Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de abril de 2010

Ultimas instancias de un sufrimiento

Sin la angustia asfixiante de los últimos cinco días, dejó salir el llanto en la soledad del pasillo. Se hundió en la oscuridad de sus párpados y se permitió ese signo de debilidad porque se trataba de su padre.
Con la garganta reseca y los ojos tan brillantes como doloridos, buscó la salida más próxima. Se escapó por la calle, con el aire fresco del otoño golpeándole las sienes. El sonido de los coches era reconfortante. Sin embargo eran lapidarios, le indicaban que todo era verdad.
Apuró sus pasos, en un andar sin destino, una excusa de sus piernas para ganarle a la mente. Porque al final había cedido. Tras cinco días, la batalla había terminado. Podía reprocharles a los médicos, al hospital, a la vida misma, pero todo carecía de sentido a esa altura. Ya se había ido. En definitiva, podía culpar a todo el mundo, pero él sabía que la responsabilidad era suya y de la maldita bala que le había quedado alojada en la cabeza.

Irina se tambaleó, jadeando. Sentía que le faltaba el aire. Su hermano le había dicho si se quedaba a hacerle compañía, pero le dijo que no y ahora sentía que sola podía cometer cualquier estupidez.
Se tocó la panza. Estaba enorme. Se puso a llorar. Se dejó vencer por el peso y apoyándose contra la pared del vestíbulo, se dejó caer hacia el suelo, en un descenso lento y doloroso, mientras las lágrimas resbalaban con pena sobre sus mejillas.
No quería al niño que llevaba dentro. No lo quería por una simple y repulsiva razón. No sabría como mentirle sobre su padre y mucho menos, enfrentarlo el día que la verdad saliera a la luz. Con furia se golpeó el cuerpo, una y otra vez, hasta quedar exhausta, rendida sobre el mosaico frío y blanco, aunque no tan frío como su corazón en ese instante.

Cruzó calles y plazas, sin importarle hacia donde iba. Quería quitarse de la cabeza la imagen de su padre en aquella cama de sábanas blancas, el rostro pálido contrastante con la herida, los tubos plásticos entrando y saliendo por diversas partes de su cuerpo, el casi ínfimo pero audible goteo del suero y la medicación.
Pero no podía. Veía sus labios quietos, inertes, presagiando la muerte. Esos labios que tanto le habían enseñado, en un silencio lúgubre y atroz. Había sentido el pulso débil, el corazón desfalleciendo, la respiración entrecortada. Había sido testigo del sufrimiento. Y todo por su culpa.
La mirada enceguecida, la zancada larga y la gente alrededor dándole paso. Pero él no veía la gente, ni los autos, ni las viviendas... solo veía a su padre en aquella cama, a su padre cayendo tras el balazo, y ya no quería volver a ver nada. Pero era imposible. No podía evitarlo.

¿Cómo pudo ocultarle tanto? ¿Cómo pudo ser ella tan estúpida? Buscó en el cajón de él y no pudo encontrar nada. Revolvió el placard, buscó entre sus ropas, sacó cada estantería de la biblioteca. Estaba sucia de polvo y telarañas. Y en el rostro, la humedad de sus lágrimas dejaba una pequeña estela entre las motas de tierra que allí se habían posado.
Empujó la cama, sintiendo el esfuerzo. Pero entonces vio el zócalo salido de su lugar en un tramo y se olvidó del cansancio. Se hizo un espacio para poder alcanzar ese sitio. Se agachó entre el respaldo de la cama y la pared y con fuerza tiró del zócalo hacia ella. La madera cayó al suelo y dejó a la vista un hueco.
Metió la mano y tanteó. Ni siquiera pensó en ratones o arañas de gran tamaño, como hubiese hecho en cualquier otra ocasión. Su mano sintió una superficie dura, recubierta con un paño. Supo que era antes de llevarlo a la luz y retirarle la tela que la recubría. La tela era su ignorancia, pero caído el velo, podía ver las formas del armas sin siquiera verla.
Metió la mano más atrás y encontró muchas otras cosas. Joyas, anillos, cheques, dinero. Muchas otras cosas. Más de las que hubiese querido saber unos días antes.

