, pero Irma y mi hija deben saberlo. De una u otra forma, parte del pasado, finalmente ha muerto.

13 comentarios:

SIL dijo...

La venganza nos hace iguales a nuestros enemigos.
Y a la satisfacción del instante, a la paz en teoría por fin conseguida, le sucede más horror, más horror, más horror...

La suma de todos esos horrores, termina con el vengador en el mismo momento que ejecuta su venganza...

Pero si te digo que hay que olvidar para cicatrizar, tampoco cierra del todo mi receta.

En fin, tu relato nos encierra en un laberinto ético del cual ni el ovillo de la divina Ariadna, nos podría sacar, Netito.

Genial, una vez más.

ABRAZO INMENSO.

SIL

Netomancia dijo...

Doña Sil, me gustó mucho su comentario, es una posición difícil y que juega mucho con la ética y la moral. Lo de "laberinto ético" me mató ja. Muchísimas gracias!
Saludos!!!

Con tinta violeta dijo...

Durísimo retrato de la realidad. Cuantas veces no se habrán dado casos como este. No creo que sea un descanso hacer justicia uno mismo. Ese hombre ha muerto dos veces, igual pero en distinto orden que quién le torturó.
Me encantan estos cuentos, aparte de que son un homenaje a los que sufrieron...nos recuerdan que las películas de terror son burdas copias de los que un ser humano es capaz de hacer a otro.
Abrazos!!!

Netomancia dijo...

Doña Tinta, como usted dice, a veces el terror de ficción se queda corto y la realidad lo supera. Quién no le dice que este relato haya ocurrido una y otra vez en la vida, sin que uno lo sepa. La venganza no es nueva, la desilusión tras consumarla tampoco. Saludos y gracias!

Maga h dijo...

Don Neto, simplemente escelente lo que escribiste, de historia y emociòn. Dolores y los sentimientos mas profundos.
Un placer, aunque duela, leerte.

Abrazo!

Felipe R. Avila dijo...

Qué buen relato, amigo!

Anónimo dijo...

el texto de hoy Neto es de sentimientos cruzados y muy duros de digerir, pero a veces tan fáciles de entender... Es una historia tremenda, me la leí dos veces para sacarle el gusto a pleno, pero creo que necesita más relecturas... me dejaste KO como dicen en el boxeo jeje

mariarosa dijo...

Abría que preguntarle a Carnevale; ¿Si való la pena? o fue peor convertirse en lo mismo que condeno.

Muy buena historia. Un relato que pone los pelos de punta.
Felicitaciones Neto.

mariarosa

Mannelig dijo...

Impresionante. Tu forma de relatar deja huella.

Netomancia dijo...

Doña Magah, a veces el placer limita con el sufrimiento. Saludos y un gusto verla por aquí!

Don Felipe, muchas gracias!

Dieguito, son historias que nos ponen contra las cuerdas, sin dudas. Un abrazo!

Doña Mariarosa, vaya pregunta. Creo que Carnevale la responde con esa incertidumbre final. Saludos!!

Don Mannelig, muchas gracias. Se agradecen siempre sus palabras. Abrazo.

el oso dijo...

Cuántas historias de venganza, pero qué pocas tocando nuestra historia reciente.
Lo tuyo es un homenaje a varias cosas (para mí), incluso a lo que queremos cuando decimos justicia.
Excelente relato (y excelentes comentarios).
Abrazo

Netomancia dijo...

Don Oso, me alegro que ese represente. Una venganza con historia reciente, es cierto. Pero como esa historia, con final amargo, ¿no?. Un abrazo!

HUMO dijo...

Después del soberano comentario de Sil, no me queda mucho por agregar, solo reiterarte lo de siempre. ME ENCANTA LEER TUS CUENTOS!!!


Besote!

=) HUMO