La playa. Hasta allí había llegado. El mundo se le antojaba incierto siempre que miraba el mar. Pero no le estaba ocurriendo eso. Ahora lo veía tal como era, un lugar peligroso, donde la suerte no dura para siempre.
Se sentó en la arena, con los ojos puestos en las pequeñas olas del agua. Le vinieron recuerdos de su infancia, con su padre enseñándole a no temerle al gigante salado. Esos llevaron a otros, con su padre obligándolo a ser rudo, a hacerse respetar.
Las clases de boxeo, las palabras fuertes, los cachetazos cuando no hacía lo que le decía. Había sido un padre justo. Se había merecido esos golpes. Aquella enseñanza lo mantuvo con vida los últimos años. En realidad, toda su vida. Como en esos meses en el correccional, el año por robo en el penal de la provincia, los tres que pasó luego del atraco fallido al camión de caudales... si no hubiese sido por esa dura vida de niño, no habría sobrevivido.
Y el viejo siempre había estado. En cada oportunidad, llevándole sus cosas, visitándolo, dándole ánimo. Era de fierro. Y sin embargo, ya no estaba.
Se puso de pie, ya no soportaba mirar el mar.

Lo maldijo una y otra vez, a los gritos, al filo de un ataque de nervios. Se arrojó en la cama y se envolvió con las sábanas, como escondiéndose de la vida. No podía parar de llorar. Todos esos años y ella sin saber la verdad...
No. No podría mirar su hijo a los ojos. No era valiente, nunca lo había sido. Por eso lo había amado tanto, porque era tan osado, tan fuerte. Era su protector, ella era su niña. Se sentía a salvo con él. Se odiaba por eso. Había amado a alguien que no conocía, a un criminal, a un ser aborrecible. Se sentía ultrajada.
Había abandonado todo por ese amor. Sus padres cortaron la relación el día que ella decidió fugarse con él. Nunca más volvieron a hablarse. Ahora no los culpaba. Ni siquiera su hermana le había vuelto a decir una palabra. Solo su hermano, que tampoco tenía una buena relación con la familia, se había acercado en los últimos días para consolarla.
Pero no le alcanzaba. No todos los días uno se entera que está casada con un criminal, con un asesino, con una persona buscada por matar personas. No todos los días alguien considera justa la muerte de un ser abominable, más siendo esa ser, su propio esposo.
Pero había algo que aborrecía aún más. Y en ese momento la estaba mirando al espejo. Tomó el arma que había dejado sobre el colchón y buscó la puerta de calle. Era hora de partir.

Se obligó a repasar aquella noche, por más que venía evitándolo desde que entró al maldito hospital. Había repasado el plan una y mil veces. Papá el volante del sedán, Hoyos en la retaguardia y el por los techos, hasta la claraboya de la galería. Había visto los planos y era accesible.
Una vez dentro, desactivaba las alarmas y entraba Hoyos. Vaciaban la joyería y salían tan rápido como habían entrado. Era fácil. Un juego de niños. Pero no salió mal. No fue hasta que todo sucedió que entendió la razón por la que entró su padre al minuto de aparecer Hoyos.
Al verlo, recordaba, lo insultó, le gritó que pegara la vuelta, que no podía estar ahí, que debía estar en el auto. "La vas a cagar papá, la puta que te parió" le había dicho con bronca.
Y sin embargo el viejo había entrado porque...

- Las vas a cagar, la puta que te parió. ¡Volvete al auto!
- Hijo... - dijo el viejo, tomando aire, porque había llegado corriendo.
- Dale papá, no nos hagás perder el tiempo.
- ¡Carlos, me cago! - le faltaba el aire, pero a pesar de ello tenía la fuerza en la voz. - Hoyos te va a matar, lo ví calzarse un .45 en el cinturón.
Carlos giró hacia Hoyos, enojado porque había llevado un arma y no tanto por la idea de su padre, pero este ya la encañonaba en la mano. Fue veloz y frío. Disparó dos veces. Tenía a ambos en la misma línea de tiro. Erró a Carlos el primero e impactó contra una pared opuesta. El segundo fue directo a la cabeza del viejo.
Carlos sintió el quejido de su padre y solo atinó a buscar en el cinto la .38 que llevaba a todas partes. La sacó torpemente y disparó sin pensar dos veces. Hoyos se movió en al aire como si fuese un títere. Cayó de espaldas, con tres impactos en el pecho.
Con el revólver en la mano, se puso de pie y fue en busca de su padre.
- Papá... no, papá. Qué mierda pasó, por Dios...
Se lo puso sobre la espalda y lo llevó al sedán. Escuchó las sirenas policiales cuando ya iba a toda velocidad por la avenida. Sabía de un hospital donde no preguntarían, pero poco le importaba entonces su suerte. Solo quería...
"Salvarte papá y no pude" se dijo Carlos mientras avanzaba por la playa.

Bajó del taxi, apresurada, golpeándose la cabeza contra la puerta del vehículo. El conductor la miró por el espejo retrovisor y estuvo a punto a decirle algo, pero se llamó al silencio. La mujer no tenía cara de hacer amigos y menos de recibir un consejo. La dejó cerca del mirador que estaba en la playa y se internaba como un espigón unos treinta metros en el mar. "Al que solo acuden los soñadores y los suicidas" murmuró el taxista mientras ponía primera y retomaba la calle.
Irina cerró los ojos y se dejó acariciar por la brisa fresca propia del lugar. Inhaló todo lo que pudo, consciente que se estaba despidiendo del mundo que conocía. Las manos en la campera apresaban el arma que había encontrado detrás del zócalo.
No había gente en los alrededores, suponía que sería así. La época del año invitaba a estar lejos de aquel lugar. Era más frío que en la ciudad, aunque no conocía sin embargo lugares más gélidos que las ciudades, si bien de otra manera. Frío como el cañón de su arma, pensaba. O como el hielo que recubría desde hacía unos días su corazón. "Frío como un cadáver" pensó también.
Se quitó los zapatos y los abandonó en la arena. Sus pies fueron dibujando un camino de huellas que en otras circunstancias sería vistoso y atractivo. En cambio, ahora eran el derrotero de la muerte envuelta en traje de mujer desdichada.

Mucha gente prefería el mirador. El en cambio elegía ese pequeño recoveco que estaba debajo del mismo, ni bien nacía, dónde el agua se replegaba y las enormes columnas de material sostenían la gran pasarela casi a escondidas y ajenas del mundo que movía sobre el peso que detenían.
Solo se acceder en los momentos del año en los que la marea lo permitía. Y estaba justo en uno de ellos. Allí solía pasar horas con su padre, observando de cerca el mar los días de lluvia. Allí se refugiaba cuando tras alguna diablura lo perseguían los compañeros del colegio. Allí permaneció casi un día antes que lo atraparan y lo metieran en aquella horrible correccional de menores.
Llevaba un arma en la cintura. Y sabía que la iba a usar. Sentía la necesidad. Las nubes se movieron sigilosamente en lo alto, filtrando un rayo de luz. Se detuvo, volvió a pensarlo y luego sus piernas retornaron al movimiento. La playa lo iba llevando, como antaño, como cuando tenía problemas. El mirador ante sus ojos, su escondite esperando por el, una vez más.

El mirador. El final tenía que ser allí. Basta, adiós. Apretaba con fuerza el cañón helado del arma que guardaba en sus bolsillos. Vio el rayo de sol filtrarse entre las nubes. Irónico, pensó. Sabía que ya no había luz en su vida.
Caminó con la vista al suelo, mirándose los pies, temiendo que si veía el mar a lo lejos sus ideas huyeran. Y estaba decidida.

Allí estaría ese lugar esperando por él. El único sitio donde deseaba realmente estar. Lejos de todos. A distancia de aquel cajón, del recuerdo del fallido golpe, del infeliz ahora muerto de Hoyos en quién su padre no confiaba y que a pesar de todo había llevado igual...

Ella. Con el arma en la campera.

El. Con el arma en la cintura.

No lo ve. Ella a él.
No la ve. El a ella.

Chocan.

"Perdón" dijo ella.
"Perdón" dijo él.

Se miraron, apenas por unos segundos. Ambos vieron reflejados el dolor, la desesperanza. Ambos sintieron que podrían ser viejos conocidos y sin embargo, no lo eran. Apartaron las miradas y siguieron el rumbo fijado. El camino hacia lo irremediable.

Irina avanzó por el mirador. Carlos descendió hasta el oculto paraje debajo de la construcción turística. Algunas gaviotas cruzaron el horizonte. Ambos se dejaron llevar por la imagen del mar. Cerraron los ojos y extrajeron el arma. Casi al mismo tiempo llevaron el dedo al gatillo.
Se escuchó un solo estruendo, porque las balas salieron al unísono. Como un trueno o una herida al silencio. El mar se estremeció y algunos pájaros chillaron al pasar.
El cuerpo de Irina quedó tendido a lo largo, el vientre hinchado de cara al cielo, la sangre rodeando como un halo su cabeza, la mano aún sosteniendo el revólver y sus ojos vacíos bien abiertos, aunque sin mirar, como tristes perlas desnudas y heridas.
Carlos observaba aún el horizonte. El arma se agitaba todavía en su mano derecha, su corazón palpitaba fuerte y su alma sentía la furia remitiendo. Las lágrimas acompasaban el movimiento de las olas delante de sus ojos. Gritó en aquel disparo, en aquella bala al mar. Como si matando aquello que no podía matar lograse remediar lo nefasto que arrastraba a sus pies.
El desahogo, el llanto, el dolor. Quedaba huérfano en un mundo hostil sin más que su valor que no era otra cosa que miedo disfrazado. Ahora lo sabía. Y lo comprendía.
Se alejó dándole la espalda al mar, a su escondite, al vistoso mirador y a las muertes que dejaba atrás.

10 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Woww, hoy llegué primero, ja,ja.
¡Y vaya historia que me he encontrado!. La novela negra te va "como anillo al dedo" que decimos por aquí. Me ha fascinado el tejido construido a base de vidas cruzadas, armas, muerte y dos formas de actuar ante el fracaso, el miedo y la rabia.
Felicidades Neto. Es impactante.

Abrazos!!!

SIL dijo...

Netuzz...


:O

Vamos a organizarnos, dijo uno y (no sigo el chiste...)
;D

Hoyos mató al papá de Carlos.
Carlos mató a Hoyos.
Hoyos era el esposo de Irina y padre de su hijo no nacido aún...

Y ambos buscaron idéntico escenario para suicidarse al unísono!

La imagen del desenlace es tremenda.
Y esta frase es lapidariamente hermosa:
///La dejó cerca del mirador que estaba en la playa y se internaba como un espigón unos treinta metros en el mar. "Al que solo acuden los soñadores y los suicidas...///


Ante cualquier duda , esta noche lo vuelvo a leer y corrijo si la pifié !!


Great, Netito...

Abrazo más que grande.

SIL

HUMO dijo...

Será cosa del destino nomás...increíble historia, que cuento triste, que genialidad de ideas te surcan la mente!

Besos Neto , sos un placer!

=) HUMO

Anónimo dijo...

Realmente tu imaginación alcanza cotas insospechadas. Tiene una enorme capacidad para organizar historias complicadas. Y sabes poner en los textos un ritmo que engancha y te lleva en un vuelo hasta el final de cada historia.
Enorma amigo Neto.
Un saludo

Anónimo dijo...

che me quedé estupefacto! Al final hay tantas conexiones morbosas, suicidas y asesinas que tengo hasta miedo de salir a la calle! Tremendo Neto, el texto es muy complejo, pero has sabido darle un ritmo y una vuelta de tuerca para que todo nos cierre al final, que grandioso relato!
Carlos y su venganza, o quizás Hoyos buscaba su remedio desafiando a Carlos... terrible, terrible!!!

La sonrisa de Hiperion dijo...

Siempre tan genial...

Saludos y un abrazo enorme.

mariarosa dijo...

¡Impresionante Neto!

El lector va cruzando por la vida de tus personajes y va metiendose en sus dramas y angustias.
Lo vivi como una pelicula, muy bueno.

mariarosa

el oso dijo...

Buenísimo, Neto, esas aristas de vidas que se cruzan te salen a ada tyermina como parece que lo va a hacerla perfecciòn. Porque además se le suma a la calidad d elas historias que tejés una trama poética que me deja con la boca abierta.
Hay un trasfondo siempre en muchos relatos tuyos: no te hagas ilusiones, nunca las cosas terminan como vos querías. Casi, casi, como en la vida.

Abrazos

La Tomata dijo...

Netoo!! Porque no se puede comentar el ultimo post?? Me encantooo!! Y cuando termino me parecio de lo mas triste y abrumadoramente realista!!
Genial!! Lastima que no pude contestarte ahi...

Saludines!!!

Netomancia dijo...

Solucionado Daina, mil gracias por avisarme!!!!!

Gracias a todos por comentar este relato, algo complicado quizá, pero que disfruté mucho al ir escribiendo!
Saludos!